Este artículo forma parte de la serie

El mundo Mundial 30: El antipapa

En Barcelona, el 12 de julio de 2018, un hombre pasa frente a un grafiti de Lionel Messi. Credit Pau Barrena/Agence France-Presse — Getty Images
En Barcelona, el 12 de julio de 2018, un hombre pasa frente a un grafiti de Lionel Messi. Credit Pau Barrena/Agence France-Presse — Getty Images

Vivíamos felices: qué fácil era escribir Messi. Alcanzaba con teclear una vez la eme, otra la e, dos seguidas la ese, una la i. Y alcanzaba, en esos días, con que un artículo dijera Messi para que muchos se lanzaran a leerlo. Ahora Messi se ha perdido. Nadie sabe dónde está, qué hace, sobre todo qué hará; no es fácil, cuando uno es una de las personas más miradas del planeta, desaparecer. Messi, en estos días, lo logró, nos dejó huerfanitos.

Ya no lo buscan ni siquiera los medios —los metidos— habituales. Quizá porque no vende o, si acaso, por cierto respeto por su pérdida: días de duelo que nadie perturba porque el duelo es sagrado. El símil es ridículo: a Messi solo se le murió cierta idea de sí mismo. O cierta idea de él que tenían millones de otros y que él, de algún modo, terminó por tener: que para ser quien era debía ser, también, campeón mundial. Que debía conseguir que una docena de muchachos hiciera lo necesario para eso; que él, para eso, debía “cargárselos al hombro”. Y no lo hizo —porque, quizá, no podía hacerse— y ahora pena.

Messi es un raro personaje y, sobre todo, un raro jugador. El fútbol de más alto nivel consiste en engañar: los mejores son los que te hacen creer que van a hacer tal cosa y en realidad hacen tal otra. Neymar cuando amaga con una bicicleta y termina en triciclo, Mbappé cuando cambia de piernas y las alarga más aún, Cristiano cuando parece que va a ser humano. Messi es distinto: hace siempre más o menos lo mismo, sus marcadores saben qué va a hacer —y no consiguen impedirlo—.

Por eso, supongo, habla tan poco. Hablar es hacer fintas, gambetear: decir cosas para que otro las crea. Es lo que hacemos, por definición, los argentinos, y es lo que hace tanto, sin las dudas, el otro argentino globalizado, Jorge Mario Bergoglio. El otro globalizado habla y habla y habla en nombre de un jefe inasequible, que él llama dios y que lo habría nombrado su enviado en la Tierra y que todos deberíamos obedecer pero nadie entiende del todo si él no lo traduce. El señor Bergoglio habla en nombre de otro para que muchos se crean lo que dice, tan inverosímil; Messi calla en su nombre, deja que sus hechos hablen por él, vuelve una y otra vez al mismo movimiento, al mismo gesto: no engaña a nadie pero nadie sabe detenerlo. Bergoglio vive de lo que dice; Messi, de lo que calla. Messi es el antipapa o algo así.

Y fue, además, el capitán de la selección más agnóstica que tuvo nunca la Argentina. Camino a Rusia, sus muchachos desdeñaron las dos ciudades más sacras de Occidente: no quisieron pasar por Roma a ver al papa, como estaba previsto, y no quisieron viajar a Jerusalén a jugar al fútbol, como estaba anunciado. Evitaron a un dios en sus dos capitales, se negaron: en pleno ejercicio de su derecho al capricho se plantaron contra sus dirigentes y les dijeron que ni locos. Lo bueno de ser futbolista es que si haces con los pies lo que te dicen, puedes hacer con la cabeza lo que quieras.

En un país supersticioso como el mío, tanto desdén por lo sobrenatural permitía proclamar que habíamos perdido por castigo divino. Despistados me dicen no, cómo se te ocurre, nadie dice esas cosas. Olvidan que la institución global más influyente está basada en esas cosas: así se construyó durante siglos —y en muchos casos todavía— la verdad religiosa. Pasaba algo que nadie sabía justificar y algún sacerdote lo explicaba como efecto de algo que no le había gustado o convenido. Pestes terribles caían sobre una población porque no adoraban lo suficiente a un dios, inundaciones los ahogaban porque personas se acostaban con quienes preferían, un rey ganaba su batalla porque había rezado siete veces siete noches entre siete vírgenes, digamos. Esas eran las explicaciones serias: verdades reveladas.

La selección argentina fue la peor en muchos años. Pero fue, por lo menos, racionalista, a-tea. O sea que no le puede echar la culpa a nadie. Es una lástima: siempre es más fácil, más barato creer que las cosas te pasan porque otro, un dios, un perro, el mal de ojo, la vecina de enfrente. Pensar que te pasan por tu responsabilidad, por lo que hiciste o dejaste de hacer, es el privilegio y el precio de no creer en tonterías. Y la gran condición para empezar, alguna vez, a mejorarlas.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *