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El mundo Mundial 6: El sexo de los ángeles

Rafael Márquez y el resto de la selección mexicana celebran el triunfo frente a la escuadra alemana en su debut mundialista. Credit Antonio Calanni/Associated Press
Rafael Márquez y el resto de la selección mexicana celebran el triunfo frente a la escuadra alemana en su debut mundialista. Credit Antonio Calanni/Associated Press

Todos gritamos ese gol. En ese bar del centro de París éramos veinte o treinta y todos lo gritamos: franceses, americanos, africanos, árabes, algún polaco, dos o tres sudacas. No es fácil poner de acuerdo a tanta gente, pero hay algo que últimamente nos reúne: en fútbol —por lo menos— nos encanta que Alemania trastabille. Nos alegra que sea como los demás, que no avance como si fuera su derecho, altivo, mentones levantados; nos alivia que se tenga que buscar la vida. Por eso, supongo, todos gritamos ese gol de México. Y, supongo, también, porque era México: uno que no parece una amenaza, sino aquel que se merece, de tanto en tanto, pobre, una alegría.

Y fue bonito, por eso, ver que seguían y aguantaban, que aunque los teutones teutoneaban sin descanso, ellos ponían alma y vida y resistían e incluso, en esos contragolpes, podrían haber metido otro. Y fue bonito verlos terminar ganando y festejar y desgañitarse de tantas desventuras: quizá esta vez sí pasen el famoso quinto —que es, en realidad, los cuartos— pero, más allá o más acá de eso, ya inscribieron una fecha en la historia. El 17 de junio de 2018 le ganaron al campeón y candidato su primer partido.

Aunque es cierto que su victoria habría sido más pura si no se hubiese inscrito en una serie rara: extravíos de los candidatos. Argentina había empatado con Islandia y más tarde Brasil terminó igual con Suiza. (Sí, soy argentino, aunque a veces intente contenerlo. Y para un argentino, con perdón, no hay mayor placer que ver que la selección brasileña puede sufrir la misma desgracia que la suya. Es pura envidia, un homenaje). Brasil no consiguió ganarle a un batallón de helvetas: habría debido, hizo mucho más, pero no tuvo suerte y, en cambio, sí tuvo a Neymar.

Neymar es un extraño personaje: se necesitaría un batallón de cracks para conseguir la misma dosis de magia con la bola que puede hacer él solo, pero tantas veces lo hace por hacerlo. Lo hace para gustarse, para gustarnos, para venderse, para comprarnos, para vendernos algo; lo hace, pareciera a menudo, para conseguir que le peguen una buena patada; lo hace, pocas veces, para hacer goles o dárselos a un compañero. Neymar es, como Cristiano, de esos que creen que cuando agarran la pelota su deber es producir treinta segundos de YouTube. Cuando jugaba en el Barcelona, bajo el cetro de Messi, era distinto, porque lo respetaba o lo temía; ahora, que juega solo, solo juega para su mayor gloria, y se la carga.

Pero los medios lo quieren porque produce chismes, fotos, piel, escándalos variados. Como quisieron, hace unos días, colgar a varios jugadores mexicanos. Porque el fútbol, últimamente, es un mundo de paquetes tan marcados.

Cuando yo era chico creíamos que los futbolistas eran seres angélicos: ni templaban ni tiraban ni ninguna de esas cosas raras. O debería decir, en vez de angélicos: tremendos reprimidos. En los años sesenta y setenta se inventaron las largas concentraciones que tenían, como una meta principal, evitar cualquier fornicio futbolero. Y es cierto que nadie pensaba mucho en eso: en esos tiempos, los jugadores no eran esos árbitros de la moda y modelos de belleza y pedazos de sexo que parecen ser ahora. En esos tiempos los jugadores parecían seres más bien toscos y asexuados y pernipeludos que importaban sobre todo por lo que hacían dentro de una cancha, que no se quedaban con las más preciadas, que no marcaban moda; a lo sumo, cuando ganaban su platita, trataban de vestirse como señores finos; no como ahora, cuando lo fino parece ser vestirse como ellos.

Ahora son guías y modelos. Y además hay radios de deportes, diarios de deportes, televisiones de deportes, y hay que llenarlos con historias, así que sus vidas ya no son solo glamorosas y espléndidas; son, también, relato, y nos cuentan todos sus detalles. Así supimos, hace unos días, que la despedida de ocho jugadores mexicanos consistió en una juerga con “treinta escorts VIP” en una casa de un barrio caro de la capital. Y los periódicos se indignaron y el público se preocupó y la nación condenó a esos muchachos. Pero no porque pagaran a mujeres para comprarles sexo; porque tanto jolgorio disminuiría sus chances en la Copa.

Y así supimos que el entrenador alemán Joachim Löw prohibió a sus jugadores que tuvieran sexo —ni siquiera conyugal— durante todo el campeonato. Y que el entrenador brasileño Tite, en cambio, no tiene problemas con que lo hagan, siempre y cuando sea dentro de un orden: en un espacio especialmente habilitado en la concentración, una visita conyugal en el mejor estilo cárcel VIP.

Son estilos, criterios que se enfrentan. Porque esta tarde Alemania perdió, Brasil empató, México ganó. La conclusión sería muy triste y ni pienso sacarla. Si usted quiere pensarla, sepa que estoy en contra.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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