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El mundo Mundial 7: La conjura de los Davides

Harry Kane, delantero de la selección de Inglaterra, en un momento del partido disputado en Volgograd frente a la escuadra de Túnez Credit Matthias Hangst/Getty Images
Harry Kane, delantero de la selección de Inglaterra, en un momento del partido disputado en Volgograd frente a la escuadra de Túnez Credit Matthias Hangst/Getty Images

Llevan días jugando este partido. Lo repitieron varias veces, cada quien a su modo, pero en el fondo es siempre el mismo: Portugal se atrincheró contra España, Islandia contra la Argentina, México con Alemania, Suiza con Brasil, Túnez con Inglaterra y siguen firmas. En el partido más repetido del Mundial, un equipo que se supone inferior —que las apuestas pagan más, digamos— se amontona alrededor de su arco para impedir que el otro le aplique los goles procedentes.

La diferencia entre los dos debería quedar clara. El equipo atacante vale, digamos, mil millones; el defensor si acaso cien, doscientos. El equipo atacante tiene esos jugadores que todas las marcas quieren para sus clips; el defensor, los que venden gaseosa de segunda. El equipo atacante ha ganado dos o tres Mundiales; el defensor, los billetes de avión y zapatillas.

Entonces la ficción básica que pretende que “en la cancha son once contra once y todo puede ser posible” se desmiente con solo ver cómo se paran: el partido se juega en el campo del barato, que resiste y molesta y pega y se amontona y, muy de vez en cuando, intenta correr hacia el del caro; a veces lo consigue. Son encuentros básicamente desparejos, donde un equipo maneja la pelota y otro el pelotazo, uno la cuida y otro la rechaza, uno juega a ganar y el otro a no perder, a ver qué pasa.

El mecanismo es viejo como el fútbol; lo nuevo es que en esta primera ronda del Mundial funcionó bien: David se ríe de Goliat. Qué feo es ser Goliat: un muchacho del que nunca supimos nada, que solo está en la historia porque era grande y bobo y David lo bajó de un hondazo. Es curioso: la misma religión que siempre protegió a los poderosos, que sirvió para justificar y convencer a mil ejércitos, pone al guerrero en un lugar tan deslucido. Alemania, Argentina, Brasil, España serían este grandote que un pequeño enfrenta sin siquiera una espada, sin seguir las reglas de la guerra, rehuyendo.

Y en lugar de entrar en la pelea David le tiró un piedrazo desde lejos y le pegó en la frente y lo derribó y, ya caído, le sacó la espada y lo remató y lo decapitó. La fábula retoma la simpatía que solemos sentir por el pequeño e insiste en lo mortal de ser Goliat, el poderoso, el malo. ¿Será mejor ser Suiza, Islandia, México, ser David, el rubito? La diferencia es que, en la Biblia, David se casa con la princesa y se hace rey; en la vida no suele pasar; en los Mundiales no ha sucedido nunca todavía.

Nunca, todavía. La gran pregunta ahora es si estos primeros partidos anuncian algún cambio o son un puro efecto adaptación, los tanteos iniciales, un error que se corrige pronto. Iremos viendo. Pero, mientras, supongamos que este modelo de partido es más posible en la fase de grupos, donde las desigualdades son más hondas y donde, además, el empate sirve para algo.

Y supongamos que las selecciones son equipos con poco tiempo de trabajo y que es más fácil trabajar la defensa que el ataque, la destrucción que el firulete, la tozudez que lo impensado. Y que según pasen los días los mejores van a encontrar las formas de mostrarlo.

Y supongamos también, por si acaso, que, como cualquier análisis de fútbol, este está rebajado por la presencia del azar: todo lo que decimos sería diferente si Messi le pegaba a la pelota dos centímetros más a su derecha en esa que pasó lamiendo el palo, si el bello arquero helveta se tiraba un segundo más tarde en la otra de Paulinho.

Pero cabe la posibilidad, susurrada en voz baja en algún think tank de Ulán Bator, de que el fútbol ya no sea lo que era. Que estemos en un momento todo-tiempo-pasado-fue-mejor —y quizá todo tiempo futuro—: un mal momento. Que los gigantes tengan los pies de barro. Que se inventen figuras porque no hay más remedio, porque hay que alimentar la maquinaria, pero que —con excepción de dos o tres— los más sean pura medianía. Que el nivel medio es cada vez más alto y el nivel alto cada vez más medio y que los dizque buenos no consiguen hacer la diferencia. O, dicho de otra manera: que la mediocridad está ganando. O que la grandeza era mentira. Y que la pequeñez, por lo tanto, también.

Que más ficciones se derrumban, una a una, uno a uno.

O quizá no, quién sabe; esto recién empieza.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español

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