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El mundo Mundial 8: La maldición argenta

El entrenador de la selección de Colombia, José Pékerman, en el primer partido de su equipo frente a Japón en el estadio Mordovia el 19 de junio de 2018 Credit Filippo Monteforte/Agence France-Presse — Getty Images
El entrenador de la selección de Colombia, José Pékerman, en el primer partido de su equipo frente a Japón en el estadio Mordovia el 19 de junio de 2018 Credit Filippo Monteforte/Agence France-Presse — Getty Images

Cantaban el himno con tal brío —no es fácil pronunciar “oh gloria inmarcesible” con fiereza— que se veía que estaban por comerse el mundo. Quizá querían compensar la ausencia de su estrella, James Rodríguez, en el banco con un músculo intrincado. O quizá tenían miedo de su propio miedo o se adaptaban a su nuevo presidente belicoso. Por la razón que sea, lo gritaban más que lo cantaban, se ponían el mundo de sombrero: Colombia parecía dispuesta a todo.

Y lo estaba, porque tiene un buen equipo y fue la sensación del Mundial pasado y el Mordovia Arena rebosaba de camisetas amarillas: se calcula que hay unos 60.000 colombianos en Rusia, la mayor cantidad tras brasucas y mexicas, aluvión sudaca.

Pero el desastre le llegó tan pronto: no habían pasado tres minutos cuando Dávinson Sánchez, rumboso, regaló una pelota muy cerca de su arco, un japonés, Osako, que pasaba la pateó, el arquero Ospina rechazó, otro japonés, Kagawa, ganó el rebote y remató y, cuando ya entraba, Carlos “la Roca” Sánchez la paró con la mano: con ese gesto mínimo se inscribió en la historia como el primer colombiano expulsado en un Mundial. Enseguida el mal nombrado Kagawa pateó el penal como si fuera Messi pero adentro. Casi antes de empezar, Colombia perdía 1 a 0 y jugaba con diez. Lo que se llama, en la Caracas, un camello.

El resto del partido fue un intento: más y más bríos, la decisión de compensar ese hombre menos corriendo sin parar. En algún punto pareció que Colombia sí podía: entre Falcao —a puro empuje— y Quintero —a puro toque— la llevaban y se habría dicho que llegaban. Falcao conseguía que le pegaran mucho; en el minuto 38 se inventó un foul cerca del área y Quintero jugó de sudamericano: sabiendo que la barrera de japoneses saltaría, pateó raso; la pelota pasó bajo los saltarines y sorprendió al arquero.

El empate resultaba justo. Colombia se veía mejor: sus jugadores trataban la pelota con más clase, se movían con más ritmo y elegancia, bordaban firuletes. Lo curioso era que, haciendo memoria, se apreciaba que Japón había perdido dos goles muy claros, mientras Colombia nada. Es un misterio: por qué ciertos equipos, que juegan bonito, efervescente, producen menos resultados —mientras otros, con los mismos recursos, concretan goles y más goles—; por qué hay equipos que llamamos “pechofríos” y otros que preferimos no llamar así no vienen a golearnos. Y por qué, a primera vista, ambos modelos pueden parecerse. Por qué tan a menudo –también en fútbol– lo que se ve no es lo que es.

Quedaba una hora de juego que era, para Colombia, esperanza y tortura: tiempo para ganar, tiempo para cansarse. La fatiga, parece, pudo más: en el segundo tiempo entraron James y Baca pero no pesaron y en cambio, en un córner muy mal defendido, los japoneses consiguieron el 2 a 1, y así se terminó el partido. Colombia estaba desolada. Pero a nadie se le ocurrió hablar, todavía, de la terrible maldición argenta.

La Argentina cada vez importa menos, pero exporta mucho. Soja, claro, y yerba mate y carne y cuento, y en fútbol exporta sin parar. No solo los cantitos de la cancha y los insultos; es el país que tiene más futbolistas profesionales jugando en otras tierras, unos 2000 muchachos. Pero no solía exportar directores técnicos. Los futbolistas argentinos tenían que ser habilidosos o temperamentales o habilitales o temperamentosos; nadie creía que fueran especialmente inteligentes, así que no los buscaban para dirigir.

También eso cambió en los últimos años. Y en este Mundial hay cinco técnicos argentinos manejando países más o menos chicos: Argentina, por supuesto, con Sampaoli; Perú con Gareca, Arabia Saudita con Pizzi, Egipto con Cúper y Colombia con Pékerman. Ningún otro país tiene siquiera tres técnicos en Rusia; ninguno de los cinco argentinos ganó su primer partido. Va de nuevo: ningún técnico argentino ganó su primer partido. En realidad, salvo Sampaoli, todos los perdieron, y tres no consiguieron hacer siquiera un gol.

Ahora ya saben. No está claro qué pecado estaríamos expiando; tenemos colección. O quizá sea una maniobra sibilina para algo, un fin sinuoso o bobo. Aunque hay quienes dicen que los argentinos tienen tal ansia de protagonismo que, con tal de figurar, pueden incluso arrogarse los desastres que no les corresponden. Si prefieren pensar que es eso, todo bien, adelante, pasen por acá.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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