El mundo que viene

Es tal la interrupción de la vida nacional e internacional como consecuencia de la pandemia que la reflexión de los que todavía guardan la lucidez para hacerla se multiplica en cauces diversos, básicamente concentrados en un par de capítulos. El primero intenta bucear en el pasado remoto o reciente para encontrar situaciones parecidas y deducir las lecciones correspondientes. El segundo es prospectivo y busca una respuesta a la inevitable pregunta: ¿cómo será el mundo una vez superada la urgencia sanitaria? Del primero, cosas se podrían haber aprendido de la historia no necesariamente bíblica, y bastaría con releer «La Peste» de Albert Camus para comprobar que en los años cuarenta del siglo pasado se tenía constancia de lo que era una  epidemia y de sus consecuencias sobre la ciudadanía. Y sobre el segundo existe una cierta tendencia a caer en el milenarismo de circunstancia: el mundo dejará de ser como es actualmente y tendremos que acomodarnos a nuevas formas de vida y de relación.

Henry Kissinger acaba de publicar -el 3 de abril, en el «Wall Street Journal»- un breve texto que aborda la segunda de las cuestiones partiendo de la dificultad de encontrar parangón personal en la respuesta a la primera: sólo en su experiencia como soldado americano en la batalla de las Ardenas en 1944, con todas las incertidumbres del momento, halla algún paralelismo. Pero su dictamen sobre el futuro es terminante: «El mundo nunca será el mismo después del coronavirus» porque «las alteraciones políticas y económicas [debidas a la pandemia] durarán generaciones» y para superarlas advierte de la urgente necesidad de difuminar las barreras nacionales y de concebir y desarrollar «un programa global de cooperación». Es difícil no estar de acuerdo con las pautas de comportamiento que propone para articularlo: una radical mejora en la respuesta a las enfermedades infecciosas, arreglos urgentes y fundamentales en el funcionamiento mundial de la economía y el «mantenimiento del orden liberal internacional» en el que la «prosperidad depende del comercio mundial y de la libertad de movimientos de las gentes».

Richard Haas, presidente del «Council for Foreign Relations» en Nueva York, publica en «Foreign Affairs» del 7 de abril un largo y meditado artículo de análisis sobrio y conclusión atormentada: la crisis del Covid-19 no acabará como lo hizo la II Guerra Mundial, con un impulso institucional y unificador debido en gran parte a la voluntad y a la capacidad de los Estados Unidos sino más bien, en un terreno parecido al final de la I Guerra Mundial, con unos acuerdos de paz que no contaron con la presencia americana y con un desarrollo caótico de nacionalismos y totalitarismos que condujeron precisamente a otro enfrentamiento bélico. Aun reconociendo no tener las claves para la descripción geopolítica posterior al virus -¿más China, menos China, más democracia, menos democracia, más nacionalismo, menos nacionalismo?- es la de Haas una descripción sombría que ciertamente no invita a la contemplación inane, del tipo «tras la catástrofe, todo sigue igual».

Me quedo con el análisis de Haas y con las recetas de Kissinger. No cabe olvidar las deficiencias del presente pero tampoco olvidar las realizaciones en que la historia le había situado: unos niveles de generalización democrática, de estabilidad política, de cooperación internacional, de prosperidad económica y social que, aun siendo relativos, significaban, con todo, los niveles más elevados que la humanidad había nunca conocido en esos y otros terrenos. ¿Es la pandemia una maldición satánica que conseguirá acabar con las libertades y con los progresos sociales de la humanidad? ¿Han dejado de existir las capacidades nacionales e internacionales de gobiernos e instituciones, de corporaciones públicas y privadas, de asociaciones y grupos cívicos, que pudieran hacer frente a las mortales consecuencias del virus, dibujar sus prevenciones científicas y sanitarias, reparar los huecos económicos de la calamidad y al mismo tiempo mantener las reglas básicas de funcionamiento del internacionalismo liberal? El revuelo de una pandemia que ha tenido su origen, según parece, en los «mercados húmedos» de China, o en sus laboratorios epidemiológicos, no puede acabar con la civilización.

Y no es el que panorama se preste fácilmente al optimismo. El «World Economic Outlook» del Fondo Monetario Internacional publicado el 14 de abril, ofrece unas cifras harto preocupantes para la evolución de la economía mundial como consecuencia del coronavirus. En el caso de España las cifras lo dicen todo: de un crecimiento del 2% en el PIB de 2019, pasaremos a un 8% negativo en 2020 para crecer un 4,3% en 2021; y el paro, que había conocido la ya alta cifra del 14,1% en 2019 pasará a un 20,8 en 2021 para quedarse en un 17,5% en 2021. Por su parte, el déficit fiscal sería de un 9,5% en 2020 y de un 6,7% en 2021 mientras que la deuda alcanzaría los insólitos niveles de 113,4% en 2020 y de 114,6% en 2021. Son cantidades que España no conocía desde 1902. No es necesario traer a colación la miríada de dramas personales y colectivos que esas cifras encierran para hacerse idea de sus repercusiones en la vida y en el futuro inmediato y mediato de toda la nación y de sus ciudadanos. Y también para comprender que la deuda metódica de todos los Haas que en este mundo existen tiene su justificación y llamada. Hay salvación, pero el trabajo para obtenerla debe fundarse en una abierta, decidida y profunda voluntad de cooperación que trascienda intereses y fronteras nacionales.

Javier Rupérez es embajador de España.

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