El mundo real

«Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», balbuceó Arquímedes una noche que había bebido, dispuesto a apostarse lo que fuera con los amigos, seguramente científicos también, también con la nariz roja y la túnica remangada. «Un punto fijo, no pido más. Un punto donde apoyar la puta palanca». Arquímedes había inventado el principio básico del robo de coches en una época en la que sólo había carruajes, lo que lo convirtió en un adelantado a su tiempo y en un ideólogo resbaladizo. Para mover el planeta no hace falta un punto fijo –que muy bien podría ser la Luna–, hace falta una palanca de dimensiones ciclópeas, una escafandra para sobrevivir al vacío y muchas, muchas ganas de tener razón. El planeta, por otro lado, se saldría de su órbita, con un eje de giro nuevo, y los terremotos, los maremotos, la suspensión de las vacaciones y el estupor general acabarían con todo. Así que debemos congratularnos por que Arquímedes, inventor de la palanca y del tornillo de Arquímedes (padre, por tanto, de la ferretería moderna), se concentrara en la higiene y acabara descubriendo en la bañera un principio que, ¡eureka!, llevaba también su nombre y exigía para su demostración una fregona.

Es difícil hablar del mundo real cuando, durante siglos, no nos hemos puesto de acuerdo ni en su forma. Tales de Mileto tenía claro que la Tierra era plana, como lo tiene claro hoy quien vive en Castilla, y, aunque hay quien cree que Pitágoras apostaba ya por el balón, no parece probable que así fuera; sí Aristóteles (¿qué son dos siglos arriba o abajo en la historia de todo?), que lo dedujo por medio del cálculo para evitarse el paseo. Pasear es más propio de vascos, como Elcano, o de gallegos del Sur, como Magallanes, que se vino abajo, alanceado en Filipinas, después de un buen rato de circunnavegar Sanlúcar de Barrameda. Anaximandro había tratado, un par de milenios antes, de llamar la atención, al apostar, sin ascendiente, por el cilindro, y aunque nos gusta imaginar un ulterior medievo oscuro e ignorante, con planetas en forma de plato y un Sol nómada, lo cierto es que nadie había vuelto a discutir la perfección de la esfera desde los griegos: sólo el siglo XIX asentó en el imaginario colectivo el bulo, para adjudicarse, en los últimos coletazos de la Ilustración, más luces de la cuenta.

Todos –por simplificar y reducir– convenimos en que hay un mundo real y uno falso, del que nos compadecemos sin aspaviento, asentados en lo pedestre. El mundo real es el tocable, compuesto en su mayor parte por muebles, y el falso, la virtualidad televisada, que inunda de colores el vacío y aturde nuestras noches con peleas de gatos, llevándonos, de revelación en revelación, al otro lado del sueño. Creemos que la realidad se desvela a sí misma al despegar los párpados, pero la realidad, más esquiva, no huye sólo de las revistas –que también–, sino de nuestros cerebros entumecidos, que no ven nada que no quieran ver, salvo las noticias. La realidad, que lo ocupa más o menos todo, resulta, qué paradoja, invisible, y no tiene como antónimo la mentira, sino el reconocimiento, que atiende a lo social (que es como decir que atiende a la representación de la verdad, que atiende, esta sí, a la mentira). La realidad es, pues, una jungla frondosa que cubre el planeta: helechos de hojas inmensas; árboles terribles, retorcidos, cubiertos de líquenes; insectos preternaturales. La selva lo ocupa todo y marca el pulso del mundo con su imperturbabilidad eterna. Enfrentar la realidad es enfrentarse a los dioses antiguos: no es posible hacerlo sin caer en la locura. Por eso alguien levantó, en algún momento, una burbuja habitable al norte del Trópico, la enmoquetó para evitar riesgos y llamó a un pianista que supiera interpretar a Cole Porter sólo con las teclas blancas; los demás fuimos invitándonos al cóctel, más repleto cada vez de monos como usted y como yo disfrazados de embajadores, arquitectos, damas enigmáticas, maestros de las artes, príncipes persas, empresarias y alcaldes con rosáceas en la cara, que no se preguntaban ni para pasar el tiempo qué habría al otro lado del terciopelo o sobre la fastuosa bóveda traslúcida que cubre la verdad nueva, que es la de la aprobación, sustituye a los helechos por falta de ventanas –o de una escalera de mano– y determina qué es auténtico y qué no con el reparto periódico de premios.

El resto es inercia: miles de extras repitiendo lo que no entienden y haciendo los coros a los pintores, los científicos (que ya han aprendido a ajustarse la túnica), los misioneros, los eruditos, los bailarines..., sin entender nada de cuanto aseguran admirar; sin comprender que lo que creemos honrar yace enterrado bajo un manto impenetrable de conveniencia efímera. Todos admiramos a Einstein (a Hawking, ahora), o a Nietzsche, si a eso vamos, sin entender una palabra de cuanto dijeron ni aquilatar ni por un segundo la relevancia de su pensamiento, que nos excede. Somos la triste clac que trata de asegurarse de no hacer el ridículo para que nadie la acompañe a la mesa de los niños, y que cada día envanece, en defensa propia, a uno distinto (que a su vez no se resiste a desplegar las plumas y confunde el trato recibido con su propio tamaño). De cuando en cuando, un invitado se sacude el disfraz de sapiens, dispuesto a serlo, se yergue cuando nadie mira y prueba suerte fuera, ávido de realidad y lluvia.

Los demás seguimos aquí, en el cóctel, brindando, ensayando risas, proyectando hacia atrás la barbilla y parpadeando despacio, mientras escaneamos las piernas de las damas y buscamos dormitorios vacíos donde exhibir la sinceridad de nuestros instintos. Arriba y alrededor, y en cualquier dirección posible, están los helechos gigantes, dueños de todo, ajenos, en su ritmo inconcebible, a la fiesta, que, ni latosa siquiera, diminuta, una anomalía apenas, titila de irrelevancia y no alteraría la verdad de la floresta ni aunque todos los monos vestidos huyeran a la vez de ella. Y cuya luz fingida se apagaría con un único soplo si algo o alguien, allá afuera, se molestara en registrar su existencia.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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