El “mundo ruso” de Putin no existe

Protesta contra Putin frente a la Embajada de Rusia en Riga, Letonia, el pasado 1 de marzo.TOMS KALNINS (EFE)
Protesta contra Putin frente a la Embajada de Rusia en Riga, Letonia, el pasado 1 de marzo.TOMS KALNINS (EFE)

Las ambiciones imperiales de Putin, que han desembocado en una guerra cuyo final aún no podemos prever, parecen basarse no sólo en una lectura fantasiosa de la historia de Ucrania, sino también en una comprensión superficial e ideológica de su sociedad, en particular de la identidad y las aspiraciones de su componente rusoparlante.

La propaganda rusa habla de una Ucrania acosada por un Gobierno pronazi que pretende organizar la represión e incluso el genocidio contra sus ciudadanos de habla rusa, aproximadamente un tercio de la población. Los medios de comunicación estatales repiten incesantemente la versión oficial de que la “operación militar especial” del Ejército (el Gobierno ruso ha prohibido oficialmente el uso de la palabra “guerra”) fue la única forma de detener un “genocidio” que lleva ocho años en el Donbás (ocupado por Rusia desde 2014) y que la televisión y los periódicos estatales describen con detalles sangrientos.

En este marco, se esperaba que los soldados rusos fueran acogidos por una parte importante de la población, especialmente entre los rusoparlantes, como liberadores. Esto, salvo una (improbable) intervención militar de la OTAN, debería haber llevado a una rápida resolución del conflicto con la “liberación” de Ucrania (es decir, la sustitución de Zelenski por un presidente prorruso) y una resistencia mínima, restringida a unos pocos focos de pronazis.

El uso de esta narración con fines propagandísticos no es sorprendente, aunque la presentación por parte de la propaganda rusa de Zelenski, judío y rusohablante, como líder nazi requiere un cierto contorsionismo lógico. Lo que, si acaso, sorprende es que Putin parece haber creído su propia propaganda y que la resistencia popular masiva a la invasión no formaba parte de su plan Blitzkrieg. Para entender la magnitud y las razones del error es útil intentar aportar algo de contexto.

Se calcula que, tras la caída de la Unión Soviética, unos 25 millones de ciudadanos soviéticos de habla rusa se encontraban fuera de las fronteras de la nueva República Federal Rusa. La mayor parte estaba en Ucrania. Estonia y Letonia, otros dos países europeos que a lo largo de los años han sido acusados de simpatías nazis por el Gobierno y los medios de comunicación rusos, también tienen algo menos de un tercio de rusoparlantes (rusos étnicos, pero también ucranios y de otras antiguas repúblicas soviéticas). Desde principios de la década de 1990, el Gobierno ruso siempre ha insistido no sólo en la necesidad de proteger una esfera de interés en lo que identifica como su blizhnee zorubezhe (“extranjero cercano”, es decir, las antiguas repúblicas soviéticas), sino también en la responsabilidad de la patria rusa de defender a sus compatriotas en el extranjero. De ahí han surgido políticas específicas de apoyo lingüístico y cultural (“políticas de compatriotas”) y reclamaciones del Gobierno ruso contra las infracciones reales o supuestas de los derechos de los compatriotas en las antiguas repúblicas soviéticas.

Durante las dos últimas décadas, bajo el mandato de Putin, y especialmente desde su regreso a la presidencia tras su tándem con Medvédev en 2012, la nostalgia imperial latente que estos términos implican se ha convertido en algo cada vez más central en el pensamiento estratégico del Kremlin. En las declaraciones del Gobierno y en los medios de comunicación rusos, tanto los dirigidos al público ruso como los dedicados a la exportación,como RT, se ha hecho cada vez más patente la visión de un “mundo ruso” como civilización separada amenazada por un Occidente liberal decadente y agresivo.

Russkii Mir(Mundo Ruso) es también el nombre de la fundación gubernamental para la promoción de la lengua y la cultura rusas en el extranjero creada por el Gobierno de Putin en 2007 y que forma parte de la maquinaria de propaganda del Kremlin. Mientras que nacionalistas europeos como Le Pen, Salvini y Orbán han mostrado más que simpatía por la narrativa de Putin de un choque de civilizaciones entre una Rusia moral y un Occidente decadente, no está claro cuántos rusoparlantes en los países vecinos adoptan esta visión.

A pesar de los esfuerzos de la maquinaria mediática rusa, las minorías rusoparlantes de países como Estonia, Letonia y Ucrania distan mucho de ser homogéneas y de estar sometidas uniformemente a la propaganda del Kremlin. En Estonia y Letonia, los rusoparlantes que apoyan la visión del Kremlin son una minoría, los deseos irredentistas o el deseo de reunificar Estonia y Letonia con Rusia son casi inexistentes, entre otras cosas porque la calidad de vida es mucho más baja en Rusia, y está surgiendo una identidad propia de rusoparlantes europeos, especialmente entre las generaciones más jóvenes.

Y ello a pesar de que las relaciones entre la mayoría y las minorías rusoparlantes no son halagüeñas: la cuestión étnico-lingüística se explota a menudo por motivos electorales, los partidos más cercanos a la minoría rusoparlante han sido hasta hace unos días bastante tímidos a la hora de adoptar una postura clara contra el autoritarismo de Putin y los gobiernos que se han sucedido desde 1991 han adoptado a menudo tonos y políticas nacionalistas, en primer lugar la opción de no conceder la ciudadanía a todos los ciudadanos de lo que fueron las repúblicas socialistas soviéticas de Estonia y Letonia, dejando a muchos de los rusoparlantes inicialmente sin ciudadanía.

La agresión de Putin contra Ucrania puede crear más fisuras sociales, pero desde luego no ha conseguido el apoyo indiscriminado de los rusoparlantes estonios y letones. En los últimos días, el principal partido rusoparlante de Letonia se ha pronunciado con fuerza contra la “guerra de Putin”; el partido centrista estonio, históricamente el más votado por los rusoparlantes, ha hecho lo mismo y ha puesto fin oficialmente (y por fin) a su pacto de cooperación con el partido de Putin, Rusia Unida, y Tallin (una ciudad medio rusa) ha reaccionado a la agresión rusa con una de las mayores protestas callejeras de todos los tiempos.

Incluso en Ucrania, la idea de que los rusoparlantes deben ponerse del lado de su patria, Rusia, es una fantasía con poca realidad. Ya en 1991, el 90% de los ciudadanos de la República Socialista Soviética de Ucrania votaron a favor de la independencia. A lo largo de los años, a pesar de las diferencias lingüísticas, sociales y económicas entre el Oeste más ucranio y el Este y el Sur más rusófonos, y a pesar del crecimiento, como algo en toda Europa, de la ultraderecha nacionalista (que, sin embargo, se llevó una paliza en las últimas elecciones de 2019), el nacionalismo cívico, es decir, el apego al Estado ucranio, y la visión más eurófila de la posición cultural y geopolítica de Ucrania han crecido en casi todas partes. La agresividad del Kremlin parece haber acelerado este proceso.

Según un estudio reciente, tras la anexión de Crimea y la ocupación de Donbás por parte de Rusia en 2014, y más aún tras la elección de Zelenski (rusoparlante, originario del sudeste de Ucrania y eurófilo) en 2019, cada vez más ucranios estarían a favor de la pertenencia a la OTAN, incluso en regiones del Este y del Sur donde la lógica étnica sugeriría lo contrario. El mismo estudio demuestra que son la afiliación política (haber votado o no a Zelenski), los factores socioeconómicos y los sentimientos democráticos, y no la lengua o la etnia, los que explican la orientación de los ciudadanos ucranios hacia la UE.

También en Donbás la situación es más compleja de lo que sugiere una visión puramente étnica del conflicto. Muchos rusoparlantes se han opuesto desde el principio a los regímenes separatistas de Donetsk y Lugansk, apoyados militarmente por Rusia. Y en Crimea, a pesar de que entre el 60 y el 70% de la población es rusoparlante, no es una conclusión previsible que el resultado del referéndum de 2014 sobre la anexión a Rusia hubiera sido favorable a este país si no hubiera habido fraude. Hay que hacer una importante distinción, pues, entre la realidad del mundo pos-soviético y la visión de Putin de esa realidad. La desconexión entre ambos se ha hecho más evidente a lo largo de los años. Esto se aplica no sólo a los acuerdos geopolíticos europeos y mundiales, sino también, y sobre todo, a la realidad social y política de las antiguas repúblicas soviéticas que han emprendido, con mayor o menor éxito, caminos de democratización, y de las poblaciones rusófonas que viven en ellas. Los analistas que hasta la semana pasada mantenían una postura relativamente optimista sobre las intenciones de Putin de concentrar tropas en la frontera ucrania argumentaban su cauto optimismo en que Putin no podía ignorar que una cosa es dominar militarmente a Ucrania y otra ocuparla y mantener su control.

Mantener la ocupación y mantener un régimen títere contra la voluntad de una población abrumadoramente hostil supondría un gasto indecible de sangre y recursos, que algunos comparan con la invasión soviética de Afganistán en 1979. Putin debería haberlo sabido. Tal vez no lo sepa y no parece haber nadie en condiciones de decírselo, al menos a juzgar por el espectáculo de estilo soviético del 21 de febrero, cuando uno tras otro los miembros del Consejo de Seguridad (la única mujer fue Valentina Matviyenko) fueron llamados a repetir la propaganda del régimen o a ser humillados y reprendidos como escolares que no hubieran estudiado sus lecciones.

Licia Cianetti es profesora de Ciencia Política de la Universidad de Birmingham y colaboradora de Agenda Pública. El artículo original fue publicado en la revista Il Mulino.

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