EL MUNDO se hace mayor

Nuestro periódico no regala ni relojes, ni edredones, ni tazas, ni sartenes. Pero vaya por delante mi agradecimiento a estos apreciados colegas que al convertir cada quiosco en una chamarilería y orquestar este fin de semana su ruidosa kermesse heroica han contribuido a fijar la atención del público en los busilis de la prensa, precisamente en el momento en que EL MUNDO cumple 18 años. Hubiera sido preferible asistir estos días a un despliegue de grandes piezas de periodismo de investigación o a un alarde de voces genuinamente críticas con los disparates del poder, poniendo los acentos correctos en las amenazas reales que se ciernen sobre España. Pero cada uno saluda con lo que tiene a mano y, a falta de otros estandartes, bienvenidos sean los relojes, los edredones, las tazas y las sartenes como ingredientes de este inesperado arco triunfal. Los colegas han formado el pasillo promocional para saltar al césped a recoger su trofeo de autoproclamado campeón de Liga y nosotros nos colamos por en medio, para que el foco de todas las miradas del estadio se vuelva hacia esta vigorosa mayoría de edad.

Cuando tal día como pasado mañana, el 23 de octubre de 1989, mi compañero de página Ricardo Martínez -ahora mismo el mejor y más codiciado ilustrador de la prensa europea- y yo mismo comparecimos por primera vez ante ustedes, estábamos lejos de imaginar lo alto que volaría esta cometa. A la vez que miraba a las estrellas, la tripulación cruzaba los dedos. Había que ser desde luego muy audaces para lanzar un nuevo periódico con cuatro duros de capital social, mientras se gestaba la gran crisis económica de los 90. Novecientas y pico semanas después podemos ufanarnos de haber protagonizado la crónica de un éxito sin parangón en la prensa europea del último cuarto de siglo porque podemos rendir cuentas del cumplimiento de un compromiso sagrado.

Nos presentamos como «un nuevo periódico para una nueva generación de lectores» y lo hemos sido. Dijimos que «EL MUNDO no servirá jamás otro interés sino el del público» y que «jamás utilizará la información como elemento de trueque u objeto de compraventa en el turbio mercado de los favores políticos y económicos» y lo hemos cumplido. Dijimos que «toda noticia de cuya veracidad y relevancia estemos convencidos será publicada, le incomode a quien le incomode» y ahí están las hemerotecas para acreditarlo. Dijimos que «toda investigación periodística, alentada por el derecho a saber de los lectores, será culminada, le pese a quien le pese» y aquí nos tienen, esperando respetuosamente la sentencia del 11-M para relanzar nuestras pesquisas, sea cual sea el veredicto de los jueces, sobre esas zonas de sombra incompatibles con la memoria de los muertos y la dignidad de los vivos.

Con cerca de 350.000 ejemplares de difusión controlada, casi un millón y medio de lectores de nuestra edición impresa y más de 10 millones de usuarios únicos de nuestra versión electrónica, EL MUNDO es ya el verdadero líder de la información mundial en castellano. En total cerca de 12 millones de personas extendidas por todo el planeta, incluidas las elites de la sociedad española e iberoamericana, sin olvidar un creciente número de hispanos residentes en Estados Unidos, confían en nuestros criterios informativos y analíticos. Al menos entre dos y tres millones más que los que lo hacen en los de nuestro principal competidor.

Las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados, máxime cuando media una auditoría o incluso, en el caso de Internet, la certificación de la huella electrónica que deja cada clic en los archivos informáticos. Las cifras de OJD y Nielsen se publican con regularidad en España y cualquiera puede hacer la comprobación de entrar en el medidor Alexa (www.alexa.com), integrado en el grupo Amazon y especializado en comparar la audiencia de todos los sitios electrónicos del mundo. Si se rastrea el ranking de los 500 primeros, encabezado por los grandes buscadores y proveedores de servicios como Yahoo, Google y Microsoft, sólo aparecerán dos grandes diarios de información general: el mítico The New York Times en el puesto 216 y EL MUNDO en el puesto 308. The Guardian -el mejor diario británico en la Red- aparece en el lugar 553, The Washington Post en el 726 y Le Monde en el 1.087.

El siguiente periódico español es el Marca, líder mundial de la información deportiva en cualquier idioma y desde hace unos meses parte también del grupo Unidad Editorial que los promotores de EL MUNDO fundáramos en aquel vertiginoso año 89 como instrumento empresarial al servicio de nuestro proyecto intelectual. Para encontrar otro diario generalista en castellano en el ranking de Alexa hay que descender hasta el puesto 598 donde aparece ese mismo colega que, entre los relojes y la loza, acaba de quedarse sin sitio para exhibir un atributo -la independencia- hace tiempo sacrificado en el altar de los negocios de toda índole de sus propietarios. El mismo colega que fue expulsado de la OJD por hacer trampas de forma aleatoria, con tan mala suerte que uno de sus días con mayor número de accesos resultó ser el Viernes Santo. El mismo colega al que Nielsen acaba de reducir en un 38% su estimación de audiencia tras comprobar serias irregularidades en el cómputo de su tráfico.

Traigo a cuenta todos estos datos y sucedidos no sólo to set the record straight, es decir, para dejar las cosas en su sitio en términos de liderazgos y de audiencias, sino también como representación de la descomunal impostura que viene escenificándose desde hace unos meses en el periodismo español. Asistimos a la farsa mediante la que un grupo edificado sobre los favores gubernamentales más obscenos pretende cerrar el paso a un audaz y animoso competidor que trata de acampar en su mismo espacio ideológico, negándole no ya el pan y la sal del reconocimiento al mérito de todo emprendedor, sino el propio derecho a la existencia. Y encima lo hace con el estigma de su presunta proximidad al poder, sin que se le caiga la cara de vergüenza. Ahí tenemos al implacable y despótico Tlaloc, dios azteca de la lluvia, quejándose del chirimiri.

Es cierto que el concurso que ganó la última concesionaria de la televisión analógica estaba hecho a la medida de este nuevo grupo con el que tantas sonrisitas intercambia el presidente. Pero otros pudieron presentarse y no lo hicieron y el verdadero escándalo, por no hablar una vez más de lo ocurrido con la concentración en la radio, estuvo en la graciosa transformación por el artículo treinta y tres -aprobado el día de la festividad de San Queremos- de una licencia de televisión de pago en una licencia de televisión en abierto. ¿Por qué se rechazó la solicitud de nuestro grupo de que, aplicando un criterio de flexibilidad equivalente, se nos permitiera emplear la licencia de televisión digital de Veo TV para emitir provisionalmente en analógico, en consonancia con el principio de neutralidad tecnológica vigente en la UE? Muy sencillo, porque el Gobierno de Zapatero tampoco se fía de nosotros.

Y escribo «tampoco» porque esa misma fue la actitud coincidente de un gabinete como el de González que nos era hostil hasta los tuétanos y de un gabinete como el de Aznar con cuyo acceso al poder tanto tuvo que ver nuestro periódico. No es casualidad que ni la editora de EL MUNDO ni el Grupo Recoletos que ahora han confluido en la nueva Unidad Editorial tuvieran la menor opción en un sector como el audiovisual, sometido a un régimen de arbitrarias concesiones administrativas. Si la fusión de ambas casas ha puesto de relieve que hemos sabido hacerlo mejor que bien en la prensa diaria -la suma de lectores de EL MUNDO, Marca y Expansión supera a la de cualquier otro grupo español-, que hemos alcanzado posiciones hegemónicas en casi todos los sectores clave de la prensa especializada -Telva, Yo Dona, Actualidad Económica, Diario Médico, Marca Motor, La Aventura de la Historia, Descubrir el Arte- y que somos los requetelíderes mundiales en la prensa electrónica en español, ¿cómo es posible que no hayamos tenido nada que decir en la radio o en la televisión? Es obvio que porque no nos han dejado.

A veces alego medio en serio (por el fondo de la argumentación), medio en broma (por lo inverosímil del supuesto), que si yo hubiera estado en el lugar de tales gobernantes, acostumbrados a lo que un grupo de profesores de la Universidad de Chicago acaba de describir como «esa deferencia de la prensa hacia el poder, tan profundamente arraigada en la cultura y rutinas del periodismo», tampoco me habría fiado de nosotros. Tanto EL MUNDO como Recoletos nacieron bajo el impulso de profesionales empeñados en elevar el listón de la excelencia informativa y en desempeñar la función social propia de los medios de comunicación en una democracia; y eso ha sido siempre difícilmente compatible con la actitud genuflexa que demandan los reyezuelos repartidores de los permisos de circulación por las ondas.

En el aludido ensayo titulado «When the press fails...» -«Cuando la prensa falla...»- sus autores (*) sostienen que gran parte de la prensa norteamericana no es que esté de rodillas, sino que ha pasado ya, abierta de piernas, a la pasiva entrega del decúbito supino y eso explica su fracaso al no detectar las mentiras de la Administración Bush sobre las armas de destrucción masiva y apoyar la catastrófica invasión de Irak. De ese pecado no podrá acusarnos nadie. Si alguien pensaba que aunque, fieles a nuestro espíritu pacifista, hubiéramos estado en contra de la primera guerra del Golfo, íbamos a ser en cambio complacientes con la segunda por el hecho de que quien implicara a España en el conflicto, en un grado o en otro, no fuera ya un adversario como González sino un amigo como Aznar, pronto quedó en evidencia cuán equivocado estaba.

Debo reconocer que al repasar las 900 Cartas del Director que han ido apareciendo en esta página durante los últimos 18 años, la que me produce una sensación más agridulce es la que publiqué al filo de la reunión de las Azores con el título de Cien argumentos contra la invasión de Irak. Siempre es reconfortante que los hechos hayan avalado una postura que parte de nuestros lectores no compartía entonces, pero vistas las averías que ese monumental error de José María Aznar ha causado durante el último lustro en la mecánica y carrocería política de un vehículo tan fundamental para la cohesión de la España constitucional como el Partido Popular, casi podría añadir que me apena haber tenido razón.

A esta hora de hacer balance de nuestra contribución adolescente al proceso democrático español lo relevante, en todo caso, es constatar que hubo un periódico que llegó a la conclusión de que un gobierno al que había apoyado durante una legislatura y media y al que le unían lazos ideológicos y personales de cierta entidad, estaba cometiendo una equivocación grave; y se puso a la cabeza de la manifestación cuando llegó el momento de denunciarlo. Una pauta de conducta bien distinta a la de quienes, disponiendo de todos los datos que vinculaban a sus amigos al crimen de Estado, el saqueo de los fondos reservados y la corrupción prefirieron mirar para otro lado, criminalizar a quienes íbamos poniendo las pruebas de todo ello encima de la mesa y convertir en oro su silencio protector.

Por cierto que, no teniendo nada que ver en el orden moral los errores del poder con los delitos del poder, cuando hace unos días atisbé un artículo con el título de «Mentiras y mentirosos» y la firma de Felipe González no pude por menos que dar un respingo, imaginando que por fin -más vale tarde que nunca- el don de la contrición había sido otorgado al ex presidente. Incluso la lectura de su primer párrafo llegó a hacerme presentir una completa confesión para la posteridad: «Rectificar es de sabios. Hacerlo a medias cuando las evidencias son tan abrumadoras es quedarse atrapados en la mentira. Para colmo, en política, la verdad es lo que los ciudadanos perciben como verdad, no lo que los políticos tratan de que parezca verdad». ¡Cáspita, el reconocimiento del montaje de los GAL en los propios labios de su mayor protagonista! Estaba empezando a emocionarme, cuando ya en el segundo párrafo me di cuenta de que se refería a unas confusas declaraciones de Rajoy sobre Irak. «Los milagros, Sancho, son cosas que suceden rara vez».

Cuánto ha llovido en estos 18 años, antes y después de que primero en el tribunal de las urnas (marzo del 96) y luego en el de la Sala Segunda del Supremo (julio del 98) viviéramos el memorable triunfo de la información sobre el encubrimiento. Ahora estamos en un periodo de sofronización colectiva en el que los derechos y deberes constitucionales se diluyen en el batido de fresa de la simpática ética indolora gubernamental. Ya se sabe, parafraseando a Thomas de Quincey, que el tobogán de la degradación humana es tan irreversible que se empieza negociando políticamente con ETA y se termina haciendo bromas con la ortografía. A nadie le puede sorprender en este contexto que haya quien, ocupando uno de los más altos sitiales del presbiterio, se pregunte en voz alta para qué sirve el periodismo y se vea obligado de inmediato a aumentar el cuerpo de la letra para camuflar su incapacidad de responder, de igual manera que los malos predicadores alzan el tono cuando no tienen nada que decir.

El periodismo sirve para buscar la verdad. Así de sencillo. La verdad accesible, la verdad parcial, la verdad incompleta, la verdad posible, la humilde verdad con minúscula, pero la verdad a fin de cuentas. Por eso frente a esa «deferencia hacia el poder que implica la disposición a asumir la narración de los hechos del Gobierno» que tanto escandaliza a los profesores de Chicago, EL MUNDO pone el foco día tras día en la vulneración de los derechos humanos más básicos por parte de los aliados nacionalistas de Zapatero, mantiene todas las luces de alerta encendidas ante la inquietante evolución de nuestra economía y, desde luego, se reafirma en las principales conclusiones de la investigación independiente sobre el 11-M que ha venido realizando, prácticamente en solitario, durante los últimos tres años y medio.

En primer lugar tenemos claro que aunque la mano de obra fue islamista, nadie ha podido determinar -y eso incluye al juez Del Olmo, la fiscalía y las acusaciones particulares que lo han intentado en la vista oral- quién concibió, planificó, organizó y puso en marcha la masacre. O sea, la decisiva «autoría intelectual». Consideramos en segundo lugar que no se ha demostrado cual fue el explosivo que estalló en los trenes y eso amplifica todas las sombras de duda sobre la fiabilidad de algunas de las pruebas clave. Estamos seguros en tercer lugar de que existen importantes responsabilidades por depurar en las Fuerzas de Seguridad dada la condición de confidentes de gran parte de los imputados. Y nadie podrá apartarnos, por último, del convencimiento de que la instrucción sumarial ha sido tal mezcla de negligencia, manipulación y chapuza que han quedado por explorar importantes caminos alternativos al de la versión oficial en relación a aspectos esenciales de la trama.

Si el criterio del tribunal -que en todo caso analizaremos con tanta minuciosidad como respeto- avala alguna de estas premisas sentiremos por primera vez un soplo de viento en las velas, pero si no lo hace continuaremos remando contra corriente, pues no estamos ni desanimados, ni aburridos, ni cansados.

Tanto en la cultura hebraica como en la china, el número 18 es signo de buena suerte. A los hindúes les conduce directamente hasta su gran poema épico el Mahabarata, dividido en 18 secciones, durante las que 18 ejércitos libran la guerra durante 18 años. En la más prosaica sociología occidental constituye el umbral de la madurez y por lo tanto el momento en que alguien puede votar, firmar contratos o ser perseguido penalmente. Puesto que nosotros fuimos lo suficientemente precoces como para que todo esto nos sucediera hace ya bastante tiempo, bien lo podemos compensar, ahora que nos hemos hecho mayores, conservando todo el ímpetu, el entusiasmo y el anhelo por perseguir la felicidad, contribuyendo al conocimiento de causa de los españoles, con que hace 18 años empezamos a ser EL MUNDO.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

(*) When the Press Fails: Political Power and the New Media from Iraq to Katrina, by W. Lance Bennet, Regina G. Lawrence and Steven Livingston. University of Chicago Press.