El mundo según Osama Bin Laden

El asesinato de Benazir Bhutto ha desestabilizado Pakistán hasta el confín del caos, hasta el punto de que la tensión desborda el escenario de la nación surgida de la partición india, trasmite precariedad a todo su marco geopolítico y arriesga el improbable orden mundial que venía realquilando el vacío posterior a la guerra fría. Un sistema mundial más o menos estable habitualmente no deja de convivir con la existencia de focos de caos y anarquía pero la magnitud de la circunstancia pakistaní tras el atentado contra Benazir Bhutto es algo más, de un potencial capaz de alterar factores y resultados de orden global. El golpe de Osama Bin Laden atenta directamente contra la malla de protección de lo que llamamos mundo libre y que en política internacional tanto como en la estrategia anti-terrorista se vale de peones como el Pakistán de Musharraf.
Haya contado o no con la complicidad fáctica de elementos de los servicios de inteligencia pakistaní, Al-Qaida condiciona las prioridades de Occidente si es que existía la tentación de mirar para otro lado. Ahora mismo la estabilidad es lo fundamental para el mundo, haya o no haya elecciones de Pakistán según el calendario previsto. Estamos hablando de un país con 165 millones de habitantes, con un ejército potente y armas atómicas. Por un tiempo va a carecer de eco el tañido de las campañas en las misiones neoconservadoras que ambicionaban vastos programas de democratización. La situación de Pakistán requiere algo más inmediato y realista, mientras los talibanes operan en Afganistán, Osama Bin Laden aspira a poseer el código atómico, sus redes mejoran en capacidad global y sus futuros guerreros están siendo adoctrinados en las madrasas pakistaníes que financia la Arabia Saudita.

Hasta ahora los Estados Unidos llevaba intentando un zurcido diplomático muy difícil: pagarle a Musharraf para que avanzase por la vía democrática y fuese más contundente con el fundamentalismo islamista, primero pactando el regreso de Benazir Bhutto como candidata y luego confiando en que la falta de complicidad entre Musharraf y Bhutto no tuviera el peor de los desenlaces. Era como cambiar una pieza central de una locomotora puesta en marcha con el ochenta por cien de su disponibilidad. Ya estamos en otra fase, de opciones muy condicionadas por el magnicidio, una de esas fases en que la diplomacia llega al vértigo y puede entrar en pánico. Para el mundo, el riesgo de que el poder nuclear pakistaní vaya a manos de cualquiera -Bin Laden, sin ir más lejos- permite distinguir entre conflicto local y peligro global incluso a quienes no sólo confunden la política internacional con un jardín de la infancia sino que desechan con superioridad moral inmadura el valor de lo estable en un mundo cuya propensión natural es la inestabilidad, un mundo en que el terrorismo no es una reacción de desposeídos frente a oligarcas.

De aquí a la fecha electoral de noviembre, es posible que el primer impacto del asesinato de Benazir Bhutto pase a otro término en la consideración de los candidatos presidenciales por parte del electorado norteamericano pero contará algo más que antes su competencia a la hora de reaccionar ante amenazas exteriores. De algún modo también va a contar transitoriamente en una Europa pusilánime, retardada en la acción, ni tan siquiera preparada para saber lo que será Kosovo cuando llegue el día después. Ayer, la sociedad norteamericana quiso conocer en seguida lo que pensaban los candidatos sobre el atentado en Pakistán; mañana la evaluación de la atrocidad conllevará algunas decisiones. Lo lógico es que sean en el sentido de afianzar la estabilidad pakistaní. Es lo más perentorio: reforzar el Estado en Pakistán para que garantice el esclarecimiento de lo ocurrido y ataje la metástasis del fundamentalismo islámico que tanta cancha ha logrado para Osama Bin Laden.

Ayer Ahmed Rashid, autor de «Talibanes» y «Jihad», describía en «The Washington Post» el gran vacío político que deja el asesinato de Benazir Bhutto en el corazón de un Estado que dispone de armamento nuclear y que parece deslizarse hacia un abismo de violencia y de extremismo islámico. La propuesta sería un gobierno de concentración nacional que tutele el proceso electoral pero a estas alturas la violencia en las calles en la reacción más cierta. En realidad, la violencia -en la calle, el asesinato político como método- es la única verdadera tradición política de Pakistán desde que se desgajó en el proceso de independencia de la India. La expansión del caos dañaría de forma irremediable los cimientos de un Estado semifallido que ya ha tenido la tentación de firmar treguas con Al-Qaida y los talibanes.

En su proyección mundial, el desenvolvimiento del proceso pakistaní es prácticamente impredecible. Enfrascada en precoz campaña electoral, Norteamérica de nuevo habría de ejercer su unipolaridad en un mundo que pide multilateralismo aunque casi siempre con la boca chica. La Unión Europea será otra vez la gran espectadora, nutrida institucionalmente de una retórica minimalista que esconde debilidades crónicas. Es engañarse mucho pensar que un Pakistán en caos no pueda asemejarse pronto a Afganistán -donde España tiene tropas- o a Sudán. Empeorar siempre es el rumbo más asequible. Ahí fuera el mundo abunda en significados ambiguos y amorales. De repente, los personajes resultan ser trágicos. En aquellos páramos, los temores y cuidados del estadista al final casi siempre requieren como respaldo el uso convincente de la fuerza aunque sólo sea para que otra cosa peor no ocupe el vacío de poder, como pudiera ser el caso de Pakistán.

Habrá quien ya se pregunte si no se confió demasiado en Musharraf como aliado de Occidente contra el terrorismo y como hombre dispuesto a convertir una dictadura en democracia. Por otra parte, quién sabe si se podía confiar tanto en el regreso de alguien como Benazir Bhutto. Lo cierto es que en situaciones-límite o tan lejos de control lo más que generalmente se puede es escoger entre dos males y acertar en el mal menor. Ese es el panorama divisable en otros tantos puntos del mundo. Hay un sendero que lleva desde la cueva de Bin Laden al arsenal nuclear que Pakistán quiso tener para plantarse frente a la India en el conflicto de Cachemira. Pequeños roces sin cuidar o hurgados deliberadamente llevan a grandes heridas. Un gesto intempestivo incita a la mayor violencia. Un asesinato político en Pakistán zarandea la estabilidad mundial.

Valentí Puig