El mundo tras la peste

A mediados del siglo XIII se originó en la región china de Yunnan la peste negra, contraída por el ejército mongol durante el sometimiento de aquellos territorios. En 1346, a partir del asedio mongol a la ciudad comercial de Caffia (actual Feodosia, junto al Mar Negro) la peste circularía por las rutas comerciales hasta Constantinopla. Muy pronto Creta, Génova, el sur de Francia, la Península Ibérica y el norte de África se verían afectados por la epidemia que, sólo en Europa, acabó con un tercio de los 75 millones de personas que poblaban el continente entre 1347 y 1354. Con distintos brotes y en diferentes oleadas, la peste negra azotó a los europeos hasta bien entrado el siglo XVIII, aunque nunca con la virulencia desatada en los años centrales del siglo XIV. La muerte, entonces, bailaba con los vivos una danza macabra reflejada en la multitud de pinturas y grabados que han llegado hasta nosotros.

La peste negra interrumpió el proceso histórico que había venido registrándose en Europa desde el siglo XIII, donde los avances técnicos y la roturación de nuevas tierras dieron lugar a un desarrollo agrícola y artesanal que hizo más fluido el comercio entre distintos puntos del continente. Las letras de cambio, los préstamos, las asociaciones mercantiles empezaron a crearse al calor de estos contactos, emergió un grupo social cada vez más influyente -la burguesía- y Europa conoció el resurgir de unas ciudades que, hasta ese momento, habían estado reducidas a su mínima expresión tras la caída del imperio romano occidental.

A nivel político, la fragmentación del poder característica del mundo feudal había dado paso al fortalecimiento lento, pero progresivo, de la autoridad Real. Los reyes, apoyándose en la floreciente burguesía, fueron diezmando el poder territorial de los nobles y empezaron a dibujar el Estado Moderno, que sólo adquiriría madurez a partir del siglo XV. De hecho, antes de la crisis del siglo XIV, la nueva autoridad monárquica pretendió, y consiguió en no pocas ocasiones, la imposición de leyes en todo el territorio del Estado a través de una estructura administrativa y de un aparato burocrático que comprendía, entre otros, órganos de Hacienda y Justicia.

Pero este proceso se quebró con la peste. La enfermedad, el hambre, las guerras -de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, de las Dos Rosas entre los York y los Lancaster- generaron una crisis demográfica a finales del siglo XIV que persistiría hasta bien entrado el siglo XV. En ese difícil contexto no tardaron en estallar protestas campesinas como las de la Jacquerie en Francia, los levantamientos de Wat Tyler en Inglaterra, de los irmandiños en Galicia y de los payeses de remensa en Cataluña. La bonanza económica disfrutada en la centuria precedente se quebró. Agricultura, artesanía y comercio quedaron paralizadas cuando mermó la mano de obra y cayó la demanda. De tal magnitud fue el terremoto -demográfico, social, económico- que hasta el dogma católico se tambaleará, dando lugar a la proliferación de numerosas herejías e, incluso, al Cisma dentro de la propia Iglesia, que durante cuarenta años (entre 1378 y 1417) tendría dos papas: el de Roma y el de Avignon.

La superación de aquella crisis sólo fue posible recuperando primero, y potenciando después, los fenómenos que habían debutado en el periodo de bonanza precedente. Es decir: ante la fragmentación del poder feudal, diseminado entre señores territoriales, la unidad que procuraba un Estado fuerte donde el poder se concentraría en torno al Rey; frente al aislamiento rural, la interconexión urbana. La necesidad de acceder a nuevos recursos, aumentar la mano de obra y coordinar mercados amplios sólo podía satisfacerse derribando las pacatas fronteras de los feudos -esa miríada de piezas que componían el puzzle altomedieval europeo- para construir organizaciones cada vez más fuertes. Ese afán de supervivencia, que hace de la necesidad virtud, puso al europeo en el camino del Estado Moderno, fruto maduro de la evolución política que ya se intuye tras la crisis del siglo XIV.

Como siempre, la crisis está precedida de un periodo de bonanza, transcurre depurando lo que no funciona y arroja como resultado la mutación, el cambio, la novedad que antes de su desencadenamiento tan sólo se intuía, sin cristalizar aún. Estos conceptos pueden ayudarnos a interpretar las consecuencias de una pandemia como la actual, también nacida en China y propagada por las rutas comerciales hasta contaminar todo el planeta gravemente. Una pandemia que azota a una sociedad muy distinta de la medieval, pero cuyas transformaciones pueden regirse por parecidas claves conceptuales. Y es que si, después de lo ocurrido en el siglo XIV, la fragmentación política y el aislamiento feudal demostraron su ineficacia, a principios del siglo XXI nos está quedando claro que, en la lucha contra el coronavirus, sólo la coordinación a nivel continental -si no planetario- es el arma más eficaz contra el enemigo. La Unión Europea sabe que, si quiere sobrevivir, habrá de arbitrar medidas económicas contundentes para salvar a los países miembros más afectados por la pandemia. Eso sí, la solidaridad tendrá que estar acompañada de responsabilidad, si queremos asegurar la viabilidad del proyecto comunitario.

Por otra parte, presos de nuestra inclinación hacia el centrifugado de competencias, la actual crisis ha demostrado el escaso poder efectivo que el Estado español tiene para gestionar desastres. Diecisiete respuestas al coronavirus pese al mando único que el gobierno de España asumió tras declarar el Estado de Alarma demuestran, más allá de la flagrante incompetencia del ejecutivo, que España es un Estado reducido a la mínima expresión, incapaz de diseñar una respuesta conjunta al desafío. Sin especificarlas, el gobierno habló, al principio de la crisis, de Comunidades Autónomas al borde del colapso sanitario, en vez de liderar una estrategia de país -sin fronteras interiores- que pusiera los recursos a disposición de los ciudadanos que los necesitaran, independientemente de su residencia. En estos días asistimos al vergonzoso espectáculo de que no todas las comunidades autónomas que han accedido a la fase uno de la desescalada se rigen por las mismas normas. El caso del País Vasco es flagrante, y todo ello como consecuencia de los pactos bilaterales que va fraguando Sánchez con los "señores" de los distintos territorios, en una suerte de feudalismo del siglo XXI.

La tendencia hacia la superación del viejo Estado nación, pequeño e inerme ante tsunamis internacionales como el que ahora nos afecta, quizá se reafirme tras la crisis del coronavirus; es más, probablemente sólo superando esas construcciones estatales decimonónicas, salgamos de este atolladero. Y la emergencia de grandes Estados supranacionales puede que sea una de las grandes consecuencias que los libros de Historia recojan mañana cuando analicen el mundo post-coronavirus. Por eso las graves situaciones provocadas por esta pandemia ponen en peligro la Unión Europea, a la vez que le ofrecen una oportunidad para transformarse y salir reforzada.

Pero la crisis, además de catarsis y oportunidad, también es incertidumbre, pues la posible consolidación de grandes unidades políticas puede incubar en su seno peligrosos poderes autoritarios. Los tiempos que vivimos son muy duros, y aún resultarán más complicados cuando las consecuencias de la crisis económica -paro, déficit, deuda- se hagan realidad y abandonen el vago ámbito de las previsiones. Entonces, como en el siglo XIV, la protesta social adquirirá fuerza y el desencanto será el caldo de cultivo para los mesías salva-patrias, aquellos que nos redimen del infierno cotidiano prometiendo tomar el cielo por asalto. Y he ahí el peligro, porque la concentración de poderes en pocas manos que resulta útil para superar coyunturas críticas puede convertirse en tendencia estructural, amenazando a unas democracias que, si no luchan, quedarán inermes ante los nuevos poderes absolutos intuidos en lontananza.

Cuidado, porque el siglo XIV hizo mutar la fragmentación política en grandes Estados que evolucionaron hacia las monarquías autoritarias y absolutas de la Edad Moderna. Bienvenida sea la unidad para superar la división, siempre que no sacrifiquemos la democracia. Esta encrucijada histórica exige la firme defensa de las libertades individuales y la igualdad ante la ley, porque tras el florido verbo del mesías palpita la insomne ambición del tirano.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.

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