El mundo visto a los 80 años

Por Santiago Grisolía, profesor de Bioquímica y Biología, premio Príncipe de Asturias, asesor científico de la Unesco y director desde 1980 del International Program of Molecular Citology (EL MUNDO, 26/09/06):

Es conocida la pasión que Santiago Ramón y Cajal sentía por la ciencia, e incluso por la fotografía; pero bastante menos conocido es su talento literario y la sutil percepción de la realidad española que reflejan sus libros. En el último que publicó -con cuyo título encabezamos este artículo-, sin perder su recio estilo literario y su apasionado españolismo, escribió en el capítulo más airado «la atonía del patriotismo integral» que consideraba al nacionalismo catalán casi exclusivamente como origen de «amenazas, veladas o explícitas, de separatismo» y, con mucha mayor antipatía al de los vascos, a quienes llama en ese capítulo «niños mimados de Castilla».

Ya se sabe que uno no se puede fiar mucho de los viejos, ni aunque fueran sabios, pero como también yo supero esa edad y observo con preocupación las tensiones e incluso las contiendas surgidas por hasta diferencias pequeñas entre las personas, me parece oportuno hacer algunas observaciones sobre los cambios de la España que yo conocí de niño y adolescente, la que sufrió la Guerra Civil y ésta tan distinta en que vivimos ahora.

Muchos de estos comentarios han sido estimulados por el presente interés mediático en la recuperación de la memoria histórica, incluso por el recuerdo de Manolete, con quien coincidí en el barco Marqués de Comillas, a bordo del cual crucé por primera vez el Atlántico. Debido a mi larga ausencia de España, durante la mayor parte de la dictadura franquista, me he perdido las vivencias de la evolución de nuestro país desde 1945 a 1976, pero ello quizá me ha permitido detectar más el contraste. Desde luego, la España de hoy no es comparable con la mísera España de mi niñez y juventud, cuando prácticamente no existía la clase media, y había una gran diferencia entre los ricos, que eran pocos, y los pobres. Era una época con escasez de recursos y alimentos, que, como ocurre en todas las contiendas, se agudizó con la Guerra Civil. Entonces los españoles eran bajitos, y yo era alto. Hoy casi todos los jóvenes son más altos que yo. Y no sólo es la genética: coinciden una serie de circunstancias, esencialmente, la buena nutrición. Las ONG que fueron a ayudar a los pigmeos africanos han descubierto que, gracias a las medidas nutritivas adecuadas, los adultos de una tribu alcanzan una altura similar a las de otras tribus.

Pero volvamos a España. La España de la que partí de joven no tenía lo que conocemos como seguridad social ni nada por el estilo. Si un obrero sufría un accidente, se consideraba que había tenido mala suerte, y su familia pasaba hambre hasta que podía volver a trabajar. Ahora tenemos protección social y una excelente sanidad. Antes sólo iban al hospital los que Marañón llamaba «pobres de necesidad», y cuando moría el padre de familia se decía que se había «llevado la llave de la despensa». Claro está, que esto hacía referencia a las familias pobres, que eran la mayoría. Hace unos días me comentaba Elena Bendala que un fontanero le decía que, cuando veía en los documentales la explotación laboral de los niños en el Tercer Mundo, se identificaba con ellos, pues a los siete años había empezado a ganarse el jornal como cabrero. A la mujer se le otorgaba muchísima menos importancia de la que se le da ahora. Tampoco estudiaba habitualmente: el número de médicas, juezas, etcétera, era muy escaso y, en su mayoría, pertenecientes a las clases pudientes. Hoy el número de mujeres que estudian en las facultades españolas sobrepasa al de sus compañeros varones. Y, afortunadamente, un gran número de ellas son independientes económicamente.

La España de la posguerra era la época de una sociedad con todo tipo de carencias, incluso de higiene. No todas las casas gozaban de agua corriente y era excepcional tener agua caliente. Por eso, casi nadie se bañaba. Desde luego, en aquella época, aunque había una asignatura en la segunda enseñanza llamada Gimnasia, se hacía poca; la verdad es que la población no sentía interés por el ejercicio.

Pero ya entonces, los españoles sentían el deseo de mejorar, y entrada la República, se produjo una mejoría en la educación en las escuelas, con un aporte económico y el mayor respeto social a los maestros.

Era cuando escaseaban los automóviles familiares, y podía aparcarse en cualquier sitio, cuando las braguetas de los pantalones se cerraban con botones, en vez de cremalleras, y cuando había serenos y mozos de cuerda. Pero también estaba la llamada Policía Moral, e impedía las conductas «licenciosas», como mostrar el torso en la playa.

No quiero verme a mí mismo como Don Hilarión y sus amigos, lamentándose por los cambios, pero no puedo dejar de enfrentar al hambre de mi infancia, la creciente obesidad actual; a la falta de higiene, los frecuentes baños y duchas actuales -aunque sigo lamentando algún sudor por el olvido de jabones y desodorantes-; frente a la antipatía hacia la gimnasia, la patente afición de los jóvenes de ahora por el ejercicio y el deporte; y las playas nudistas, y las que no lo son, donde los jóvenes y los ancianos toman el sol apenas cubiertos; y frente al respeto y temor hacia los maestros de mi época, el maltrato que algunos jóvenes infringen a sus profesores.

Claro que por aquella época no se hacían estadísticas, a diferencia de ahora en que emanan por doquier, quizás por su utilidad política. Ya se sabe el dicho de que hay tres tipos de mentiras: las pequeñas, las grandes y las estadísticas.

Hay muchas cosas que, para bien o para mal, no han cambiado mucho, como esa mezcla en el temperamento español, independiente de las regiones, de soberbia y servilismo que tanto ha calado en nuestro carácter. Todavía es frecuente en España la lamentable frase: «Usted no sabe con quién está hablando»... y no es improbable encontrar a esa misma persona humillándose ante quienes considera poderosos, ricos o famosos. La fama. Un elemento apenas mencionado en mi infancia y que invade cada vez más nuestras vidas a través de los medios de comunicación, los cuales dan mucho más a conocer a personajes que generan escándalos inconsecuentes que a los profesionales que hacen cada día mejor la vida de todos. Por ello me divirtió tanto el chiste de mi admirado Mingote en que, mientras miran a un científico trabajar, una pareja comenta: «Ahora sólo nos falta un escándalo con una famosa, porque quieren que le den el Premio Nobel».

Ahora tenemos en España algo que no existía cuando yo era niño: el Príncipe, ya que los años de Monarquía que yo viví fueron pocos y, que recuerde, no se hablaba de los Príncipes por una serie de razones, quizá incluidas las genéticas. Ahora tenemos unos Príncipes de Asturias sanos y bien parecidos, y, a mi entender, muchos pseudopríncipes que cuentan con cortes a cuyos cortesanos se les denomina consejeros, secretarios de Estado y directores generales, distribuidos por las Comunidades Autonómicas. Con estos Grandes señores son más difíciles las concesiones de audiencias que con el Príncipe o con el Rey.

Naturalmente, todas estas cortes poseen una flota de coches oficiales, algo que también tienen otros estamentos, como los rectores de las universidades españolas, que para eso son magníficos, un título vitalicio y que, curiosamente, no poseen sus homólogos de grandes universidades americanas, los cuales tampoco cuentan con chóferes -aunque sí les prestan un coche para que ellos mismos lo conduzcan-.

Como vemos, la España de hoy y la que yo conocí en mi juventud son diferentes en muchos aspectos, generalmente muy positivos. Pero hay cosas que no han cambiado demasiado y otras que debemos corregir.

Afortunadamente todavía se cita a don Santiago Ramón y Cajal más que a Einstein.