La gran institución cultural de la que Madrid, como ciudad que la alberga, y España, como reino que la potencia, se sienten justamente orgullosas, cumple hoy 191 años de existencia, camino de su bicentenario, que tendrá lugar en 2019 . No obstante, aunque la primera cifra evidencie una trayectoria tangible, si se atiende al contenido del museo, su historia comienza mucho más atrás, avanzado el siglo XVI en lo concerniente al espíritu coleccionista con ánimo de perdurabilidad. Sin embargo, en lo que atañe a los tesoros que guarda, hay que ir en demanda de centurias muy anteriores, en razón de la presencia de piezas pertenecientes a las civilizaciones clásicas mediterráneas.
En consecuencia, para todos los amantes de las Bellas Artes, ya sean los conocedores especializados o los humanistas eruditos, los selectos contempladores que saborean el momento o los viajeros más apresurados, los estudiantes comprometidos o los que adoran las maravillas del tipo y grado que se les ofrezcan abstrayéndose en ellas, los investigadores de la Historia o los ensayistas y descriptadores de los símbolos cultos o sagrados, el Prado es un ámbito de solaz, un espacio de encuentro y una encrucijada de diálogos. Es un lugar en el que un número abrumador de las creaciones estéticas más sublimes y representativas del genio humano configuran un singular universo de obras maestras, que difícilmente puede ser olvidado.
Considerado unánimemente como uno de los museos más importantes del mundo, debido a la riqueza, calidad y variedad de sus secciones, une a esta deslumbrante función el no menos fundamental protagonismo del mensaje histórico que sus piezas más significativas despliegan como testimonios de un brillante pasado cultural, indispensable para descubrir aún mejor el alma de la civilización occidental en todo su esplendor.
En efecto, si pensar en la palabra museo implica imaginar un ambiente distinto de aquel en el que a menudo el ser humano se mueve cotidianamente, aplicarla al Prado supone la posibilidad de observar y, como corolario, admirar un panorama de obras sugestivo y exquisito, fastuoso y armónico, pero próximo y entrañable, rodeado del inmarcesible prestigio que evocan los nombres de los grandes maestros de las diferentes escuelas europeas. A la vez es menester recordar el grandioso edificio neoclásico de equilibradas y nobles proporciones que custodia tan preciadas joyas, renombrada sede originaria a la cual se han sumado progresivamente otras construcciones, las últimas ya en el presente siglo XXI, con áreas de diferente índole y uso, en razón de las exigencias de los nuevos tiempos y de la más moderna museología.
El Prado, en la actualidad, y después de una andadura no exenta de las borrascas y los peligros, de dispar índole, propios de una historia casi dos veces centenaria (excluyendo la de su sede primigenia, cuya maqueta y proyecto, dedicado inicialmente a las Ciencias Naturales y no a las Artes, se mostraron a Carlos III en 1785, empezándose poco después), cuenta con un complejo agrupamiento de series artísticas fabulosas que supera con mucho el ámbito pictórico que le confiere fama imperecedera. Abarca en torno a las ocho mil pinturas de las diversas escuelas españolas y europeas en general, comprendidas entre el siglo XII y el comienzo del XX; así como esculturas, que pueden clasificarse desde la Antigüedad hasta el apogeo ecléctico del mundo europeo decimonónico en la transición del siglo XIX al XX; dibujos y grabados de diferentes épocas y escuelas; variados objetos que van de los muebles y la orfebrería a las piedras duras y las porcelanas; una gran biblioteca y un inmenso archivo de documentación, miniaturas, monedas y medallas, de muy distinta categoría, todo lo cual completa un panorama de incomparable riqueza cultural, que puede analizarse desde innumerables puntos de vista.
El Museo del Prado posee una personalidad propia y distintiva que le diferencia de sus homólogos del mundo, ya que integra varias facetas esenciales: el reflejo de una historia milenaria, la de España, con sus anhelos, compromisos y fases culturales; el refinado gusto de los soberanos españoles, Austrias y Borbones, así como los de sus círculos cortesanos inmediatos, principalmente a lo largo de los siglos XVI, XVII, XVIII y parte del XIX, en relación directa con pintores excepcionales, tanto de las tierras hispanas como de las extranjeras; las ideas y curiosidades de un país sacudido por crisis durante ese último siglo, más anclado en el consumo de creaciones propias que deseoso de las novedades exteriores, a la inversa de como aconteció en el pasado; a la vez que una visión de devociones y sentimientos religiosos que, desde los tiempos medievales hasta el comienzo del XX, han determinado imágenes para la espiritualidad cristiana.
El trascendental hecho de proceder sus fondos, en una gran medida, de las Colecciones Reales de España, debido a la decisión del Monarca fundador, Fernando VII, implica la riqueza en ellos de las efigies de monarcas y príncipes, las actividades cortesanas oficiales venatorias o lúdicas de aquellos y de las clases privilegiadas, los conceptos decorativos de las residencias regias con mitologías y alegorías, las costumbres y tradiciones, al igual que los hechos históricos y las relaciones con países próximos o remotos, sobre los que la Corona ejerció su dominio; de ahí el gran número de obras procedentes del norte de Europa —especialmente las provincias de Flandes— o del ámbito mediterráneo, primordialmente las regiones de Italia, y, en contrapartida, la relativa escasez de piezas de otras escuelas, aunque estén bien representadas, como acontece con la francesa, algo menos la holandesa, y escasamente las británicas o las germánicas. Además, el coleccionismo de la Corona contó con importantes obras religiosas, a las que se sumaron las de similar temática procedentes de la incorporación al Prado, en 1872, del Museo de la Trinidad, con innumerables pinturas de carácter devoto y los legados, donaciones recibidos más adelante, a partir del momento en que la institución pasó a ser un museo nacional (hasta entonces era el Museo Real), a raíz de las confiscaciones de las propiedades regias, como consecuencia de la Revolución de 1868, que costó el trono a Isabel II.
Por todo lo que antecede, y recorriendo la historia casi dos veces centenaria del Museo del Prado, cabe apreciar que sus fondos se han configurado esencialmente en el XIX con la Colección Real y el Museo de la Trinidad. Un poco antes, en 1870, se añadieron los cartones de tapicería procedentes de la antigua Real Fábrica de Tapices madrileña, sumándoseles desde el segundo tercio del siglo, durante todo el XX y el comienzo del XXI, las aportaciones de las compras del Estado español y las donaciones de los coleccionistas privados, fueran estos personas físicas o empresas, todo lo cual prosigue y ha ayudado a reforzar el papel socio-cultural de una de las colecciones artísticas más importantes y deslumbradoras, sugestivas y reveladoras del planeta.
Juan J. Luna, conservador del Museo del Prado.