El nacionalismo despliega sus alas

Las ideas falsas nunca mueren. El nacionalismo y el marxismo devastaron el siglo XIX y el XX, pero, cual vampiros, reaparecen. El marxismo parecía haber recibido la estocada final con la caída del Imperio Soviético, pero queda la doctrina oficial de China, lo que no es baladí, renovada en nuestros tiempos por Xi Jinping, el presidente más anclado en esta ideología desde Mao Zedong. El marxismo, sin relación con la realidad y rebatido por todas sus experimentaciones, ronda las universidades y el pensamiento económico, como pone de manifiesto el éxito de Thomas Piketty, «El capital en el siglo XXI». Mientras quede confinado a los libros de brujería y los campus, un pecado de la juventud que adopta posturas revolucionarias, este marxismo no tendrá consecuencias para las sociedades occidentales. No sucede lo mismo con el nacionalismo, que, recordémoslo, ha sido en la historia la ideología simétrica del marxismo, basado en la pseudociencia de la etnicidad, la supuesta comunidad de destino de las naciones, la negación de la responsabilidad personal y el rechazo burdo de la economía tal y como funciona realmente.

El nacionalismo despliega sus alasDe todas las ideas falsas que circulan en el mercado político, el nacionalismo se lleva actualmente la palma. Contemos sus victorias: el Frente Nacional, primer partido de Francia en los comicios regionales del 6 de diciembre; victoria electoral del Partido Justicia y Solidaridad (PiS), frenéticamente ultranacionalista, en Polonia; popularidad casi totalitaria de Viktor Orban en Hungría, basada en su xenofobia; resurrección de los nacionalismos catalán y escocés; y progresión de los partidos nacionalistas helvéticos (UDC), noruegos (Partido del Progreso), italianos (Liga Norte) y holandés (Partido de la Libertad). Y, por último, Donald Trump, que se niega a abandonar el escenario y que se vuelve cada vez más popular a medida que intensifica su retórica xenófoba y que exalta una raza estadounidense imposible de encontrar. Todos estos líderes se parecen y se juntan. A Marine Le Pen le gusta Putin, Kaczynski afirma que su modelo es Orban y Trump se ve haciendo negocios con Putin, un tipo de su estilo.

Todos creen que la tierra, la sangre y los muertos fundan una nación, y acusan de traidores a los que consideran que la nación debería ser una voluntad consentida y contractual. Todos estos nacionalistas comparten el odio hacia el otro, el que se supone que está listo para cruzar la frontera o que ya está dentro, ayer el judío, hoy el musulmán. Todos los programas económicos son extrañamente comunes e incoherentes, ya que proponen el regreso al nacionalismo económico que, al privar a los pueblos de los intercambios, nos devolvería a la Edad Media.

¿Deberíamos estar tranquilos precisamente por esas incoherencias y porque, de hecho, los pueblos son mestizos y la economía es mundial? Lo que debería inquietarnos más bien son los estragos que este discurso nacionalista causa en la razón común; sabemos que los Duces, si acceden al poder, no se vuelven razonables, sino que aplican su programa aunque sea devastador y, cuando fracasan, acusan al otro.

Preguntémonos por qué razones el vampiro nacionalista resurge en el momento en que pensábamos que Europa, la globalización económica, el espíritu de tolerancia y el mestizaje de las etnias y de las ideas lo habían matado.

Aunque pueda parecer sorprendente, mencionaré en primer lugar el retroceso de la religión cristiana, ya que esta imponía unos rituales de vida colectiva y unas costumbres caritativas y ocupaba la mente. El nacionalismo me parece una religión de sustitución porque reproduce otra comunidad, no la de los creyentes, sino una más arcaica, la tribu. Los líderes nacionalistas son jefes de tribus, míticas por supuesto. Otros, más economistas, considerarán que el nacionalismo está determinado en todas partes por la depresión económica, ya que el temor fundado o supuesto al empobrecimiento, la pérdida de un empleo o la imposibilidad de encontrar uno llevaría a buscar un salvador con ideas más sencillas que las de los teóricos de la economía de mercado y a señalar a un cabeza de turco como causa de nuestros problemas. ¿Qué se puede responder a los nacionalistas? La peor postura es la del frente del rechazo, el «¡no pasarán!», para la que en algunos países ya es demasiado tarde y en otros –Francia, Estados Unidos–, Cataluña (sic), Holanda– refuerza la importancia del líder tribal.

Más valdría iniciar una reflexión autocrítica sobre los puntos débiles del discurso no populista, tanto de derechas como de izquierdas. La mediocridad del discurso europeo es una de las razones fundamentales del resurgimiento del tribalismo nacional. La estupidez económica de la clase política dirigente en Francia, tanto de derechas como de izquierdas, es una causa importante del declive nacional. El elitismo de los dirigentes demócratas y republicanos en Estados Unidos ha abierto la vía a la retórica estúpida, pero al alcance de todos, de Donald Trump. En resumidas cuentas, el nacionalismo renace de sus cenizas porque es inmortal (tal vez genético), pero solo progresa por la mediocridad de sus adversarios. Condenar con desprecio el nacionalismo no sirve de nada; solo una autocrítica seria haría que el vampiro volviese a su letargo.

Guy Sorman

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