Por Mikel Buesa, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (ABC, 20/12/03):
La formación del gobierno catalán mediante el pacto suscrito entre los partidos de la izquierda, socialista y comunista, con el nacionalismo radical, ha puesto sobre el tapete la espinosa cuestión de la distribución regional de los recursos públicos y, por tanto, de la solidaridad entre los habitantes de las distintas Comunidades Autónomas. Ello porque, atendiendo a dicho pacto, los nuevos ocupantes de la Generalitat pretenden reducir a la mitad la aportación neta de Cataluña al resto de España, que se gesta en el desequilibrio entre los ingresos que el Estado obtiene en la región y los gastos que realiza en ella. El socialismo catalán -y, de paso, el conglomerado verdi-comunista- asume así la vieja reivindicación del nacionalismo que ya formuló hace tres décadas, cuando agonizaba el franquismo, en su Introducció a l´economia de Catalunya, el destacado economista Ramón Trias Fargas: «No cabe una Cataluña rica que se desentienda de otras regiones españolas pobres. Estamos dispuestos a contribuir ampliamente, pero opinamos que la administración de esta contribución efectuada en Madrid resulta cara e ineficaz, por un lado, y autoritaria, centralizada y poco democrática, por el otro».
El profesor Trias Fargas -que, para el final de los años sesenta, estimó, con rigor más que discutible, el déficit fiscal de Cataluña en el 48 por 100 de los ingresos obtenidos por la hacienda estatal- alimentó, tal vez sin proponérselo, una especie de victimismo que algunos de sus epígonos han llevado hasta el extremo de considerar que el resto de los españoles son verdaderos expoliadores de la laboriosidad de los catalanes. Quien con mayor claridad ha expresado esta idea es el también distinguido economista académico Xavier Sala i Martin, para el que «un argumento importante que se tendría que utilizar para valorar los costes y beneficios de la independencia -se refiere a la de Cataluña- es el déficit de la balanza fiscal... El beneficio principal, según dicen, es la «solidaridad interregional». Pero una cosa es la solidaridad y otra que te roben la cartera». Así pues, parece que desde la perspectiva independentista, la cuestión fundamental con relación a este asunto consiste en evitar el robo de la cartera o, al menos, que el ladrón te deje parte de lo que lleva dentro. Tal ha sido el planteamiento del programa de gobierno que lidera Pasqual Maragall.
Un objetivo así, sobre todo si se reviste de una apelación a la eficiencia, sería aceptable aún cuando, como se ha destacado en los últimos días, tanto desde el entorno gubernamental como desde el medio académico, podría derivar en una redistribución territorial de la financiación autonómica en general favorable para las regiones más prósperas y perjudicial para las de menor nivel de renta. Y ello, porque indudablemente la cartera ha de ser más productiva y generará una mayor riqueza en manos de su esforzado dueño que en las de los rateros. Por tanto, aparentemente, aunque para gran parte de los españoles pueda resultar irritante, el programa de Maragall está revestido no sólo de la legitimidad que dan los derechos de propiedad, sino de la que proporcionan los egoístas argumentos abstractos de los economistas.
Pura apariencia. Lo que hay detrás de todo esto no tiene nada que ver ni con el logro de una mejor asignación de los recursos -o sea, con la eficiencia-, ni con la existencia de una política más o menos centralista y autoritaria de distribución territorial de los dineros públicos, ni casi con la economía regional. En efecto, como ha demostrado otro señalado investigador académico, Ángel de la Fuente, en un clarificador trabajo publicado por el Instituto de Análisis Económico de Barcelona, la anatomía de la balanza fiscal de las regiones españolas es, en esencia, el resultado de la existencia del Estado del Bienestar o, si se prefiere, de la búsqueda de la equidad en la distribución personal de la renta. Conviene detenerse en las tres principales conclusiones de este estudio. La primera señala que «la actuación del sector público contribuye de manera muy notable a la reducción de las disparidades de renta entre regiones... (y que) este efecto redistributivo proviene en exclusiva de la recaudación tributaria», de manera que la mitad de él es fruto del funcionamiento de los impuestos directos, un 30 por 100 corresponde a las cotizaciones sociales y el quinto restante es atribuible a la imposición indirecta. La segunda destaca que «el grueso de los saldos fiscales regionales refleja el resultado del proceso de redistribución personal», pues la diferencia entre el gasto en protección social y los ingresos tributarios conforma el 87 por 100 de esos saldos. Y la tercera recalca que, restado el gasto social, «las (demás) partidas de gasto tienen un limitado efecto redistributivo», siendo entre ellas las más destacadas las que aluden a los programas de incentivos regionales y de ayudas a la agricultura y la pesca.
Pues bien, si esto es así, resulta evidente que lo que desde el nacionalismo se considera como el robo de la cartera no es otra cosa que lo que desde el socialismo se propugna con las políticas de equidad entre los ciudadanos. Y, por tanto, es también claro que cualquier intento de preservar la propiedad de la cartera en manos de quienes inicialmente la obtienen, redundará en perjuicio de los que, como fruto de los derechos instituidos en atención a las circunstancias personales de cada uno, se benefician de las ayudas sociales que engloban el Estado del Bienestar. Dicho de otra manera, el desiderátum propugnado por el programa social-nacionalista de Maragall es, en el marco español, profundamente reaccionario y apunta con precisión de artillero a la línea de flotación del socialismo en tanto que ideología y proyecto político para el conjunto de la sociedad. Pues, ¿qué quedará de éste, después de renunciar con buenas razones a la dictadura del proletariado, a las nacionalizaciones y al intervencionismo estatal en la economía, si en la práctica se abdica también de la preservación y ensanchamiento de los derechos sociales inspirados por el ideal de igualdad entre los seres humanos?
Siempre he creído que el ejercicio de la política, más allá de las necesarias dosis de oportunismo, debe estar sometido a límites morales bien definidos tanto a partir del núcleo irrenunciable de las ideas que hacen específica la opción de cada partido, como de la consideración de que el poder no puede ser nunca un fin en sí mismo, sino más bien un instrumento para hacer que aquellas encuentren reflejo en la sociedad, dando solución a los problemas de la ciudadanía, pues no debe olvidarse que el poder no se alcanza sino que te lo dan los otros. En el caso que ahora nos ocupa, tales límites han sido ampliamente sobrepasados, pues se evidencia que el nacionalismo -esa «cara de la destrucción», ese «rostro tan repelente como los diversos fundamentalismos», según lo ha definido Inre Kertesz- arrasa cualquier noción de progreso hacia la igualdad; y lo hace porque la pasión del poder obnubila la mente, oscurece el pensamiento y doblega la voluntad. Bueno será entonces que quienes han emprendido tan tortuoso rumbo, corrijan su deriva antes de que el socialismo se vea enfrentado a la catástrofe.