El nacionalismo es la guerra

A mediados de los años 50 ingresé muy joven en la Universidad de Lovaina. Los padres intelectuales de la Unión Europea, como Monnet y Schuman, trabajaban para evitar una tercera hecatombe en un continente que en solo 35 años había sacrificado decenas de millones de vidas, un número mucho mayor de tragedias humanas y devastadoras pérdidas materiales. A los pocos meses, me había convertido en un activista en materia de libertades civiles y en europeísta convencido.

Una idea emergía con claridad: el nacionalismo, seña de identidad de los regímenes autocráticos europeos, era uno de los principales culpables de ambas guerras mundiales. Mario Vargas Llosa ha contado recientemente cómo, en la Barcelona europeísta que vivió en los años setenta, se hablaba y escribía sobre democracia y libertad. El nacionalismo representaba un pasado obsoleto.

Casi simultáneamente, José Bono ha relatado una agria discusión mantenida con Pasqual Maragall, en presencia de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos, Jordi Pujol, Manuel Fraga y otros líderes políticos, con ocasión de una cena ofrecida por el embajador de Portugal. El entonces presidente de las Cortes consideraba incompatible el pacto firmado por Maragall y los nacionalistas independentistas catalanes con el programa socialista recién aprobado. Debo a Enrique Barón, expresidente del Parlamento Europeo, el texto del último discurso de François Mitterrand en esa Cámara. Su lectura es claramente aconsejable para quienes apoyan las posiciones nacionalistas extremas. Eterno perdedor frente a Charles De Gaulle, creador de la V República francesa, Mitterrand fue un personaje complejo, al tiempo humanista y maquiavélico. Europeísta convencido, sabía que la alternancia política resultaba clave para consolidar la nueva Constitución y perseveró hasta conseguir la Presidencia.

El 17 de enero de 1995, Mitterrand, aquejado de una enfermedad terminal, pronuncia un discurso ante el pleno del Parlamento Europeo. Tanto él como los diputados presentes saben que es su última intervención. El hemiciclo de Estrasburgo escucha con la atención que merecen las ocasiones históricas. El orador consigue a duras penas mantenerse en pie durante el acto: es su hora de la verdad, así que entra en materia:

«Las circunstancias de la vida quisieron que naciera durante la Primera Guerra Mundial y que participara en la Segunda... Viví mi infancia en un ambiente de familias destrozadas que mantenían animosidad y, a veces, odio contra su enemigo de la víspera… Francia, a lo largo de su historia moderna, había guerreado contra todos los países de Europa, con la única excepción de Dinamarca…». Mitterrand, en tono grave, continúa: «Este es uno de mis últimos actos públicos, es indispensable transmitir… entre vosotros hay muchos que recordáis los consejos de vuestros padres, las heridas de vuestros países… la tristeza, el dolor de las separaciones la presencia de la muerte sin más justificación que la enemistad fratricida entre europeos. No debemos transmitir ese odio, sino, muy al contrario, la oportunidad de la reconciliación, que debemos –es importante decirlo– a quienes a partir de 1944-45, ensangrentados y con sus vidas personales destrozadas, tuvieron la audacia de concebir un futuro basado en la reconciliación y la paz. Y es lo que hemos hecho!».

Tras recordar su propia experiencia en una familia «que practicaba las virtudes humanitarias y la benevolencia, pero mantenía animosidad hacia los alemanes», recuerda su experiencia como prisionero de guerra y se sorprende de que sus carceleros alemanes admiran y quieren a Francia: «No pretendo acusar a mi país: no es, ni mucho menos, el más nacionalista entre los europeos; el problema era que cada uno veía el mundo desde el lugar en que se encontraba y ese punto de vista era, en general, deformante. Debemos vencer nuestros prejuicios!».

Mitterrand eleva el tono: «Lo que os pido es casi imposible de cumplir, ya que nos obliga a vencer nuestra historia, pero, si no lo hacemos, debemos saber que una sola regla (el nacionalismo) volverá a imponerse. Y, señoras y señores diputados, ¡el nacionalismo es la guerra! Y la guerra no solo representa el pasado, puede también ser nuestro futuro, y son ustedes, los diputados, quienes serán en adelante los guardianes de nuestra paz, de nuestra seguridad y de ese futuro». En este punto, la totalidad de los parlamentarios tributan, en pie, una de las más intensas y prolongadas ovaciones en la historia del Parlamento Europeo.

Mitterrand moriría unos meses más tarde. La democracia española seguiría sufriendo las consecuencias dramáticas del nacionalismo violento, hoy en vías de superación. Inexplicablemente, casi dos decenios tras el discurso histórico de Mitterrand, el nacionalismo secesionista catalán –que se define como no violento– pretende una auténtica agresión hacia muchos de sus ciudadanos y el resto de los españoles: derribar el orden constitucional y quebrar la nación más antigua de Europa, tras cinco siglos largos de fructífera convivencia.

Resulta ineludible proclamar de nuevo con claridad, como hizo Mitterrand, que el nacionalismo es parte de lo peor de nuestra historia y que jamás conseguirá ser aceptado en la UE, creada para superar su dramático pasado.

Carlos Falcó, marqués de Griñón y miembro fundador del Colectivo Libres e Iguales.

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