El nacionalismo es la guerra

Por Antonio Papell, escritor (ABC, 29/05/06):

«LOS nacionalismos son la guerra». El lacónico aserto, que no requiere la apoyatura de grandes argumentos, formó parte del testamento político de Mitterrand, que fue leído solemnemente ante el Parlamento Europeo. La evidencia recogida en la afirmación escueta del último verdadero estadista francés ha tenido su constatación trágica en Europa en los diversos genocidios de los Balcanes hace apenas unos pocos años; de ahí que resulte abochornante constatar cómo los nacionalismos de nuestro país han contemplado con ojos aborregados el referéndum ensangrentado de Montenegro, última consecuencia política de un viejo drama recurrente que deja tras de sí la estela de brutales crímenes de lesa humanidad.

No hace falta, sin embargo, mirar tan lejos ni trasponer episodios más o menos remotos a nuestra realidad para entender que el nacionalismo es particularismo devastador, egoísmo disolvente y factor de debilitamiento democrático, toda vez que defiende la existencia de unos derechos colectivos, proclives a todos los populismos, que casi siempre son incompatibles con los principales derechos individuales, que son la base de nuestro humanismo clásico y del modelo demoliberal, y los únicos que pueden objetivarse y contrastarse en un Estado de Derecho. En los últimos tiempos, en concreto, desde que se ha advertido el descarado afán de mejorar el autogobierno de las comunidades llamadas históricas, caracterizadas por la existencia de fuerzas políticas autóctonas, se ha visto con claridad el efecto destructivo de una singularización que, además de perseguir el exótico derecho a la diferencia, reclama sin ambages más recursos para sí, menos «solidaridad» y menos vínculos que establezcan obligaciones de afectividad, siempre onerosas. Muchos demócratas no nacionalistas que siempre tratamos con afabilidad y comprensión a los nacionalismos periféricos, que también desempeñaron un papel relevante en el advenimiento de las libertades y en la formación del régimen democrático, hemos caído del caballo al descubrir la insolidaridad de unas fuerzas que no han tenido el menor reparo en agitar las balanzas fiscales de las comunidades autónomas para reclamar menos redistribución económica entre los territorios.

Como acaba de apuntarse, los nacionalistas, sobre todo los catalanes, tuvieron un papel eminente en la formación del régimen. Miquel Roca, una personalidad política excepcional y por ello mismo poco representativa, desempeñó una labor admirable en la búsqueda y la consecución del consenso constituyente que dio a la luz la Carta Magna del 78. Gracias a aquella síntesis fructuosa, la mayoría social, la opinión pública más caracterizada, pensó durante mucho tiempo que era ciertamente posible y aun deseable mantener una dialéctica pacífica centro-periferia, como la que durante mucho tiempo -probablemente, por el influjo benéfico e inteligente de Pujol- enriqueció el proceso político español. Durante las dos primeras décadas del régimen, y a pesar del cáncer de ETA, las minorías periféricas desarrollaron un efecto sustancialmente estabilizador y modernizador, que se manifestó en forma de una cooperación leal con las minorías mayoritarias estatales y de propuestas constructivas que, cuando se adoptaron, enriquecieron el sistema socioeconómico.

Sin embargo, por un cúmulo complejo de razones que no es posible desarrollar íntegramente en estas líneas, el nacionalismo periférico se ha exacerbado. En el País Vasco, tras estrellarse el PNV en Lizarra, las fuerzas autóctonas lanzaron el plan Ibarretxe, un desafuero rupturista al margen de la Carta Magna, que, suscitado en pleno fragor de la violencia etarra, tensó las relaciones políticas hasta causar una conflictividad sin precedentes en el sistema de relaciones institucionales (incluso se habló claramente de la pertinencia o no de aplicar el artículo 155 C.E.). Y tras Euskadi, Cataluña entró en una deriva semejante después de la retirada de Pujol en 2003, con la particularidad de que, en esta ocasión, también el socialismo se ubicó bajo la pátina del catalanismo exacerbado que dio a luz una propuesta estatutaria urdida completamente al margen de la Constitución. En este caso, un rapto de buen sentido del presidente Rodríguez Zapatero y del líder de CiU Artur Mas ha permitido reconducir la situación pero ya quedará por siempre escrito el desafuero que, con abrumadora mayoría, fue aprobado por el Parlamento de Cataluña y remitido a Madrid. Ese día, Cataluña perdió el prestigio de la proverbial sensatez que la adornaba.

Ha habido, en fin, un cambio relevante en la percepción del nacionalismo por la opinión pública, una mudanza muy notable en la relación centro-periferia. Los vínculos entre minorías y mayorías, que fueron predominantemente cooperativos, se han cargado de recelos, que son los que asimismo experimenta una parte relevante de la ciudadanía. Y ello tendrá sin duda consecuencias políticas de importancia si no remite la desconfianza y no se restauran los puentes semiderruidos que estuvieron tendidos hasta no hace tanto tiempo. Consecuencias que no pueden afectar al sistema electoral, que prima a las minorías nacionalistas concentradas en una comunidad autónoma, porque se desfiguraría la inmutabilidad de las reglas de juego, base de la democracia, pero que sí han de redundar en unas relaciones distintas entre las grandes fuerzas estatales y las formaciones periféricas. Nuestro sistema electoral proporcional fomenta las alianzas entre las fuerzas estatales y las minorías nacionalistas, que adquieren así gran influencia... Pero esta influencia depende, como es obvio, de la posición de la otra minoría estatal y de las relaciones que los dos grandes partidos turnantes mantengan entre sí. Y frente a la desmesura disolvente de unos nacionalismos ensoberbecidos, parece exigible -ya no solamente lógico- que las dos grandes fuerzas cooperen siquiera tácitamente en el afianzamiento de un sistema político que ha llegado brillantemente hasta aquí y que no da síntomas de agotamiento ni de obsolescencia para la inmensa mayoría de los ciudadanos. En este asunto, el PP y el PSOE habrían de hacer como quería Goethe: «No preguntemos si estamos plenamente de acuerdo, sino tan solo si marchamos por el mismo camino».