El nacionalismo, los manchegos y García Pavón

En su muy recomendable Viaje al corazón de España, Fernando García Cortázar, a su paso por La Mancha, hace un rendido homenaje de Plinio, el personaje novelesco de Francisco García Pavón. Dice el historiador bilbaíno que este policía "se enfrenta al crimen sin el desgarrado cinismo de otros detectives de ficción". Plinio, a la sazón jefe de la guardia municipal de Tomelloso, es un hombre respetado y admirado por sus conciudadanos, pero es uno más entre ellos. Y como ellos aspira a una vida de trabajo y a una existencia sencilla con su rato de expansión, esto es: acostarse pronto, jugar un rato a las cartas y tomarse una caña con su amigo Lotario en el Casino San Fernando.

García Cortázar ha acertado a sintetizar en pocas líneas lo que García Pavón supo plasmar como nadie en sus novelas, cuentos, memorias o ensayos: la idiosincrasia de los manchegos. Plinio, quintaesencia de esa idiosincrasia, "representa -a juicio de Cortázar- la educada elegancia de la gente del interior de España", que se ha acostumbrado, o tal vez transigido en exceso, a que ciertos "periféricos" la miren normalmente por encima del hombro. Según Pavón, el carácter manchego vendría a ser el resultado de una entereza, hecha de trabajo y aguante a unas duras condiciones de vida, y de una humildad sufrida pero digna, del que se ha visto ninguneado por otros españoles sin que esto dañe su estima.

Los que hemos nacido en La Mancha (un accidente como otro cualquiera, sin mayor mérito, y por el que nunca hemos cobrado peaje ni obtenido ventajas) profesamos una admiración infinita y prácticamente unánime a la obra de Francisco García Pavón, y nos sentimos en deuda con él. El escritor de Tomelloso supo, como nadie, dar forma en sus personajes al carácter de tantos manchegos anónimos que de manera sentenciosa expresan una sabiduría que viene de lejos y se ha ido amasando durante siglos en diálogo paciente con los otros y en un trato esforzado con la tierra. En fin, es justo reconocer que Pavón construyó una suerte de espejo múltiple en el que podemos mirarnos y a veces reconocernos sin complacencia, los manchegos. Porque el acierto esencial de Pavón es que no se dejó llevar ni por el "nacionalismo" de la patria chica ni renunció a una visión crítica de la tierra y sus paisanos, a los que conocía "bastantico" bien.

En el comienzo de El reinado de Witiza, la novela más redonda y recomendable de la serie policial, en la que Pavón, como es habitual en él, combina maestría narrativa con sabias y humorísticas disquisiciones, señala la aridez de la tierra manchega y el rigor de su clima. "Es una tierra con muy mala leche -dice Plinio-. Me place la gente castellana porque ríe lo justo y no presume... Pero el campo y el clima, para su madre". La falta de aliciente o dulzura de la tierra, que a juicio de Plinio caracteriza a la Mancha, no le impide reconocer el amor por ella, si acaso lo intensifica y lo hace más meritorio. Es lo que opina Amalio Recinto, el personaje del exiliado republicano en México, que en Una semana de lluvia, otra novela de Plinio, no ha podido resistir, a pesar de los pesares, regresar a Tomelloso: "La tierra tira más que la madre. ¿Qué coño de raíces nos fijan a donde nacemos?"

Somos los manchegos unos "nacionalistas" sin señas de identidad consagradas y sin reivindicaciones históricas pendientes ni agravios victimistas. De hecho se podría considerar esta falta de historia o de hechos colectivos históricos con anterioridad al siglo XVI, una seña de "desidentidad" nacional. Pavón nos advierte en uno de los ensayos que ha acaba de reeditar Almud Ediciones con motivo del centenario del nacimiento del autor (Estudios manchegos. Tres ensayos y una carta), que la falta de Edad Media en la historia de La Mancha se traduce en una religiosidad más bien tibia y un carácter poco fanático. Miel sobre hojuelas. Lo nuestro viene siendo desde los orígenes un pasar silencioso y sin ánimo de molestar. ¿Por humildad? No, por timidez, diría Pavón según su teoría de la personalidad manchega. Pero esto no nos impide, como arriba ya señalé, que tengamos pasión por la tierra, pero sin el narcisismo que dejamos para los nacionalistas fatuos y pesados.

Para mayor abundamiento, esta carencia de sentimientos patrióticos nos acerca, entiendo que venturosamente, a una suerte de nacionalismo sin nacionalismo, un nacionalismo de bajísimo perfil y sin enjundia, tan irreal como nuestro paisano más ilustre. Sí, don Quijote. Al irreal personaje cervantino, y por extensión a todos los símbolos quijotescos, lo hemos convertido por arte de birlibirloque en oficialista rasgo de identidad. No deja de tener su gracia que un personaje de ficción, por cuya cuna los eruditos locales, a principios del siglo XX, se peleaban queriendo naturalizarlo de su pueblo (Azorín, La ruta del Quijote), se haya convertido en nuestra mayor referente "nacional". Y eso que, Cervantes, cuando describe la geografía manchega, no se preocupa de caracterizar el paisaje con rasgos topográficos reconocibles ni pone las bases para lo que podría haber sido uno de los pilares de la identidad manchega. Quiero decir que, como ha señalado el profesor Joaquín González Cuenca, la geografía manchega descrita en la novela de Cervantes carece, la mayor de las veces, de precisiones que impide identificar los lugares, salvo algunos muy concretos de sus aventuras, por ejemplo el episodio de la cueva de Montesinos. Es una de las pocas excepciones, porque todo lo que Cervantes describió allí es comprobable todavía hoy sobre el terreno.

A decir verdad, si nos atenemos a la letra y al espíritu del libro, el diálogo que mantiene el Quijote con los manchegos de su tiempo no se caracteriza ni por el entendimiento ni por la hermandad. El único que lo soporta, y todos sabemos por qué, es Sancho Panza. En fin, no nos conviene hacernos mala sangre nosotros mismos, pero tampoco tapar las vergüenzas como hacen los nacionalistas con pedigrí. Lo diré solo una vez: la forma en que aparecen en el Libro los manchegos de hace cuatro siglos no es muy edificante que se diga. Claro que otros han logrado maquillar su historia de piratas y crímenes sin muchos remilgos y con mucha ficción, y de la mala. No todos han tenido la suerte de disponer de un escritor de la talla del creador de nuestro "texto fundacional". Además nosotros lo enseñamos en las escuelas, no para que los mancheguitos glorifiquen al héroe, sino para que se rían con sus delirios y extravíos, y con nuestros propios defectos y cazurrerías, que tan bien supo retratar Cervantes.

En los ensayos citados Pavón caracteriza la idiosincrasia manchega y dibuja la biología de tierra, evitando incurrir en el elogio fácil y en la idealización falsificadora. Al contrario hace un repaso muy crítico, desapegado, casi apático, de lo que entiende como rasgos definitorios de un carácter que, a su juicio, estaría determinado de manera naturalista por las duras condiciones físicas del terreno. Encontramos en este primer, casi juvenil, Pavón, un discípulo estricto y riguroso de Hipolito Taine. En fin, un naturalismo, que más tarde, en sus novelas, quedaría atemperado casi siempre por el humanismo y el humor, que caracteriza el mundo pavoniano adulto.

Pavón regateó el nacionalismo fácil en consonancia con el carácter apocado que, según él mismo, nos caracteriza a los manchegos. Tampoco se apuntó después, ya en los años setenta, al regionalismo bobo que nacería en los años setenta en la España democrática, ni al nuevo provincianismo que traerían el Estado de las Autonomías y los nacionalismos periféricos. Pavón fue muy manchego, pero sin falsos idealismos ni fanatismos simplones. Son abundantes los comentarios críticos del narrador y sus personajes, como los arriba citados, en que expresa desafección a la propia tierra y a los paisanos manchegos, a los que define una manera de ser y de estar sin presunción, que a veces se podría confundir con la abulia.

En las circunstancias actuales, en que el supremacismo catalán ha tergiversado todo con sus abusivas demandas, se pensaría que esta actitud es resignación. Y no. A los manchegos no nos duelen prendas en reconocer las virtudes ajenas, pero desde la profunda convicción igualitaria de que, como dice Plinio, "nadie fue nunca más que nadie ni menos que el otro".

Manuel Alberca (Arenales, Ciudad Real, 1951) es doctor en filología española por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático de literatura española en la Universidad de Málaga. Es autor, entre otras obras, de La espada y la palabra. Vida de Valle Inclán y El pacto ambiguo.

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