El nacionalismo sin paradojas

La nación es un enigma y el nacionalismo un enigma levantado sobre otro enigma. No es raro. Lo han repetido los mejores estudiosos del asunto: el nacionalismo no es el resultado de la nación, sino que, al revés, el nacionalismo se inventa la nación en nombre de la cual habla. Más exactamente, en los términos, adaptados, de Rodríguez Abascal, en Las fronteras del nacionalismo: un conjunto de individuos (los nacionalistas) sostienen que otro conjunto más numeroso es una nación y se proclama su portavoz. Se proclama tanto que, como si de un pater familias se tratase, incluso se considera en condiciones de sentenciar acerca de sus emparejamientos, por decirlo en fino: “(El mestizaje) será el fin de Cataluña (…). Para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más, y también la disuelve, pero llega un momento en que ya no la disuelve” (La Vanguardia, 23-8-2004). La inspiración intelectual (“la pureza”) de Jordi Pujol no es conmovedoramente cívica, pero, como argumentaré, no puede ser otra si el nacionalismo quiere ser político.

El problema no es la retórica del nacionalismo, sino que todos, sin reparar, estamos presos de su andamiaje conceptual. No es que nos pasemos la vida discutiendo sobre naciones. Eso, como tal, no es malo. Hasta es razonable. Quizá resulte fatigoso y envilecedor intelectualmente, pero razonable: aunque Dios no exista, las religiones sí y deciden la vida —y la muerte— de muchas gentes. Por eso filósofos y científicos serios entretienen obras enteras en desmenuzar tediosas tesis teológicas. No acostumbran a ser sus mejores trabajos, porque todo se pega, pero es que, a su parecer, no les queda otra.

Con todo, me temo que, en nuestro caso, andamos en ello no para desactivar la ficción, sino porque nos enredamos en ella. Se observa muy pronto. Así hablamos de “el grupo catalán” o “los catalanes” para referirnos a los nacionalistas. Incluso muchos no dudan en calificar como “anticatalanes” a los críticos del nacionalismo.

Pero la cosa es más grave, porque, más allá de las escaramuzas diarias, sucede que buena parte de las reflexiones teóricas acerca de la idea de nación dan por bueno el relato de los nacionalistas. Basta con ver esa singularidad epistémica, también observada por Rodríguez Abascal, por la que los estudiosos de un grupo, a la hora de caracterizarlo, asumen el punto de vista —adoptan el uso de nación— del propio grupo o, más exactamente, de los nacionalistas: unos cuantos se ven como nación y los demás decimos que estamos ante una nación. Esto no va de suyo; en realidad, el relato en primera persona es, si acaso, lo que necesita explicación, no lo que explica. Ningún psiquiatra comparte las fantasías de su paciente esquizofrénico, aunque le salga a cuenta cobrarle el doble. Que muchas gentes crean en algo no dota a ese algo de fundamento: ahí están los OVNI y los dioses. Incluso quienes creen en marcianos no apelan a su propia creencia, a que ellos creen y son muchos, sino a razones y pruebas más o menos desquiciadas. (Algo que no deberíamos olvidar cuando se nos habla de “dar respuestas políticas” al reto secesionista: la verdadera respuesta política consiste en discutir las exigencias y sus supuestos, ver si son justas o cómo se han formado, que las preferencias (o hipotéticas demandas) no están más allá de valoraciones. Y no importa el número: muy probablemente, el 100% de los ricos está en contra de los impuestos).

El enigma de la nación, con todo, es solo el preámbulo de otro mayor: el nacionalismo como movimiento político, en especial ese extraño empeño en “extender la conciencia nacional”. Ese es el núcleo de su programa y el punto de partida de la madeja de paradojas a las que se enfrenta, al menos, mientras suscriba una idea voluntarista —no la citada de Pujol— de nación, según la cual existe una nación cuando un conjunto de individuos creen que son… una nación (o tiene voluntad de serlo). Porque la política nacionalista de extender la conciencia nacional solo tiene sentido bajo el supuesto de que los individuos no creen que son una nación y, eso, en virtud de la idea de nación, quiere decir que no constituyen una nación, que no existe la nación que el nacionalismo invoca. Vamos, que si se apuesta por el nacionalismo no hay nación. Y si, por otra parte, se sostiene que hay una nación, esto es, que los de por allí creen que son una nación, entonces lo que no tiene sentido es el nacionalismo, la extensión de la conciencia nacional.

La paradoja se puede intentar salvar por tres caminos: desvincular el nacionalismo de la extensión de la conciencia nacional; fundamentar la nación en algo distinto a la voluntad, en algo objetivo, en la lengua, la raza, en la etnia o la identidad; asumir que los individuos están alineados e ignoran cuál es su verdadera nación. La primera desactiva al nacionalismo. Las otras dos, que salvan al nacionalismo como movimiento político, nos devuelven a la idea de nación de Jordi Pujol.

La primera reduce al nacionalismo a un problema convencional de derechos. Los miembros de una comunidad política se pueden agrupar según distintos criterios: sexo, color de la piel, religión, nivel de renta, edad. Casi todos ellos dan pie a experiencias compartidas, pero de ahí no se deriva ninguna legitimidad especial como grupo. La justificación de su acción política común existe solo cuando, en virtud de sus rasgos, se ven privados de derechos, como sucedió con los movimientos de derechos civiles. En ese caso, su objetivo político atendible consiste en convertirse en ciudadanos como los demás, no en ciudadanos aparte. Si esa posibilidad se les niega, se justifica su ruptura con la comunidad política y sus decisiones. De ahí mismo arranca el reconocido derecho a la secesión (remedial seccesion) de territorios no ocupados: una violación persistente de derechos humanos básicos. La secesión no se sostiene en la simple voluntad de separarse, sino en ausencia de democracia o injusticia. Si hay democracia, no cabe la secesión. Más exactamente, la secesión hace imposible la democracia: si yo me marcho porque no me gusta lo que todos hemos decidido, no hay decisión verdaderamente democrática.

La segunda, cimentar la ciudadanía en la identidad, plantea muchas dudas acerca de la calidad moral del nacionalismo. La ciudadanía no está vinculada al cumplimiento de la ley, sino a un contenido esencial: se es ciudadano solo en la medida en que se comparten ciertos rasgos. Hay ciudadanos de primera, más puros y otros de peor calidad, en la medida que comparten menos rasgos que han de “integrarse” (sin estropear la pureza). De ahí se siguen con naturalidad la exclusión, la simple descalificación —como conciudadanos— de los discrepantes (“antipatriotas”) y cosas peores. Es la que asume Pujol, una idea inquietante, pero consistente.

La tercera posibilidad coloca al nacionalismo en la frontera de la contradicción: los individuos creen que son una nación, pero ignoran que lo creen o, en otra versión, niegan ser lo que verdaderamente quieren ser. Tendrían una suerte de “voluntad nacional inconsciente (o latente)” que los nacionalistas, al alentar la “conciencia nacional” y recordar al grupo que “constituye una nación”, intentarían recuperar. En principio, no es imposible que uno no sepa lo que realmente es o hasta que pretenda negarlo. En una película de Douglas Sirk, una hija de negra, con pinta de blanca, se empeña en ignorar su condición. Eso sí, para que ese guion tenga sentido hay que precisar cuál es la “verdadera identidad”, dotar de contenido a lo que no se quiere ser, pero se es. Se puede decir, por ejemplo, que mi propia lengua no es mi lengua propia, la verdadera: una idea absurda, pero inteligible. En todo caso, la operación no sale gratis. Cualquier intento de salvar esos desbarajustes requiere abandonar la retórica democrática o voluntarista y recalar en la nación étnica o identitaria: hay que precisar qué es lo que realmente se es o que es lo que se quiere que se sea (“es catalán todo aquel que vive y trabaja en Cataluña y quiere ser…. catalán”): la identidad genuina.

Como se ve, el nacionalismo, como movimiento político, tarde o temprano, se ve obligado a prescindir de toda decoración democrática o voluntarista. Vamos, lo de Pujol otra vez. El nacionalismo sin paradojas. El único camino. El de siempre.

Félix Ovejero Lucas es profesor de la Universidad de Barcelona.

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