El narcisismo nacionalista

La peor de las pestes: el nacionalismo (Stefan Zweig, El mundo de ayer, 1942).

La personalidad narcisista se caracteriza, entre otros rasgos, por su inmunidad a cualquier autocrítica, por un sentido grandioso de la propia importancia, que le hace creerse superior a todos los demás, así como por una percepción exagerada de sus propios derechos, negándose a admitir haber participado en la creación de los problemas, que siempre se atribuyen a circunstancias exteriores. "El narcisista, deslumbrado por sus propias fantasías de grandeza y omnipotencia, pierde el contacto con la realidad social" (Hans-Jürgen Wirth).

Las mismas características del narcisismo individual se reproducen en el colectivo, que es el que se encuentra en el origen de todo nacionalismo. Freud hablaba, al ocuparse de la psicología de las masas, del "narcisismo de las pequeñas diferencias" (el fet diferencial), que es el que explica la razón por la cual un grupo de personas se siente superior a todos los restantes.

En el nacionalismo catalán, que al final ha desembocado en un independentismo, concurren, naturalmente, todas estas características comunes a los demás nacionalismos.

No me voy a ocupar aquí de ese sentimiento de superioridad del independentismo catalán respecto del resto de España, remitiéndome, para dar sólo algún ejemplo de ese sentimiento, al artículo de Albert Boadella publicado en este mismo periódico el 22 de septiembre del presente año: "En los primeros años de mi niñez me enseñaron de forma más o menos subrepticia que, entre la gente, estaban los nuestros y los de fuera. Los de fuera eran el castellans, una gente que, además de hablar una lengua enfática e imperiosa, había que mantener a distancia. Nada bueno podía emanar de tales sujetos ni de sus lugares de origen... Un tufo de miseria, suciedad e incultura emanaba entonces de los de fuera. Nada comparable a nuestra tribu del seny". Y, por lo que se refiere a la megalomanía nacionalista, baste con señalar que: en diversas ocasiones, los políticos independentistas se han comparado con Mandela, Gandhi o Martin Luther King -es decir: con personalidades que, por su heroísmo e integridad míticos, se han convertido en un ejemplo para la Humanidad-; que, desde el Institut de Nova Història, se ha afirmado que Da Vinci, Colón y Cervantes -es decir y respectivamente: el para muchos mayor genio que ha producido la Humanidad, el más importante descubridor de todos los tiempos, y el mejor escritor español o, tal vez, de la historia universal- en realidad, eran catalanes; y que Artur Mas ha mantenido que, con la independencia de Cataluña, ésta se convertiría en "la Dinamarca del Mediterráneo", lo que conllevaría empleo de calidad, bajo paro, salarios altos y un Estado de bienestar robusto y sostenible, afirmación que no deja de tener su gracia cuando es pronunciada por un político de la antigua Convergència, ya que Dinamarca está considerado el país menos corrupto del mundo, sin que Mas se esfuerce en explicarnos cómo con los mismos miembros que integraron ese partido -y que, precisamente por su corrupción sistémica, ha tenido que cambiar de nombre- se puede conseguir una transformación tan asombrosa.

Como no podía ser de otra manera, porque la omnipotencia del independentismo catalán forma parte también de todo nacionalismo, voy a detenerme a continuación con algunas manifestaciones de esa omnipotencia.

El pretendido referéndum de autodeterminación celebrado el 1-O se concibe por los independentistas como un ejercicio del «derecho a decidir». Pero, para que exista un derecho subjetivo (individual o colectivo), es preciso que alguna norma de Derecho objetivo lo reconozca. Que la Constitución Española (CE) no sólo no lo reconoce, sino que lo proscribe expresamente -aunque todavía existe algún independentista que quiere poner en cuestión lo evidente- se deduce de la simple lectura del art. 2 CE, que "fundamenta [la Constitución] en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común indivisible de todos los españoles". Se acude entonces por los independentistas, como Derecho objetivo que ampararía dicho presunto derecho a decidir, al internacional, y, en concreto, a las Resoluciones 1514 y 2625 de la ONU; pero tales Resoluciones sólo consagran el derecho de autodeterminación, primordialmente, en casos de dominación colonial y extranjera (para más detalles cfr. los artículos de la catedrática de Derecho internacional Araceli Mangas y de quien firma esta Tribuna publicados, respectivamente, los días 10-10-2007 y 6-10-2014 en este periódico), y no sólo no lo reconocen, sino que rechazan expresamente un derecho de autodeterminación en circunstancias como las que concurren en Cataluña, ya que en el párrafo sexto de la Resolución 1514 de la Asamblea General de la ONU se establece lo siguiente: "Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de las Naciones Unidas".

Los independentistas catalanes, a pesar de que Artur Mas y Francesc Homs ya han sido condenados en firme por el TS por sus comportamientos realizados con ocasión del referéndum de las urnas de cartón (de mucha menor entidad que el que ha tenido lugar el 1-O), y de que el TSJ de Cataluña ha incoado un procedimiento contra Puigdemont y otros dirigentes de la Generalidad por prevaricación, desobediencia y malversación, afirman, no obstante, que no están cometiendo delito alguno. Pero para constatar que los están cometiendo ni siquiera hace falta haber estudiado Derecho. Porque no acatar una resolución del TC, prohibiendo un referéndum, es algo que recibe el nombre de desobediencia; como recibe el nombre de malversación de fondos públicos, destinar éstos para sufragar los gastos de un referéndum ilegal; y el de prevaricación, es decir: el de dictar una resolución arbitraria, convocar una consulta que el TC ha declarado inconstitucional. Junqueras y Romeva, entre otros, para justificar que no han vulnerado la ley penal, acuden al supuesto argumento de que, en 2005, fue suprimido el art. 506 bis del Código Penal (CP), que castigaba con prisión de tres a cinco años al que convocare, careciendo manifiestamente de competencia, una consulta popular por vía de referéndum; pero, independientemente de que la derogación de ese artículo dejaría intacta su responsabilidad por los otros dos delitos de desobediencia y malversación, hay que decir -y para esto hay que saber algo, aunque no mucho, de Derecho- que lo que el art. 506 bis hizo fue crear una forma especial y agravada -pena de prisión en lugar de sólo inhabilitación- de prevaricación frente a la prevaricación común del art. 404 CP, por lo que, al derogarse el art. 506 bis, reaparece como aplicable ese art. 404 para quien, con manifiesta incompetencia, convocare un referéndum. Cuando los dirigentes nacionalistas que han incurrido en todos esos delitos oponen que su persecución penal, y, en su caso, posterior condena, suponen "judicializar" la política y que todo ello no puede sino calificarse de una "represión injustificada", están dando a entender que, al contrario de lo que sucede con el resto de los españoles, cuando ellos cometen delitos la justicia penal debe permanecer inactiva y que no se puede acudir a la coerción para obligarles a que cesen en su actividad delictiva.

Al aprobar los catalanes la CE, en el referéndum de 8 de diciembre de 1978, con un porcentaje de, nada menos, que el 90.46% de votos "sí" sobre una participación de, nada menos también, que el 67.9% del censo electoral de Cataluña, aprobaron también, con ello, el art. 168 CE, que prevé un largo procedimiento para la reforma de su art. 2º, que se inicia con la aprobación de dicha reforma por mayoría de dos tercios del Congreso de los Diputados y del Senado, de la misma manera que, para la reforma del vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña, aprobado igualmente por sus ciudadanos, los arts. 222 y 223 exigen que ese procedimiento se inicie con la aprobación de la reforma en cuestión con el voto favorable de las dos terceras parte de los miembros del Parlament. No obstante lo cual, con la aprobación de la Ley del Referéndum de Autodeterminación y la de Transitoriedad, los independentistas del Parlament, únicamente por mayoría absoluta, y prescindiendo, además, de todos los trámites posteriores establecidos en el art. 168 CE y 222 y 223 del Estatut, por sí y ante sí, han resuelto derogar ambos textos legales, poniéndose por montera, con ello, el Imperio de la Ley (o la rule of law, como se le denomina en los países anglosajones), que es lo que constituye la esencia del Estado de Derecho.

Cuando se les hace ver a los independentistas que, de acuerdo con el Tratado de la Unión Europea, y como se han hartado de señalar los máximos dirigentes e instituciones de la Unión, la independencia de Cataluña supondría su salida inmediata de la Unión, para convertirse en un Tercer Estado, esos nacionalistas se limitan a decir que eso es imposible, porque ¿cómo podría prescindir la Unión Europea de un país tan maravilloso -de la "Dinamarca del Mediterráneo"- como lo es Cataluña? Cierto también que, con la independencia, Cataluña quedaría fuera de la ONU y que, para ingresar, necesitaría la unanimidad del Consejo de Seguridad y la mayoría de dos tercios de la Asamblea General; pero esto tampoco preocupa a los independentistas, porque, acudiendo nuevamente al mantra del "maravilloso país", ¿en qué cabeza cabe que Cataluña no pudiera pasar a formar parte con carácter inmediato de la ONU?

Los nacionalistas catalanes parten también de que su moneda seguiría siendo el euro con todas las ventajas que ello conlleva, pero parecen desconocer que, al dejar de ser Estado Miembro, carecerían de los instrumentos de liquidez y financiación del Banco Central Europeo.

La Ley de Transitoriedad establece que los ciudadanos de la nueva República catalana, a pesar de ostentar la nacionalidad catalana, podrían mantener también, si ese era su deseo, la española, algo que obviamente no dependería de esa República, sino de España, que es la competente para determinar si, con la adquisición de la nacionalidad catalana, se pierde o no la española. Por otra parte, al convertirse en el equipo de un país extranjero, el Barça ya no podría seguir jugando en la liga española, algo que tampoco parece preocupar a los independentistas catalanes, porque, según ellos, va de suyo que la española Liga de Fútbol Profesional estaría encantada de poder seguir contando con el equipo culé.

Y he llegado al final. La omnipotencia narcisista de los independentistas catalanes no sólo se pone de manifiesto en que se han inventado un inexistente "derecho a decidir" sin respaldo en norma alguna del Derecho nacional o internacional, en que -atribuyéndose la condición de juez y parte- interpretan el CP al margen, no ya de la lógica jurídica, sino de la lógica más elemental, en que se creen que se pueden cometer delitos impunemente y en que, cuando los tribunales les persiguen y les condenan, protestan airados porque eso no es más que pura "represión" y "judicialización" de la política, y en que pueden derogar Constituciones y Estatutos prescindiendo de cualquier procedimiento reconocido en los Estados de Derecho. Esa omnipotencia se manifiesta también en que se atribuyen derechos y privilegios que no dependen de ellos, sino de otras instituciones: se han creído que son, al mismo tiempo, la Unión Europea, el Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU, el legislador español cuando regula materias de nacionalidad, el Banco Central Europeo y la Liga de Fútbol Profesional. Aun partiendo de su omnipotencia narcisista, la verdad es que los independentistas catalanes se han pasado algún pueblo.

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho penal de la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Su último libro, El comportamiento alternativo conforme a Derecho (BdeF, 2017), contiene también una Autosemblanza del autor.

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