El naufragio de un galeón en Japón

De alguna manera, durante 400 años, un jirón de tiempo de la España perdida lo ha custodiado una comunidad de pescadores japoneses, en la pequeña localidad de Onjuku, en Japón. Entre sus angostas playas fueron rescatados trescientos compatriotas españoles de un desastre naval. La historia no por olvidada es menos dramática, salvados por las nadadoras del pueblo, las amas, ellas mismas se preocuparon de que esa humanidad desconocida, sin duda un posible enemigo, no muriese ahogada o por hipotermia. Aun podemos imaginarnos lo que supondría para una localidad económicamente modesta ver doblada su población, proporcionar alimento, ropa, techo, lumbre, cuidados… conmueve toda esa lección de humanidad. El pueblo, como una comunidad del recuerdo, guardó en su memoria aquél evento frente a la más extraordinaria acumulación de circunstancias adversas: la prohibición de todo elemento extranjero en Japón (el sakoku o aislamiento del país durante el período Tokugawa), la destrucción del pueblo por varios sunamis y después la modernización, la indiferencia oficial y la guerra.

¿Cómo se recupera un recuerdo? El naufragio, en 1609, del galeón San Francisco es quizá uno de los pocos puntos en que la piel de ambas culturas, hispana y japonesa, se tocan desde el siglo XVII. Algunos pocos, fuera de los habitantes de Onjuku, como el escritor José Antonio De Ory o el profesor Jun Kimura y algunos intelectuales mexicanos alimentan la llama. Onjuku es un extraño refugio del tiempo, construido durante generaciones por personas ajenas a los prejuicios hispanos, a esa necesidad de transacción entre verdad histórica y justificación política, esa necesidad de adaptar la historia a cada propósito nacional o colectivo.

Las civilizaciones se fundan o mueren de espaldas al tiempo. Del imperio sabemos que cuando menos fracasó su memoria. Incluso quienes descendían de sus conquistadores, oligarquías económicas, estadistas renegaron de él. Fijaron su supervivencia en un rasgo ideológico peculiar que consideraba el pasado común como una época de infancia moral. Sin embargo, esta característica sigue manteniendo su vigor político como se ha demostrado en debates culturales recientes. No obstante, y a pesar de esto, esa aversión militante nunca desembocó en una conformación social específicamente distinta. La disolución de la capacidad de la unidad, la disolución de la capacidad de memoria, sí fueron la consecuencia de una determinada comprensión del pasado que evidentemente ha producido una repulsión o reacción nacional, y que, desde la misma España al último rincón remoto de su cuerpo histórico, ha posibilitado, como un milagro, la multiplicación de los pueblos dispuestos a organizarse políticamente en torno a astillas de historia, astillas de un árbol común, declarado caído.

De esta comunidad de pueblos con largas experiencias históricas comunes, pero con interpretaciones políticas a veces excluyentes, depende uno de los legados arqueológicos subacuáticos más importantes y sensibles.

Sin duda, una parte importante del registro histórico de nuestro pasado hispánico, especialmente el que nos es común con las sociedades americanas, y que residía en el testimonio contenido en los galeones hundidos por todo el mundo, se ha perdido para siempre. El expolio, la industria internacional de la destrucción del legado humano, durante generaciones ha llevado prácticamente a la extinción todo un espacio de historia compartida. De hecho, nos enfrentamos probablemente a la mayor crisis cultural de nuestro momento y desde luego a un crimen cuya dimensión lo categoriza como un crimen contra la humanidad.

Sin esta distorsión de la percepción histórica de los hispanos, oscilando entra la negligencia a la autoconfrontación, la industria cazatesoros no habría alcanzado la madurez y el éxito de que disfruta.

Onjuku nos muestra la capacidad colectiva de vincular de la memoria, el potencial inmenso de aproximar sociedades que pueden poseer unos restos arqueológicos. La originalidad de Onjuku y el galeón San Francisco, y lo que ha hecho posible su limpia comprensión del valor no excluyente del recuerdo es precisamente la ausencia de política y de industria, implicados. ¿Sería deseable poder reproducir el efecto Onjuku en las centenares de localidades adyacentes a patrimonio sumergido de origen hispánico? Es evidente que tratar de un pasado común y hablar de titularidades exclusivas y excluyentes carece de sentido, porque ¿el galeón San Francisco no es acaso un patrimonio que compartimos con esa localidad? ¿Con qué derecho o argumento podría apartarse a Onjuku de participar del destino del galeón? La vinculación de esa comunidad con el San Francisco es tanto originaria como adquirida, ellos han recordado durante 400 años, hoy mismo mantienen un museo y toda una preocupación colectiva por todo lo relacionado con el galeón y su naufragio.

Si España quiere proteger el patrimonio subacuático con el que está culturalmente vinculada debe reivindicar, para sus yacimientos, la mayor protección posible que otorga el derecho a los restos de un buque histórico: la inmunidad soberana, siempre que sea posible. Al mismo tiempo debe buscar la forma de aplicar la tesis del patrimonio compartido, una idea en la que corresponsabilidad y copropiedad, bajo determinadas condiciones, posibilita la cooperación y vinculación de la sociedad española con las sociedades donde descansan esos yacimientos.

Un rasgo nacionalista es aquel capaz de despertar una repulsión recíproca respecto de cualquier materia cultural. Lo hemos visto en el enfoque buscado por el presidente Santos con el galeón San José en Colombia. Avanzar, en el sentido de un patrimonio común y compartido, en lógica respuesta al nacionalismo oportunista y teledirigido, por intereses fuera de la cultura como hemos visto en Colombia, despejará, asimismo, la incógnita de si nuestras sociedades hispanas serán capaces de adquirir la experiencia histórica de la unidad renunciando a toda voluntad de dominio.

Frente a la promesa de las industrias del expolio de redimir el olvido por medio del espejismo del botín, Onjuku ha dado con el elemento fundamental con el que reconstruir la memoria: el amor a un recuerdo.

José María Lancho es abogado.

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