El naufragio del catalanismo

La gravedad extrema de los hechos protagonizados por el secesionismo —es decir, la Generalitat— es de una magnitud tan catastrófica que casi impide pensar en lo que pueda ser el día después. La autodestrucción institucional, la incertidumbre jurídica, el temor inmediato a la inestabilidad, la pérdida de cohesión social y el desacato que enfrenta a Cataluña con el Estado tendrán consecuencias no tan solo políticas y afectarán a toda la ciudadanía. ¿Qué quedará después de un 1 de octubre que va a culminar una tragicomedia de la sinrazón? Por ejemplo, pudiera aglutinarse una suerte de Herri Batasuna que sume los postulados antisistema de la CUP al independentismo más radical y, en general, la indeterminación va a ser un factor desconcertante, incluso si solo es transitorio.

La dimensión de los riesgos actuales y el error histórico que se propugna convierten en hecho colateral lo que llamaríamos la pervivencia del catalanismo. La vida pública de Cataluña desde finales del siglo XIX estuvo impregnada del mix catalanista, con componentes heterogéneos y su posterior evolución hacia un cierto regeneracionismo vinculado a cuestiones identitarias, procedente a la vez del carlismo y del federalismo republicano, de la estrategia arancelaria de la industria téxtil o del romanticismo que lleva a recuperar o reinventar lenguas, mitologías y naciones. El catalanismo se adaptaba a los nuevos ciclos y, de ser una quimera folclórica, pasó a convertirse en un movimiento político sólidamente vertebrado como fue el caso de la Lliga. Tanto el pactismo y la capacidad parlamentaria de la Lliga de Cambó como el retorno de Josep Tarradellas son dos fases eminentes de ese catalanismo hispánico. En paralelo, aunque más vinculada a la idea de nación que a la de sociedad plural, la cultura en lengua catalana tuvo momentos cualitativos, como la Renaixença o el Noucentisme, con un empuje creativo que reaparece en los años sesenta del siglo pasado. Pero ahora mismo, como ocurrió con la insurrección de Companys en octubre de 1934, la razonabilidad de aquel catalanismo tiene aspecto de haber sido episódica.

Al final del régimen autoritario de Franco, el catalanismo reprendió su camino político, hasta llegar a la prolongada hegemonía del pujolismo, una etapa ambigua cuyas luces y penumbras están todavía por escrutar en profundidad. Aparece entonces el peculiar concepto de transversalidad: es decir, el catalanismo debía ser transversal para permear toda la política y, también, para competir con el pujolismo. El socialismo catalán, después de haber tanteado dar continuidad al estilo tarradellista, entró en la transversalidad, hasta el extremo de irse desplazando del catalanismo al nacionalismo. Eso es: hace tiempo que comenzó la desaparición del catalanismo político como actor en la vida pública de Cataluña y de España. ¿Caída final o larga hibernación? Después del posibilismo y la prudencia pragmática, el secesionismo y sus planteamientos primarios representan algo insólito en el paisaje institucional de la UE y en un mundo globalizado porque acción y lenguaje confluyen para configurar nuevas formas de deslealtad constitucional.

El hecho de que la Constitución de 1978 asumiera las aspiraciones del catalanismo autonomista era un logro inmenso, pero al nacionalismo eso no le bastaba. Eso y no la España ladrona es una de las causas, junto a la ceguera histórica nacionalista, de que aquel catalanismo haya sido desestimado como razón vital, para imponer la ruptura unilateral con España. El nacionalismo se proponía conseguir que la nación llegase a ser Estado. El secesionismo ha actuado como acelerador enloquecido, mientras que gran parte de los ciudadanos de Cataluña —identificados o no con la catalanidad— por mucho que consideren que hay agravios, no quieren arriesgarse a romper el vínculo de siglos con España y quedarse en el extrarradio de la UE.

Al convertirse el catalanismo en nacionalismo y transitar hacia el independentismo, las políticas excluyentes han medrado. Con la patrimonialización nacionalista, la lengua y la cultura pierden, sea eso paradójico o no, prestigio social, creatividad y difusión sin que las políticas identitarias asuman una realidad bilingüe que la inmersión lingüística altera y relega. Lo que viene es imprevisible, pero, pasadas las turbulencias actuales y las que se avecinan, el escenario político catalán va a transformarse de modo multidimensional, y, al contrario de lo que representa hoy el secesionismo empeñado en hundir la Cataluña real, tal vez acabemos contemplando un efecto de destrucción creativa.

Valentí Puig es escritor.

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