El nazismo: ¿tan americano como el pastel de manzana?

¿Hay riesgo de nazismo en Estados Unidos? La respuesta corta, a pesar de los preocupantes hechos del fin de semana pasado en Charlottesville (Virginia), es no.

La ciudad, sede de la Universidad de Virginia (fundada por Thomas Jefferson), fue el lugar elegido por nacionalistas blancos, separatistas, neonazis, miembros del Ku Klux Klan y otros grupos de ideas similares para una marcha con esvásticas y antorchas a la manera de los nazis, que continuó al día siguiente con hechos de violencia matoneril. Un supremacista blanco llegó al extremo de lanzar su auto contra una muchedumbre de contramanifestantes, matando a una persona e hiriendo a otras diecinueve.

Los grupos responsables de la violencia en Charlottesville se regocijaron con la elección del presidente estadounidense Donald Trump, el pasado noviembre. Y este se ha mostrado dubitativo a la hora de repudiarlos. Durante la campaña electoral, cuando David Duke (ex “Gran Brujo” del KKK) lo apoyó públicamente, Trump tardó un tiempo escandalosamente largo en rechazar a Duke y sus seguidores; también incitó más de una vez a la violencia, al tiempo que manifestaba ilimitada admiración por líderes autoritarios como el presidente ruso Vladimir Putin.

Tras los hechos de Charlottesville, al principio Trump declaró vagamente que condenaba el odio procedente “de muchos lados”, con lo que puso en plano de igualdad a los racistas y a los que se reunieron para oponérseles. Dos días después, bajo presión en aumento, Trump emitió una declaración más firme, en la que condenó explícitamente al KKK, a los neonazis y a otros supremacistas blancos; pero al día siguiente volvió a culpar a “ambos lados” por la violencia.

Todo esto es repugnante. Pero cualquiera que observe la situación fríamente podrá ver que Estados Unidos todavía está muy lejos de la atmósfera pesadillesca de Alemania en 1933. Las instituciones democráticas siguen funcionando, como lo hicieron durante la crisis de los años treinta. Los partidos opositores no están prohibidos, y los tribunales no perdieron autoridad e independencia.

Además, Trump no es el líder supremo de un partido político con un brazo paramilitar. No hay lugares como Dachau, Auschwitz o Treblinka en construcción. Hasta el proyecto de Trump de erigir un muro en la frontera con México está detenido en la fase de planificación, sin fondos asignados por el Congreso. Este tampoco se dispone a aprobar una “ley habilitante” que confiera poderes dictatoriales al presidente, como la que le dio el Reichstag a Hitler en marzo de 1933. Y sobre todo, hoy la prensa estadounidense está más tenaz y activa que nunca.

Aunque es evidente que a Trump le gustaría el poder omnímodo, no lo conseguirá. No habrá una dictadura nazi en Estados Unidos.

Pero la pregunta correcta no es si Estados Unidos está bajo amenaza de dictadura. Aunque sus instituciones democráticas funcionen, la historia nos enseña que no son inmunes a las maquinaciones de programas políticos virulentamente racistas. De hecho, algunas de las leyes que sirvieron de fundamento al movimiento nazi en Alemania salieron de Estados Unidos.

Con sus vibrantes instituciones democráticas, Estados Unidos era a principios del siglo XX la principal jurisdicción racista del mundo. Un ejemplo obvio es el Sur de las “leyes de Jim Crow”, donde legislaturas blancas imponían la segregación racial y revertían muchos de los avances del período de la Reconstrucción después de la Guerra Civil. Pero hay muchos ejemplos más. Los ultraderechistas europeos también admiraban las políticas inmigratorias de Estados Unidos de aquel tiempo, diseñadas para excluir a razas “indeseables”. En su manifiesto Mein Kampf, Hitler señaló a Estados Unidos como “el único estado” que avanzaba hacia la creación de un orden saludable basado en la raza.

De hecho, en este período, treinta estados de la Unión tuvieron leyes antimestizaje pensadas para proteger la pureza racial. En aquel tiempo, las instituciones democráticas estadounidenses no se opusieron a tales políticas; por el contrario, las leyes antimestizaje salieron del sistema democrático del país, que dio al racismo de muchos estadounidenses vía libre para expresarse. Y los tribunales defendieron estas innovaciones legislativas, apelando a la flexibilidad de los precedentes del derecho consuetudinario para decidir quién podía aspirar a la condición privilegiada de “blanco”.

Los nazis estaban muy atentos. Mientras pergeñaban su propia legislación racial (las Leyes de Núremberg de 1935), estudiaban la estadounidense como modelo.

Así que la pregunta correcta hoy no es si las instituciones estadounidenses sobrevivirán a la presidencia de Trump, sino cómo es posible que sean puestas al servicio de fines injustos. Después de todo, pese a que las viejas leyes raciales ya no están, el país conserva un orden democrático agitado y la flexibilidad del derecho consuetudinario como entonces. Aunque estas instituciones ya no vuelvan a crear las leyes de Jim Crow, la justicia penal estadounidense (por ejemplo) todavía es un modelo de racismo institucionalizado.
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Los estadounidenses deberían avergonzarse de que las instituciones de su país sentaran las bases para la legislación racial nazi. Pero no es la amenaza de un resurgimiento nazi lo que debe preocuparlos (pese a la evidente ambivalencia de Trump a la hora de condenar a los supremacistas blancos), sino que sus instituciones puedan ser herramienta de males que, aunque nos cueste admitirlo, son tan americanos como el pastel de manzana.

James Q. Whitman is Professor of Comparative and Foreign Law at Yale Law School, and the author of Hitler’s American Model: The United States and the Making of Nazi Race Law. Traducción: Esteban Flamini.

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