El negocio de la independencia

Tal como enseña la historia y teorizaba Stendhal a propósito del amor -que también vale para el desamor-, a veces surgen condiciones para la cristalización de los acontecimientos pero no nos damos cuenta, al experimentarlos, por incapacidad de percibirlos de forma ordenada y clara... hasta que los hechos se muestran irreversibles. Luis XVI no creía que aquello fuera la Revolución francesa hasta que fue demasiado tarde y la guillotina le separó la obtusa cabeza del no menos deforme cuerpo. El futuro es imprevisible por definición, pero los partidarios del Estado propio aumentan, mientras que los argumentos de los detractores se debilitan o caen en el ridículo.

Ninguna fuerza política o social, ningún medio de comunicación, partido o grupo de opinión plantea la menor alternativa. A lo sumo, leves retoques del presente. El gap entre la realidad y la independencia es tan grande como el que separa la independencia de cualquier otra salida a un presente muy incómodo. Puede no ser del todo cierto, pero el mensaje del maltrato de Madrid, la impotencia del Gobierno catalán, el único nuestro, unido a las perspectivas de franca y rápida mejora de la economía, el mito de la Holanda del sur, opera sobre una multitud creciente e impaciente. Los síntomas de la ruptura están ahí. La caída económica y social se presenta como inevitable en caso contrario. La cristalización es posible. Puede no llegar o puede precipitar como por accidente. Sea como sea, los catalanes haríamos bien en planificar, prever escenarios y evitar la improvisación.

Uno de los argumentos de la incredulidad o síndrome Luis XVI consiste en afirmar que los ricos y los poderosos de hoy no lo permitirán porque saldrían perdiendo. Por el contrario, opino que este supuesto, tan extendido que se diría unánime, es falso. La independencia conlleva siempre y en todo lugar unas tales oportunidades de negocio que no tardaremos en ver como algunos de los que pasan por los más acérrimos opositores se apuntan con deleite. Llegado el hipotético caso, la independencia sería un pastel. Habría mucho que repartir. Comportaría un número indeterminado pero nada despreciable de nuevos millonarios. O de millonarios que se enriquecerían más allá de lo que con el estatus actual pueden soñar. Estaría por determinar si el negocio sería solo para unos pocos o para la nación, entendida como conjunto de ciudadanos, pero que habría mucho que repartir parece tan evidente que no se entiende que este sea, hasta donde conozco, el primer escrito que destapa el tema.

Por si alguien quiere ejemplos, comenzaremos por las concesionarias de la gran obra pública. Las actuales han crecido a la sombra del Estado central, que las adjudica vía BOE. Aunque algunas tengan participación de catalanes, lo más probable es que crecieran las propias que mantuvieran cercanía con el poder del nuevo Estado.

En todo el mundo, los estados dictan y ordenan dentro de unos límites pero con una enorme discrecionalidad. Solo hay que fijarse en las transformaciones del mapa de sectores clave como la energía o la banca dibujadas desde el poder central español. Ahora mismo, Argentina quiere recuperar YPF y lo puede hacer de la manera que más le plazca. Empieza por anular en cadena concesiones de exploración de nuevos yacimientos. Puede pagar o puede asfixiar a Repsol, o ambas cosas, pero el Estado argentino y la camarilla que lo gobierna tienen el mango de la sartén.

La independencia de Catalunya conllevaría la puesta en marcha de nuevos reguladores. Banco central, mercado de valores, de telecomunicaciones, redes de la energía, etcétera. Del mismo modo que el regulador español se ha cargado las cajas y las da a los bancos, un banco central catalán -siempre en la hipótesis que aquí se trata- podría obligar a los bancos a proveer un fondo destinado a recuperar las cajas. En todo caso, es seguro que el mapa financiero, la red eléctrica y el resto de servicios básicos sufrirían profundas transformaciones a corto o medio plazo. Se podría hacer con una perspectiva social, sobre todo si la independencia comportase, como sería probable, quedar de entrada fuera de las instituciones europeas y sus normas. Se podrían producir nacionalizaciones, con o sin posteriores reprivatizaciones a favor de compañías propias o cercanas. Las opciones de derecha e izquierda cobrarían mucho más sentido.

La independencia supondría la convocatoria de varios miles de plazas de funcionarios, además de los correspondientes medios y altos cargos, ya que el nuevo Estado proveería todos los servicios que hoy están en manos del Estado central español.

Finalmente, el tema primordial del crecimiento económico, vía exenciones y vacaciones fiscales a las empresas que se instalasen en Catalunya. Así creció Irlanda.

Sin duda, la opción mejor para España es el pacto fiscal. Y si no, la confederación.

Xavier Bru de Sala, escritor.

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