El negocio de la reproducción asistida: no es una historia personal

Lo que voy a escribir a continuación no es sólo una historia personal. Es algo que están sufriendo miles de miles de mujeres, y de hombres. Es una historia que pocas veces sale a la luz en toda su crudeza porque quien pasa por esta experiencia acaba tan derrotada que sólo tiene fuerzas para recuperarse. Uno de los ingredientes más perversos de este tipo de testimonio es que los perpetradores de tanto daño son médicos.

Hace tres años decidí que era un buen momento para ser madre, un pensamiento que había demorado por mis estudios de doctorado y mi trabajo. Mi pareja y yo lo intentamos solo durante tres meses, pero la propia demora de aquel deseo hizo que me precipitara y entrara a pedir información en una clínica de reproducción asistida. Lo que pasó allí dentro no es representativo de este negocio, pero está lejos de ser una excepción. Sólo quería una opinión profesional, saber si había algo que pudiera hacer para acelerar el proceso de manera natural, pero el día que entré en aquella clínica caí en una suerte de succionador vital que durante mucho tiempo acabó con la persona que había sido hasta entonces. Tras los primeros análisis, mis valores hormonales eran notables, no presentaba ningún problema reproductivo, y mi estado de salud general era excepcional. Sin embargo el médico me advirtió que después de los 36 años el embarazo natural ocurre con dificultad. Si antes tener un hijo había sido un deseo pero en ningún caso una condición para sentirme plena, el simple hecho de que pudieran siquiera dudar de la posibilidad empezó a convertir el deseo en una obsesión, la misma obsesión que hace que tantas mujeres arriesguen su salud mientras que los médicos siguen animándolas para alimentar un negocio que es una industria cárnica humana, una granja en la que los ovarios se llevan al límite de su naturaleza para expulsar óvulos y dinero.

El negocio de la reproducción asistida: no es una historia personalAntes de que pudiera darme cuenta, motivada por el aura celebratoria de los doctores respecto a mis grandes posibilidades de quedarme embarazada ese mismo verano, me vi iniciando el primer ciclo de extracción de óvulos, sin la suficiente información para saber que, además de un procedimiento caro, es también invasivo, doloroso y con graves consecuencias físicas y psíquicas. En aquel momento yo ignoraba todo esto, y más bien lo consideré un regalo para mí misma, me dije que me lo merecía después de tantos años de trabajo intenso y fuera de mi país. Aquel mismo día me recetaron la primera caja de píldoras anticonceptivas. Los estrógenos pueden entorpecer el proceso de reproducción asistida, pero en muchas clínicas se utilizan para controlar el día exacto del periodo, la manera más rentable de extraer los óvulos de tantas mujeres, en serie, una detrás de otra, y asignar a cada médico un día exacto para la extracción, que se ajusta no al proceso biológico de cada mujer sino a los horarios de la clínica.

Recién despertada de la anestesia del primer ciclo me mencionaron la conveniencia de hacer un segundo para optimizar garantías. El proceso es duro, de dos a tres semanas inyectándote hormonas varias veces al día, algo así como la estimulación de una docena de reglas a la vez, sólo vives para eso, no puedes hacer esfuerzos, no puedes hacer deporte por riesgo a perder los ovarios si sufres una torsión ovárica. Me volvieron a extraer una gran cantidad de óvulos, de nuevo el aire celebratorio, pero a la hora de fecundarlos me anunciaron el falso diagnóstico: esterilidad inexplicable.Me recomendaron hacer otro ciclo más. Por suerte para ese entonces ya sospechaba que a la clínica yo le resultaba mucho más productiva intentando tener un hijo que teniéndolo.

Ahora mismo, a tres años y muchos kilómetros de aquella clínica, estoy embarazada de siete meses, pero después de aquellas experiencias y durante mucho tiempo no quise ni pensar en tener un hijo, me anularon no ya las ganas, sino la salud y las fuerzas. Era consciente de que tenía que recobrar lo que había sido en todos los ámbitos, y más allá de esa reconstrucción no tenía pensamiento más importante. Nadie te advierte que van a mermar tu salud, en mayor o menor medida, dependiendo del caso. Debido a una medicación inadecuada me provocaron una menopausia temporal, durante seis meses, en los que por razones obvias me quitaron la posibilidad de quedar embarazada de manera natural. Se me cayó el pelo hasta el punto de tener que usar gorra para tapar los parches del cuero cabelludo, la debilidad era tal que tenía que sentarme para lavarme los dientes, me dolían las rodillas como si el simple hecho de dar un paso las fuera a quebrar. En aquel momento tenía planeadas unas vacaciones a Tenerife, no las cancelé, pero para llegar a la orilla del mar mi pareja tenía que llevarme en brazos. Hacía poco tiempo que había atravesado a nado el Estrecho de Gibraltar, así que el cambio para mí era aún más drástico y desconcertante. En la clínica me negaron que la inyección que me habían administrado fuera la causante de aquellos síntomas, una medicación que está indicada como quimioterapia para pacientes de cáncer de próstata. Tuve que ponerme en contacto con el laboratorio, que efectivamente confirmó que mis síntomas eran producidos por aquella medicación, pero hasta entonces tuve que pasar por todo tipo de médicos, todo tipo de pruebas y sospechas, desde lupus hasta esclerosis. Además, debido a una mala gestión de las hormonas innecesarias que me administraron, engordé hasta los 68 kilos. Hoy, en este embarazo de siete meses, peso 59. La barriga se me hinchó tanto que los conocidos me paraban por la calle y me felicitaban por estar embarazada. Los daños psicológicos y físicos son tan graves que el aspecto económico deja de importar, aunque se tengan que invertir todos los ahorros. La relación con tu pareja se destruye, temporalmente o, en muchos casos, para siempre.

Hoy, cuando paso por aquella clínica, aún veo la publicidad que ha difundido en enormes paneles por la ciudad: “Te garantizamos el embarazo y el nacimiento”. Cuesta creer que esto no esté penalizado como el delito que es, porque en su ánimo lucrativo ferozmente insaciable tampoco te dicen que a las mujeres que efectivamente presentan casos de infertilidad, les ofrecen óvulos donados por mujeres jovencísimas a las que tampoco les explican los daños que estos procesos hormonales suponen, mujeres que tienen que hormonarse igual que me hormoné yo, con los mismos riesgos. Esto último sucede en todas las clínicas, pues no hay un registro nacional que limite la cantidad de veces que una mujer puede donar óvulos, y aunque se vende como un hecho altruista puesto que la ley no permite la compra de ningún tipo de órgano, sí se ofrece lo que justifican con el eufemismo de contraprestación económica. Lo cierto es que no conozco a ni una sola donante que no lo haga por esa palabra que los relaciones públicas de estos lugares tratan de evitar: dinero.

Esto no es una cuestión personal, es una cuestión colectiva, y no me cabe duda de que en un futuro los libros de historia tratarán los abusos que alimentan muchas de estas clínicas como una de las mayores aberraciones médicas de este siglo.

Marina Perezagua es escritora.

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