El niño como bien social

SI la educación tradicional trataba al niño como a una especie de delincuente leve al que había que estar todo el día amenazando, castigando y conteniendo en sus malignas inclinaciones, la moderna pedagogía de la corrección política ha acabado forjando otras formas más sutiles, pero no menos contraproducentes, de represión, por la vía opuesta de la sobreprotección. Algo de eso es lo que nos cuenta una película que ha sido acogida en nuestros cines con el éxito discreto, pudoroso, de las obras de arte que merecen la pena: «Profesor Lazhar». Su director es el canadiense Philippe Falardeau y la historia que narra es más que verosímil. Es enormemente gráfica. En un colegio de primaria de Montreal, una profesora se quita la vida colgándose del techo del aula cuando los alumnos no están en clase. La obsesión de la dirección del centro y de algunos padres por evitar que ese suicidio traumatice a los niños hace que éste se convierta en un tema tabú en contra del criterio del señor Lazhar, el nuevo maestro y héroe de la historia; un refugiado político de origen argelino que encarna magistral y carismáticamente el actor Mohamed Fellag.

El señor Lazhar no piensa que los niños sean tontos, ni que haya que tratarles como tales. Piensa que, con todo el tacto y la sensibilidad del mundo, pero también con toda la naturalidad posible, se les debe hablar de la tragedia y a la vez permitirles a ellos que hablen, que se manifiesten y se desahoguen, precisamente para que ésta no les marque. El señor Lazhar piensa que lo antipedagógico y lo traumático es más bien el miedo a hablar, la prohibición que no se explica, el tabú, que deforma y magnifica los hechos; los hace aún más dolorosos de lo que puedan ser, y crea ese tipo de culpabilizaciones extraordinarias que hicieron las delicias de los docentes que tuvo mi generación y que no son lo más digno de ser rescatado de aquel memorable bachillerato de los años cincuenta y sesenta, valioso por otras cosas.

A lo largo de la película de Falardeau van aflorando todos los prejuicios de una educación que se considera progresista y que, paradójicamente, guarda asombrosas concomitancias con la cultura represiva de ayer, pues a fin de cuentas de «pura represión» y no de otro asunto se trata en ella: represión de los sentimientos, de las dudas, de las preguntas de los alumnos de ese colegio; de la información que se les oculta o se les brinda a medias, sobre lo ocurrido y sobre las circunstancias que lo rodearon; represión del llanto y del sufrimiento infantiles cuando, teniendo un motivo fundado, se les niega la dignidad y el derecho que poseen el sufrimiento y el llanto adultos; represión de las exteriorizaciones de una culpa que sólo cuando se logra expresar desaparece; evidencia su carácter injustificado e injusto; revela su inconsistencia y devuelve la alegría a un atormentado crío. Represión, no por desdén conservador hacia la infancia, sino por la sobreestimación moderna de ésta, que eleva al niño a la categoría ideológica de «bien social a proteger». Represión que, a diferencia de la clásica, se ejerce en nombre del respeto a dicho tesoro sagrado y se proyecta antes sobre el propio adulto que sobre el niño, pero que, inevitablemente, le acaba alcanzando de rebote a éste en cuanto percibe el dramatismo de la prohibición. Uno de los alumnos guarda el sentimiento de culpa por esa muerte como un secreto. Una compañera suya utiliza ese silencio —como ocurre con todos los silencios— para atormentarlo. Un profesor de gimnasia se queja de que es imposible impartir su asignatura sin siquiera « rozar » físicamente al muchacho al que se le adiestra en un ejercicio. Una niña le espeta con repulsiva insolencia al profesor: «Mis padres dicen que nos enseñe, no que nos eduque». Esa frase resume la última consecuencia de una educación laxa que incapacita al niño para el dolor, la frustración y la superación; que lo deja aún más desvalido que la dureza excesiva en un mundo que no tiene nada de blando, sino de competitivo y exigente. Una educación tan erróneamente «respetuosa» que renuncia a sí misma en nombre del objeto a respetar, cediendo su tarea, que es esencialmente ética, al estricto reducto de lo privado. La monstruosidad está servida. La moral deja de ser universal para convertirse en algo subjetivo y relativo: cada familia tiene la suya. Hemos empezado en la sacralización de la niñez y hemos terminado en la mafia.

Falardeau hace una fina e implacable crítica a una cultura pedagógica que ha cuajado en determinados países del mundo desarrollado como reacción contra los abusos de la educación clásica, y que en Inglaterra llegó a prohibir en su día que a un niño le curara una herida alguien que no fuera el médico del centro escolar. Es decir, que en ese país pasaron de la vieja escuela del castigo corporal a la perversión contraria de la prohibición del mero contacto, o sea a otro «castigo físico», aunque más sofisticado. El resultado de ese experimento en su versión canadiense es lo que muestra la película del «Profesor Lazhar» con sus ocultaciones y verdades veladas: un enrarecimiento de la atmósfera de la niñez que, paradójicamente, me recordaba en todo a lo peor de la educación ñoña y cargada de prejuicios que yo recibí.

Es curioso, pero no podía quitarme de la cabeza mientras veía esa película el especial clima narrativo que logró Carmen Laforet en una de sus obras tratando el tema de la represión precisamente, pero en la versión española de la posguerra. Hablo de «La insolación», una maravillosa novela de la que sobre todo me ha quedado la impresión de un edén infantil y veraniego en los soleados parajes de la costa alicantina. Sus personajes son una niña, su hermano y un amigo huérfano de madre que ambos han hecho para unas correrías que ocupan varios veranos en los que los tres van creciendo y cambiando. El padre viudo de este último es militar y, en el campamento en el que trabaja, se ha descubierto una relación homosexual que le hace pasar unos días nervioso y tenso, como si se tratara de un caso de peste bubónica que pudiera propagarse. La comparación no es gratuita. El delicado mundo infantil estallará en pedazos cuando ese padre acepte una interpretación descabellada del simple hecho de que su hijo va caminando de la mano del otro niño. El desenlace es devastador por las desproporcionadas y culpabilizadoras consecuencias que tiene esa innombrable tontería.

Con los años, a uno le falla a veces la memoria, pero mantiene intacta, de esa lejana lectura, la imagen de aquel bello universo de ocio, de niñez y de sol deliciosamente novelado por la escritora y repentinamente quebrado por la estupidez de los mayores; por su miedo a todo lo que les desborda y por su incapacidad para entender nada; por un dolor abrasivo como el que trasmite la historia de Falardeau, que es el dolor del enrarecimiento y la asfixia moralistas; de lo que se prohíbe y se persigue sin mentar ni explicar. Es curioso, y algo más que curioso, que una película sobre la educación progre le recuerde y le reviva a uno los horrores, la sensación represiva y opresiva de la vieja educación autoritaria. Quizá porque ambas tienen en común el pavor ancestral de cierta clase de adultos a todo lo que se les escapa, y el afán de llenar ese miedo con lo fácil, con los tópicos de la doctrina, con la receta tonta, ciega e implacable de la ideología.

Iñaki Ezkerra, escritor

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