El Nobel de los buenos sentimientos

Napoleón I, cuando creó la Orden de la Legión de Honor, banda roja con la que sueñan todos los franceses, declaró sin ilusión que «a los pueblos se les gobierna con sonajeros». De todos los sonajeros, el premio Nobel es el más deseado, dada la suma que lo acompaña, el prestigio que confiere y su carácter mundial. Pero cada año, las elecciones del comité sueco (noruego para el de la Paz), nos dejan perplejos. ¿Qué recompensan las distinciones? En principio, innovaciones que cambian el mundo, por el bien común. Para las denominadas «ciencias duras», en las que la noción de progreso es prácticamente indiscutible, los premios Nobel rara vez son controvertidos. Esos premios confirman el aforismo del filósofo Karl Popper: «Solo progresa la ciencia».

Cuanto más nos alejamos de las ciencias duras, más intangible se vuelve el concepto de progreso. Así, la medicina se encuentra a menudo en el límite entre las artes y las ciencias. Linus Pauling, premiado en 1954 por sus trabajos sobre los enlaces químicos en biología, abusó de su notoriedad para promocionar después la vitamina C como remedio universal, que no lo es. Y en 1962 obtuvo un segundo premio Nobel, el de la Paz, esta vez por su lucha contra los ensayos nucleares. Él ilustraba también un principio a menudo subrayado por Milton Friedman: el premio Nobel autoriza a todos sus recipiendarios a pronunciarse sobre cualquier tema, especialmente sobre los que ignoran, puesto que han obtenido el premio Nobel.

Un caso reciente de Nobel de Medicina inoportuno es el del francés Luc Montagnier, premiado por el descubrimiento del virus del sida en 1983. Montagnier no había descubierto nada; sencillamente era el director del Instituto Pasteur de París, donde equipos multidisciplinares habían hallado el virus. Al ser el Nobel un premio personalizado, está desfasado con la investigación contemporánea, que es colectiva y multidisciplinaria. Y para ilustrar el teorema de Friedman basta decir que, desde que recibió esta distinción, Montagnier hace campaña contra la vacunación; los tontos escuchan sus disparates porque le han dado el premio Nobel.

En el otro extremo de la ciencia encontramos, evidentemente, la literatura y la paz. Para el premio de Literatura existen en el mundo autores lo bastante buenos como para que la lista de galardones sea, si no indiscutible, al menos muy honorable; son numerosos los grandes olvidados, pero con un solo premio al año es inevitable. Sabemos también que, para ser seleccionado, es preferible contar con una traducción al sueco que al suajili; los editores lo saben. Hace tiempo valía más ser de izquierdas que de derechas, pero dejó de ser cierto cuando Octavio Paz y Mario Vargas Llosa resultaron premiados.

Sobre el premio Nobel de la Paz hay poco que objetar si se comprende su naturaleza; se parece a las resoluciones de la ONU, que no tienen consecuencias, pero demuestran nobles intenciones. Este año se trataba de no desanimar a África y demostrar, eligiendo al primer ministro de Etiopía, que es posible que este continente arrasado por sus dirigentes supere las peleas étnicas y los conflictos fronterizos. Y siempre es mejor Abiy Ahmed que Greta Thunberg, la Santa Greta del calentamiento. Nos hemos librado de una buena.

Concluiré con el premio Nobel de Economía, de reciente creación, en 1969, por iniciativa del Banco de Suecia. ¿La economía es una ciencia o un arte? El jurado nunca se ha pronunciado, y ha alternado las recompensas entre economistas liberales y socialistas; en 1974, Gunnar Myrdal, inspirador del socialismo sueco, compartió el premio con Friedrich von Hayek, maestro del pensamiento de libre mercado. ¿Cómo demonios podían tener razón juntos, cuando todo les oponía?

Me he preguntado lo mismo este año, a propósito de los tres premiados, Adhijit Banerjee, Esther Duflo y Michael Kremer. Sus trabajos son, a priori, agradables, están llenos de buenos sentimientos. En pocas palabras, miden la eficacia de las intervenciones humanitarias en los países más pobres del mundo. Por ejemplo, una pregunta básica nunca completamente resuelta: ¿es mejor donar mosquiteras impregnadas de insecticida a las poblaciones amenazadas o vendérselas?

Si se regalan las mosquiteras, se corre el riesgo de que acaben siendo inútiles o sirvan como sedal para pescar; los estudios sobre el terreno, por lo tanto, incitan a venderlas, aunque sea a un precio simbólico. Este tipo de investigación es particularmente útil para las organizaciones humanitarias que, creyendo actuar de la mejor manera, a veces destruyen, sin querer, frágiles equilibrios de supervivencia.

Pero este premio Nobel concedido a microencuestas con muestras muy limitadas es portador de un mensaje que considero nefasto: permite creer que las intervenciones humanitarias, por muy útiles que sean, podrían sustituir a las políticas de desarrollo. Si cientos de millones de pobres no lo son desde hace una generación es gracias al capitalismo mundial. Pero nuestros tres amables investigadores no mencionan en sus trabajos ninguna de las auténticas causas de la miseria, principalmente en África: unos gobiernos incapaces y corruptos, y la imposibilidad de emprender e intercambiar. Es cierto también, y no se ha dicho, que Esther Duflo es una militante antiglobalización y anticapitalismo. Está en su derecho, pero debería ser honesta y reconocer que el capitalismo globalizado erradica la malaria de forma más eficaz que la distribución de mosquiteras.

De forma no declarada, el Nobel de Economía, igual que en 1974, celebra este año dos visiones irreconciliables del desarrollo: ¿por medio de la generosidad o por medio de la eficacia? Me gustaría saber qué piensan los pobres del mundo, que no se sientan en ningún jurado

Guy Sorman

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