El nonagenario radiante

Clint Eastwood, en 'Sin perdón'.
Clint Eastwood, en 'Sin perdón'

Ha habido unos cuantos americanos capaces de trasladar a sus cuerpos físicos la épica de todo un país. Estados Unidos tiene una manera huracanada de encarnarse en héroes y heroínas, desde Walt Whitman, fundador de la fraternidad americana, hasta Clint Eastwood, el hombre del metro noventa y cinco más atlético y desafiante de la pantalla. La última de las discriminaciones que aún quedaba en pie (pues han sido combatidas con denuedo las de raza, sexo, política o religión), era la de la edad, y esta la acaba de fulminar Eastwood en la reciente película Cry Macho. No es la primera vez que el cineasta construye un filme en el que celebra y exalta la senectud. Clint Eastwood tiene 91 años. Y ha sido capaz de ponerse delante de las cámaras y seguir dando puñetazos (bueno, en Cry Macho solo da uno, por cierto muy original y elegante) y de seguir enamorándose, y aquí lo hace de una mexicana. El director de esa maravilla llamada Sin perdón no ha disimulado sus opiniones políticas, bastante inclasificables y desubicadas, pues lo mismo apoya el individualismo republicano como defiende el aborto y condena las armas, y dudo mucho que haya habido un cineasta más crítico y lúcido con la dimensión injusta e inhumana de la política internacional de Estados Unidos que Clint Eastwood.

Eastwood es un ejemplo de eso tan estadounidense que ha dado en llamarse el hombre moldeado por su propia voluntad, algo de lo que siempre hemos recelado en Europa, pues no cumplía con los determinismos marxistas y orteguianos de la existencia, pero que siempre hemos visto con inconfesable envidia. Los europeos cada vez parecemos más un fin de raza, eso sí, un fin de raza muy educado e informado, y queremos que los estadounidenses nos acompañen en nuestro melancólico desplome, pero de repente aparece Clint Eastwood en escena para decirnos que no, que no nos van a acompañar en nuestra forma apaciguada y sensata de entender el arte y la vida.

Al mundo intelectual serio y a la alta cultura, Clint Eastwood les produce mucha incomodidad. Hace ya tiempo que no cabe ni ningunearlo ni menospreciarlo, cosa que sí se le hizo como actor, sobre todo cuando interpretó a Harry el sucio o hacía de pistolero en los westerns de Sergio Leone, que a mí me parecieron siempre obras maestras. Pero a partir de películas como Bird, su figura de cineasta comenzó a despegar y alcanzar vuelos elevadísimos, y su cine ha ido creciendo en sofisticación y solvencia moral y política. Él ha conseguido una refundación de la épica americana, basada en personajes con vidas de una vulgaridad heroica, de un fracaso lleno de poesía y culpa. Ha convertido a sus héroes fracasados en una especie de ángeles de la belleza. Ha puesto el dedo en todas las llagas de la política y ha salido airoso siempre. La complejidad de su figura desbarata la idea del creador que tenemos en Europa, por la sencilla razón de que Clint Eastwood no es un intelectual ni un moralista. Por ejemplo, su condena de las guerras en sus películas es sutil y distinta. Puede que Europa haya dejado de creer en la fuerza descarada y elemental de la vida, que es lo que hay en el cine de Eastwood. En Europa creemos más en los laberintos de la ideología que en la furia de vivir. ¿Cómo es posible que un guaperas de los años 50, un pistolero de serie B de los sesenta, un policía macarra de los 70, se haya convertido en el genio cinematográfico más grande de los últimos 30 años? Tal vez porque sobre él no opera esa concepción pasiva e historicista del arte, tan pegajosamente moralista, que tanto nos pesa a los europeos. Se viene hablando, desde la salida norteamericana de Afganistán, de la pérdida de liderazgo político y militar de Estados Unidos en el mundo, obviando algo de una importancia trascendental, como es que ese liderazgo descansa en una colonización cultural poderosísima que sigue vigente.

Una nueva película de Eastwood es siempre un ciclón. Sus películas están más allá de la opinión. Es cierto que Cry Macho tiene imperfecciones, pero lo prodigioso es que da igual que las tenga, porque en el cine de Eastwood el grado de adhesión a la vida es superior a cualquier consideración crítica en la que nos empeñemos por muy rigurosa que sea. Un tipo de 91 años que no cree en la vejez, que no cree en la existencia de la tercera edad, es un triunfo de la vida. Un tipo de 91 años que se comporta como si no existiera el tiempo y la muerte es una fuerza de la naturaleza que está más allá de la razón. Un tipo de 91 años que sí cree en la belleza y en la poesía como lo haría el mismísimo Walt Whitman solo merece un aplauso rabioso, porque aplaudir a Eastwood es aplaudir el misterio de la vida.

Manuel Vilas es escritor. Su último libro es Los besos (Planeta).

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