El Norte y otros asuntos de geoestrategia

Kim Jong-il, el líder de Corea del Norte, murió en un tren en su país a las ocho y media de la mañana del viernes 17 de diciembre. Dos días más tarde, las autoridades de Corea del Sur no conocían el hecho y el Departamento de Estado se limitaba a reconocer la existencia de algunos informes de prensa haciéndose eco de su muerte. Que los servicios de información no hubieran captado ninguna señal de lo ocurrido atestigua el carácter opaco del régimen, pero también un fallo de inteligencia de Corea del Sur y de EE UU. A pesar de que aviones y satélites americanos vigilan el país día y noche y las antenas más sensibles cubren la frontera entre el norte y el sur de Corea, sabemos muy poco de ese país donde la información sensible se restringe a un pequeño grupo de dirigentes obsesionados con el secreto.

El cambio de líder tiene lugar cuando menos se deseaba que ocurriera. Es sabido que los líderes chinos esperaban que Kim Jong -il sobreviviera el tiempo necesario para consolidar el proceso de sucesión de su hijo Kim Jong-un entre las diferentes facciones que competirán por el poder. La rapidez con que todos los atributos simbólicos del poder se le han transferido a Kim Jong-un -su posición protocolaria en los actos fúnebres, la presidencia de la Comisión Militar e incluso la máxima jerarquía en el partido- no harán menos difícil el proceso de transición de un joven de menos de 30 años en una sociedad donde los veteranos jefes militares detentan una parte importante del mismo.

La situación económica continúa siendo gravísima. Dos ejemplos: el precio del arroz se ha multiplicado por tres mientras que el consumo de electricidad se ha dividido por la misma cantidad.

Mis recuerdos personales de hace ahora casi 10 años son de un país pobre y deprimido. Pyongyang estaba desierta y oscura, e iba iluminándose al paso de la caravana que nos conducía desde las casas de protocolo al teatro de la ópera, para volver a la oscuridad después. A su entrada en el teatro, Kim Jong-il era recibido con el mismo fervor con el que hoy le lloran.

El viaje se produjo en abril de 2002, en momentos de un cierto optimismo. Europa se había sumado, dentro del programa KEDO (Korean Peninsula Development Organization), a un acuerdo iniciado por las dos Coreas y EE UU con el objetivo de que Corea del Norte congelara y posteriormente desmantelara su programa nuclear a cambio de la construcción de dos reactores nucleares de agua ligera para la producción de energía eléctrica y de 500.000 toneladas métricas de petróleo anuales hasta la entrada en funcionamiento del primer reactor. A su vez, la UE iniciaba un extenso proyecto de ayuda humanitaria. Las conversaciones con Kim Jong-il y sus colaboradores parecían prometedoras.

Desgraciadamente, el acuerdo duró poco. En 2003, Corea del Norte abandonó el Tratado de No Proliferación.

A partir de ese momento se desvaneció cualquier optimismo, hasta que se reiniciaron los contactos en un formato complejo a seis bandas (China, Rusia, EE UU, Japón y las dos Coreas) que continuaron con altos y bajos hasta finales de 2007. Después de los incidentes marítimos de 2009 y 2010 prácticamente no ha habido contactos entre las dos Coreas.

Llegados a este punto y con un precipitado cambio de liderazgo, puede ocurrir cualquier incidente inesperado. Para limitar el riesgo es esencial mantener con China las relaciones más transparentes posibles. Pekín, que es quien tiene los contactos más directos con Pyongyang, puede catalizar mejor que nadie la recuperación de las negociaciones a seis bandas.

China reconoce que Corea del Norte no puede subsistir en su forma actual. Le gustaría ver a sus líderes transformar su economía sin cambios políticos sustanciales. ¿Es ello posible? ¿Lo es a un ritmo que dé a los demás actores regionales confianza en que la evolución será previsible?

Para China, en cierta manera, cualquier problema es relativamente pequeño en relación con su historia, y los contempla desde una óptica de política interior cuanto más próximos están a su frontera. Para nosotros y muy particularmente para Estados Unidos, todo problema debe tener solución en un periodo de tiempo finito. Entre China y EE UU hay diferencias fundamentales en el "código político-genético". América segmenta el problema y trata de encontrar soluciones a cada parte. China considera los problemas políticos como un proceso extendido, sin prisas, que puede incluso no tener solución.

Mas allá de las conversaciones a seis bandas, es necesario crear un marco de donde pueda emerger un diálogo cooperativo entre EE UU y China. En el caso de Corea -como recuerda Christopher Hill, uno de los negociadores norteamericanos más eficaces en estos temas-, Estados Unidos debería expresar claramente que ninguna solución en la península de Corea significará una pérdida estratégica para China. El paralelo 38 se estableció como el límite para la presencia de fuerzas americanas y no se debe olvidar la importancia que aquella guerra tuvo para China.

Este es un camino. Puede haber otros. Lo estamos viendo recientemente en Myanmar, pero sin armas nucleares.

Por Javier Solana, Alto Representante para Política Exterior de la UE entre 1999 y 2009.

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