El núcleo de la democracia

Al término democracia se le han añadido demasiados adjetivos a lo largo de la época contemporánea. Algunos intelectuales adeptos al franquismo opinaban que aquella tiranía no era sino una democracia orgánica, en la que estaban representados organismos naturales como el municipio, el sindicato o la familia. Bastardeaban así una vieja tradición organicista, que había criticado los excesos del individualismo y reclamado la presencia de corporaciones o asociaciones en los parlamentos. A la vez, los países dominados por la Unión Soviética presumían de democracias populares, extensión de los frentes que habían proliferado antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero estaban llenos de estructuras totalitarias, controladas por un partido hegemónico que, fundido con el Estado, ejercía una dictadura implacable. En fin, resulta díficil encontrar hoy algún territorio en que sus gobernantes, por muy arbitrarios que sean, no afirmen que se atienen a principios democráticos.

El núcleo de la democraciaPorque la democracia se ha convertido en la única base de legitimidad aceptable para los sistemas políticos del planeta entero. El poder deriva, pues, del pueblo, identificado por lo general con una nación de ciudadanos. Aunque podríamos plantearnos si cabe hablar de diferentes tipos de democracia, adaptado cada uno a las peculiaridades culturales o a las voluntades de cada lugar; o si, por el contrario, hay un núcleo democrático imprescindible, unos requisitos mínimos que debe cumplir un régimen para merecer ese calificativo. Cuestiones que flotan en el aire cuando nos preguntamos si hay democracia en China y alguien responde: por supuesto, porque el gobierno trabaja para el pueblo y existen mecanismos representativos dentro del aparato comunista. O cuando se justifican los ataques gubernamentales a los medios de comunicación poco afectos al poder ejecutivo en América Latina –de Argentina a Venezuela, pasando por Ecuador—en nombre de la verdadera democracia.

Al venirse abajo el comunismo europeo pareció que sólo quedaba en pie una democracia posible, la heredera del legado liberal. Un sistema donde la soberanía reside en los ciudadanos y cuenta con equilibrios y garantías destinados a proteger las libertades y derechos individuales, iguales para todos. La Constitución y las leyes establecen una división de poderes donde cada uno limita a los otros, distribuyen las tareas y garantizan la renovación institucional. La ciudadanía elige, pide cuentas y castiga, mediante el voto, a sus representantes, sometidos a la libertad de prensa y al pluralismo político. Pueden añadirse derechos, como los laborales o reproductivos, a los ya reconocidos; o mostrar que su ejercicio sólo es viable si se procuran recursos públicos, como los educativos o la protección social, que garanticen la igualdad de oportunidades. Pero los fundamentos del edificio quedan intactos. Como afirmaba Giovanni Sartori, la democracia, liberal y representativa, sigue siendo un sistema de control y limitación del poder.

Sin embargo, enseguida surgieron adversarios de estas posiciones. Quienes, insatisfechos con los resultados de las democracias liberales, propusieron otras fórmulas. Primero en la teoría política y luego entre los políticos dispuestos a renovar su ideario, como José Luis Rodríguez Zapatero en España, emergió una ideología que dio en llamarse republicanismo cívico o ciudadanismo. Recuérdense las visitas del politólogo Philip Pettit, uno de los padres de la criatura, para certificar que los gobiernos socialistas se atenían a sus pautas. En resumen, se trataba de recuperar una línea de pensamiento democrático distinta a la liberal, que buscaba inspiración en Atenas, en las ciudades renacentistas o en las revoluciones del siglo XVIII. Ambas tradiciones se diferenciaban, precisamente, por su concepto de libertad: para los republicanos, la libertad no era sólo un tesoro que debía custodiarse, sino también un logro unido al ejercicio de la ciudadanía. Los derechos se acompañaban de deberes cívicos, aderezados con virtudes que convenía cultivar. De ahí el énfasis en la educación ciudadana, en la transparencia o en nuevas formas de participación.

Pero, más que una alternativa al liberalismo devenido en democracia, este republicanismo cívico ofrecía intrumentos para mejorar la calidad de las instituciones de raigambre liberal. Ya nadie pensaba en imitar a los jacobinos que, durante la Revolución Francesa, liquidaron esas instituciones bajo la bandera de la República, trasplantando, como diría Benjamin Constant, al mundo moderno la libertad de los antiguos. Es decir, que las tablas de derechos individuales, la separación de poderes, el pluralismo político y las elecciones libres por sufragio universal permanecían en vigor, si bien se reclamaban reformas que promovieran una mayor implicación de la gente en el gobierno. Por ejemplo, iniciativas legislativas populares, sistemas electorales que facilitaran el contacto entre electores y elegidos, la limitación de mandatos o los métodos democráticos en el seno de los partidos.

En España, la profunda crisis que vivimos desde hace unos años, tanto política como económica, ha engordado el descontento con la democracia. Y ha traído otra vez a la actualidad modelos democráticos alternativos: ahora no se trata ya de contraponer republicanismo y liberalismo sino de algo más, de reivindicar las ventajas de la democracia directa sobre la representativa, monopolizada y podrida, se dice, por los partidos gubernamentales. Cargada, más que de imperfecciones, de taras que la descalifican. El grito que atronó las calles en 2011 –“¡que no, que no, que no nos representan!”—resuena todavía en las conciencias. Sin duda, ese clamor ha sido recogido por Podemos, la nueva formación que no sólo ha transformado el panorama, encauzando por vía electoral la protesta difusa, sino que además ha servido de acicate a otras organizaciones donde cunden las llamadas tardías a militantes y simpatizantes.

Cuando hablamos de democracia directa no sólo nos referimos al ejercicio de derechos vivos, como los de manifestación, asociación o reunión, o a multiplicar las consultas y los referendos, sino también a variantes de la llamada democracia asamblearia. Es decir, de atribuir a las asambleas populares –presenciales o virtuales, algo cada vez más realizable gracias a Internet—la facultad de tomar decisiones importantes. Lo cual trae a la memoria viejos problemas, como el peligro de dejar el voto en manos de minorías motivadas –y ahora tecnificadas—en perjuicio de quienes no tienen capacidad, tiempo o ganas de informarse y participar de manera asidua; el de reducir mil asuntos complejos a continuas opciones binarias, pues el sistema funcionaría como un plebiscito permanente; o la necesidad de preservar los derechos de las minorías frente a la apisonadora comunitaria. En fin, que reaparece la vetusta preocupación por conservar el núcleo de la democracia, protegido por las normas y por instancias contramayoritarias –como nuestro Tribunal Constitucional—frente a los posibles desbarres populistas.

Y todo ello ocurre cuando en España todavía queda mucho por hacer para alcanzar el nivel de otras democracias liberales. La separación de poderes cojea si el gobierno de los jueces, el Tribunal de Cuentas o el Constitucional se pliegan a los intereses de los partidos que designan a sus miembros; la garantía de las libertades se ve mermada por la lentitud de los tribunales, en pleitos que muchos ciudadanos no pueden pagar; y el clientelismo, la corrupción y el fraude fiscal socavan a diario el principio de igualdad ante la ley. Por no hablar de la merma de derechos sociales que padecemos. Sin necesidad de inventar nuevas formas de democracia, sólo con ajustarnos a las ya probadas se resolverían muchos de nuestros problemas. Cabe debatir además sobre procedimientos electorales o formas de participación, pues una ciudadanía vigilante y dispuesta a deliberar, como la que ha despertado en los últimos años, no tolerará tantos abusos. Debemos pues darle la bienvenida. Pero el voto plebiscitario y la aclamación de las asambleas, por muy excitantes que resulten, no deben sustituir al parlamento ni a los tribunales. La mayoría no puede eliminar derechos y libertades ni erosionar la separación de poderes. Amordazar al adversario, encarcelarlo o mandarlo al exilio –medidas habituales en diversas latitudes—no forman parte de los instrumentos democráticos. Es decir, que no hay democracia sin libertad. Y que subsiste por tanto un núcleo de requisitos exigibles a cualquier Estado que quiera titularse demócrata, sea venezolano, chino o español.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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