El nuevo ciclo andaluz

Andalucía siempre ha jugado un papel singular en el Estado de las Autonomías, habiendo incluso quienes piensan que el diseño inicial del Estado de las Autonomías se torció precisamente por el empeño de Andalucía en jugar en la división de honor que estaba reservada para las nacionalidades históricas (un debate que sigue trayendo cola, como Vds. saben). Pues de no ser por aquel famoso referéndum del 28-F de 1980 la bifurcación constitucional prevista en los artículos 151 y 143 hubiese conducido el Estado de las Autonomías por otros derroteros. A partir de ahí, todo el edificio autonómico se complicó, pero Andalucía siguió su propio camino, dando lugar a una llamativa singularidad, como es la práctica reiterada de elecciones concurrenciales (autonómicas y generales de manera simultánea), lo que ha establecido un curioso vínculo entre la suerte política y electoral de Andalucía y la de los demás españoles. Esto ha sido así por la sencilla razón de que el PSOE que gobernó Andalucía hasta 2018 es también el que más tiempo ha gobernado la democracia española, lo que le ha permitido a este partido contar con el granero andaluz para asegurarse niveles altos de participación y, por ende, mayorías holgadas de gobierno.

De hecho, los problemas del PSOE en Andalucía comenzaron en 1994, cuando las elecciones autonómicas coincidieron con las europeas, unas elecciones de baja participación que llevaron a Manuel Chaves a una legislatura complicada, pero que el propio Chaves liquidó disolviendo el Parlamento y convocando elecciones anticipadas en concurrencia con las generales de marzo de 1996, con Felipe González todavía en el gobierno. De esta manera, el PSOE andaluz consiguió en 1996 diez puntos más de participación que en 1994 y se aseguró la gobernabilidad por cuatro años más. La fórmula concurrencial siguió funcionando con éxito en 2004 y 2008, hasta que Griñán, que había sucedido a Chaves, decidió desvincular su suerte de la del PSOE de Rubalcaba en noviembre de 2011, a fin de librarse del batacazo socialista y ganar tiempo hasta que los recortes de Rajoy hicieran efecto y le permitiesen remontar. Con todo, Griñán no consiguió impedir la victoria de Javier Arenas en marzo de 2012, pero sí reducirla lo suficiente para que un acuerdo con IU le facilitase la continuidad al frente de la Junta.

Con estos antecedentes, cabía la posibilidad de que, una vez que Pedro Sánchez llega al Gobierno en el verano de 2018, el PSOE recuperase la tradición de convocar elecciones concurrenciales, pero las rivalidades originadas por las primarias socialistas de 2017 seguían candentes y en los planes de Pedro Sánchez no entraba dar oxígeno a Susana Díaz. En consecuencia, la participación electoral en diciembre de 2018 cayó seis puntos respecto a 2015, hasta quedar por debajo del 60%, algo inédito en Andalucía. Pero lo peor para el PSOE no fue sacar el peor resultado de su historia, sino que bastaron 400.000 votos para convertir a Vox en el partido decisivo y desalojar a los socialistas de la Junta.

Es probable que los votantes andaluces ya no se acuerden, pero en aquel momento solo el 13% de ellos prefería un acuerdo de gobierno PP-Ciudadanos con apoyo de Vox, a los que habría que añadir un 11% que querían a Vox dentro de la coalición. En frente, un 15% prefería una coalición PSOE-Adelante Andalucía, a los que podemos añadir un 11% que prefería un gobierno socialista en solitario. Entre medias, todavía quedaba un 10% partidario de mantener la coalición PSOE-Ciudadanos (datos del postelectoral del CIS).

¿Qué queda de todo aquello? Poca cosa. Según la encuesta preelectoral del Centro de Estudios Andaluces, a día de hoy la mitad de los entrevistados prefiere que Juan Manuel Moreno siga al frente de la Junta. Ahora queda por saber si prefieren que siga estando condicionado por otro partido, cambiando a Ciudadanos por Vox, o prefieren darle carta blanca.

A la hora de explicar este vuelco en las preferencias políticas de los andaluces, confluyen varios factores. Por un lado, el buen entendimiento de Moreno y Marín ha servido para reactivar la sociedad civil y recuperar la economía, en el marco de una gestión donde el tirón de Málaga, una provincia con larga experiencia de gobiernos populares, ha servido de referente y escaparate para el resto de las provincias.

Por otro lado, el PSOE parece incapaz de superar el escenario de fin de régimen a que se vio abocado en 2018. Nada ilustra mejor este síndrome que las dificultades con que tropieza para penetrar en las capitales. De hecho, la variable sociodemográfica que mejor explica la distribución del voto en las autonómicas andaluzas es el hábitat, un fenómeno típico de las regiones que han estado sujetas durante mucho tiempo a un régimen de partido predominante. De ahí que, en 2018, el voto socialista en las capitales estuviera muy por debajo del voto en los pueblos y las agro ciudades, toda vez que las redes clientelares características de los partidos de régimen son más fáciles de establecer y de mantener en los pequeños núcleos de población que en las grandes ciudades. Cabía la posibilidad de que el nuevo líder socialista y antiguo alcalde sevillano, Juan Espadas, pudiera reconducir esta dinámica, pero el PSOE andaluz sigue siendo un partido semi rural que ve ahora amenazados sus últimos reductos por la irrupción de Vox en el agro andaluz, ese baluarte irredento donde a los seculares problemas del campo se unen ahora las reivindicaciones culturales alrededor de la caza y los toros.

En este punto, es comprensible que el votante rural conecte mejor con el populismo de Susana Díaz que con el progresismo de Pedro Sánchez, y que el cambio de liderazgo pase factura al PSOE en los pueblos, pero ahora existe un factor añadido, como es la paradoja de que sea precisamente Juan Espadas el que más empeño pone en colocar a Vox en el foco de la campaña, dando lugar a una curiosa versión de la antigua pinza, cuando IU flirteaba con el PP para emparedar a los socialistas. Como si a Vox le hiciese falta acompañamiento.

Hay que tener en cuenta, por último, que si de algo sirve un gobierno de coalición es precisamente para extremar los controles y la vigilancia sobre la gestión pública, lo que ha alejado el fantasma de la corrupción que persiguió al PSOE en el pasado. Desde este punto de vista, recuperar el tema de la corrupción en vísperas de las elecciones andaluzas, tal como hace la dirigencia socialista y la prensa afín, no parece que vaya a ayudar a Espadas, máxime cuando los ERE están pendientes todavía de una última sentencia judicial.

Con estas premisas, todo apunta a que Juan Manuel Moreno puede conseguir un resultado parecido al de Díaz Ayuso, pues la cuestión no es si Moreno va a poder atraer el voto de Cs: esto se da por descontado, toda vez que su relación con Marín ha sido mucho mejor de lo que fue la de Mañueco con Igea en Castilla y León, lo que facilita la operación. La cuestión es, más bien, si va a conseguir movilizar a los 400.000 abstencionistas del PSOE que en 2018 hicieron posible la mayoría del centro derecha y que ahora tienen más fácil cambiar de bloque, una vez que ya han pasado por la abstención. Pues, de permanecer en la abstención, eso dejaría a Moreno a merced de Vox, pero, si se movilizasen como les pide Moreno, estaríamos asistiendo a un nuevo ciclo político con potenciales consecuencias en toda España que podrían alterar el calendario electoral inicialmente previsto por Pedro Sánchez.

Ahora bien, en caso de que el tándem Moreno-Feijóo no consiga su objetivo de una mayoría suficiente de gobierno en solitario, no descarten ustedes que Andalucía recupere algún día la tradición de las elecciones concurrenciales, aunque dichas elecciones ya no sean para consolidar el poder de los socialistas andaluces, sino para consolidar el nuevo eje que va de Málaga a La Coruña, pasando por Madrid.

Juan Jesús González es catedrático de Sociología de la UNED.

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