El nuevo desorden mundial

Al final, el verano de 2014 se ha resistido al fatídico emparejamiento con 1914 que algunos proponían. Pero nadie le podrá negar a este largo y caluroso verano sus méritos: como hace 100 años, agosto ha sido temporada alta para los cañones. Los conflictos son conocidos (Ucrania, Gaza, Irak, Siria y Libia): lo que cuesta es imponerles una jerarquía que haga justicia a su magnitud y a consecuencias. Cada uno de esos conflictos nos ha dejado encima de la mesa un doble desafío: el de la pérdida de vidas humanas, ya grave de por sí; y, en paralelo, la demolición de algunos de los soportes sobre los que se asienta el orden internacional.

Cada vez más, los conflictos que enfrentamos, y los que lamentablemente parece que enfrentaremos en el futuro, se caracterizan por una asimetría muy descarnada entre sus repercusiones, que nos alcanzarán de lleno aunque nos abstengamos de involucrarnos en ellos, y nuestras posibilidades de actuación, que quedan mucho más allá de nuestras capacidades políticas o militares. Eso explica, sirva de ejemplo, que no sólo lamentemos el trágico destino de las minorías del norte de Irak sometidas a una brutal campaña de limpieza étnica por parte de los yihadistas del Estado Islámico, sino que en nuestro fuero interno lamentemos aún más saber que la eventual ayuda que les proporcionemos no restaurará el orden en la región. Armar a los kurdos o lanzar ataques aéreos contra los yihadistas son decisiones inevitables, pero no recompondrán el dividido y maltrecho Estado iraquí ni cimentarán un eventual proceso de paz en Siria.

Las dificultades que experimentamos con el orden tienen su foco principal en el factor estatal. Por un lado tenemos Estados que se desordenan y por otro Estados que niegan el orden internacional y sus normas, es decir, que desordenan a los demás. Las amenazas que plantean así como sus motivaciones son muy distintas, pero confluyen en un único punto: el estrechamiento progresivo del orden liberal internacional vigente, un proceso que puede acabar en un estrangulamiento completo y la apertura de un periodo prolongado de anarquía y conflicto internacional.

El primer tipo de problema, la desestatalización, es el patrón dominante en los conflictos de Oriente Próximo. Detrás de la proclamación del califato islámico por parte de Abu Bakr Al Bagdadi se esconde una verdad de consecuencias muy incómodas: que en esa franja llamada Levante que se extiende desde Siria hasta el norte de Irak, el Estado ha dejado de existir como forma de organización política y administrativa, viéndose sustituido el monopolio estatal de la violencia por una violencia sectaria y religiosa de raíces tan profundas como intratables. Es en el fondo un proceso parecido al que observamos en Libia: allí, el Estado, si alguna vez hubo algo que mereciera tal nombre, también ha quedado reducido a una amalgama de facciones que por un lado succionan a los vecinos egipcios y del Golfo hacia sus refriegas y por otro exportan su caos y armas a toda la región del Sahel. Esa negación del Estado es también un elemento en común con conflicto palestino-israelí, cada vez más enquistado si cabe, aunque esta vez bajo un doble signo: el del Estado que, incomprensiblemente, los israelíes niegan a los palestinos y el que Hamás niega a los gazatíes. Y aunque con algunas salvedades obvias en cuanto al origen del problema y sus dimensiones, las líneas que atraviesan el conflicto ucraniano también recorren el problema de la debilidad estatal en un país que ha dilapidado la década transcurrida desde la revolución naranja de 2004. Actuar con éxito en muchos de estos conflictos requeriría lograr triunfar haciendo algo en lo que Occidente ya ha fracasado demasiadas veces como para volver a creer en ello: la construcción de Estados-nación abiertos y democráticos. Desde Afganistán a Irak pasando por Siria o Libia, los fracasos de hoy son los fracasos del pasado, y también los del futuro. El pronóstico no es muy alentador pues en ausencia de Estados y, lo que es peor, de constructores de Estados, el caos seguirá fluyendo por los resquicios que dejen las debilidades estatales. Y como hemos experimentado este verano, un mundo sin Estados es peor aún que un mundo con Estados autoritarios y cerrados.

El segundo tipo de inestabilidad proviene de los Estados que desordenan. Algunos son, como Rusia, potencias en declive e inseguras que para sobrevivir necesitan generar un miniorden a su imagen y semejanza en su periferia más inmediata. Para crear estas áreas de influencia no dudan, como ha hecho Moscú a lo largo de esta crisis, en romper todos los cerrojos del orden europeo vigente desde los acuerdos de Helsinki de 1975: de su mano no sólo ha vuelto la guerra y la anexión territorial al continente europeo, sino un cuestionamiento radical de todo el entramado de instituciones multilaterales sobre el que se asentaba el orden europeo. Si el conflicto no se ha extendido es porque la Unión Europea, inteligentemente, ha decidido enfrentar asimétricamente una amenaza asimétrica: desviando al empuje militar ruso hacia el plano financiero, la UE ha evitado la guerra, pero no ha logrado salvar el orden político y jurídico sobre el que se asienta la paz. La UE y Rusia viven hoy en un precario equilibrio sostenido por las asimetrías respectivas entre el poder financiero y el poder militar. Pero esta es una lógica de poder, no una lógica de paz ni de seguridad sobre la que podamos dormir tranquilos.

No es difícil imaginar el interés con el que desde Pekín se debe observar el desordenamiento de Europa, y también, aunque desde el ángulo inverso, desde Tokio, Manila o Hanói. Ni en sueños podrían los líderes chinos imaginar un experimento de laboratorio tan idóneo para comprobar de qué manera enfrenta Occidente su declive como el que vemos en Ucrania. Eso sí, como al contrario que en el caso de Rusia, en el caso de China el tiempo juega a favor de Pekín, los chinos pueden permitirse una transición mucho más suave desde el papel de espectadores del desorden a creadores de él. De ahí la paciencia estratégica con la que los chinos vienen poniendo a prueba de forma sucesiva a sus vecinos japoneses, filipinos y vietnamitas en el mar de la China Meridional: la presión china sobre las islas Senkaku o los archipiélagos Spratley o Paracelso ha de verse precisamente como un test periódico de la robustez tanto de las normas como de las coaliciones en las que sustenta la paz en unas aguas por donde transita el 50% del tráfico marítimo mundial. Al igual que Rusia en Ucrania, China podría llegar a creer factible imponer unilateralmente y por la vía de los hechos su propia versión de un miniorden regional en el que su supremacía fuera indiscutible. Con una salvedad: que, al contrario de Rusia, que enfrenta una Unión Europea posmoderna, Estados Unidos no es ni mucho menos el contendiente asimétrico con el que se manejan Putin en Bruselas.

La suma de estos dos factores de desorden nos lleva a una situación paradójica. Por un lado vivimos en un orden económico mundial de carácter posestatal que funciona de forma completamente integrada, con cadenas de producción y distribución que no conocen fronteras. Pero por otro, habitamos bajo un orden político que en lugar de caminar también hacia la posestatalidad (sólo la Unión Europea ha alcanzado ese estadio en el que la soberanía pasa a un segundo plano), se divide en dos: el de los Estados que renquean, chirrían y hasta desaparecen, y el de los que refuerzan su estatalidad a costa del orden internacional y se resisten eficazmente a someterse a un orden del que no se consideran deudores.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Occidente pasó de hacer la guerra a hacer las normas que regían el orden internacional. Pero ahora, ni está dispuesto a adaptar esas normas, ni tiene la capacidad de imponerlas, ni sabe cómo persuadir a los demás para que las acepten. Paralizado por su impotencia, se ha convertido en espectador pasivo de su propio declive.

José Ignacio Torreblanca,

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