El nuevo estilo de golpe de estado de Daniel Ortega

En medio de acusaciones de fraude y expresiones de serias dudas por parte de los observadores internacionales, la reelección de Daniel Ortega como presidente de Nicaragua se constituye en un nuevo estilo de golpe de estado que es perpetrado por el “titular del cargo”, este estilo de golpe establece un peligroso precedente para América Latina. La interrogante sobre qué hacer al respecto plantea un serio dilema para la Organización de Estados Americanos (OEA).

De acuerdo a los observadores electorales de la Unión Europea, hubo una "pérdida grave" en la calidad democrática de las elecciones, mientras que los propios supervisores nicaragüenses de esos comicios, la Cámara de Comercio y la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica, calificaron a proceso electoral como "no transparente" y exigieron la renuncia de la totalidad del Consejo Supremo Electoral. Desafortunadamente, la OEA, a pesar de estar obligada por la Carta Democrática Interamericana, no ha actuado; esto revela que este organismo no está preparado para actuar en las zonas grises de un fraude electoral.

La reelección de Ortega para que desempeñe un tercer mandato está prohibida por la Constitución de Nicaragua y es toque final de la última etapa de un “golpe de estado perpetrado desde la cima”, en el cual el gobierno que llegó al poder como una minoría política elegida democráticamente en el año 2006, utiliza el control que tiene de las instituciones estatales – en especial de los tribunales y la maquinaria electoral – para socavar el imperio de la ley. Por esto y por el historial ampliamente documentado del fraude que cometió en las elecciones municipales del 2008, Ortega está en camino de convertirse en el Robert Mugabe de América Latina.

En la mayor parte de América Latina, el fraude electoral se ha convertido en una cosa del pasado. La victoria de Ortega, lograda mediante la emulación de las maquinaciones del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México que gobernó dicho país durante muchos años y de la dictadura elegida de Alberto Fujimori en Perú en la década del noventa, sugiere de manera enfática que la democracia en América Latina aún sigue siendo frágil.

Las elecciones del 6 de noviembre marcaron un récord por su falta de transparencia, esto llegó a tal extremo que los observadores de la UE declararon que la elección fue “no verificable”, mientras que el enviado de la OEA, Dante Caputo, confirmó que sus observadores fueron expulsados ​​de forma arbitraria de un 20% de los colegios electorales seleccionados para ser observados. Según las estimaciones de la oposición, el partido Sandinista de Ortega realizó el conteo de votos solo en más de un tercio de las mesas electorales, porque no se permitió que estén presentes los supervisores de la alianza opositora PLI.

La ironía es que Ortega no tenía necesidad de robar las elecciones para poder ganar, inclusive para ganar por un margen considerable; las encuestas preelectorales le daban una clara ventaja. Entonces, ¿por qué no optó por organizar unas elecciones transparentes?

Con su mentalidad autoritaria, Ortega rechaza instintivamente las normas de la democracia representativa. Su comportamiento refleja su convicción de que solamente se puede garantizar una mayoría parlamentaria abrumadora si el partido tiene el control del aparato electoral.

El resultado de las elecciones, que adjudicó a Ortega el 62% de los votos, le ofrece una cómoda mayoría en la Asamblea Nacional, lo que le permite continuar con las reformas constitucionales y modificar el sistema político de la forma que a él le plazca. Ahora tiene todo el poder gubernamental en un régimen que combina Estado, partido y familia, y que está avanzando hacia la cooptación del ejército y la policía. Los únicos contrapesos visibles son las organizaciones democráticas de la sociedad civil, una prensa independiente, cuyas libertades se han visto reducidas drásticamente, y una nueva oposición política que aún no ha establecido sus credenciales a través de una estrategia de resistencia.

El modelo de Ortega, “cristianismo, socialismo y solidaridad”, es muy diferente al de sus pares en la Alianza Bolivariana (ALBA), que está encabezada por el presidente de Venezuela Hugo Chávez. Más allá de la retórica revolucionaria y el culto a su personalidad que rodean a Ortega y a su esposa, Rosario Murillo, él es políticamente autoritario, económicamente pro-negocios, y socialmente populista.

Por lo tanto y de manera contraria a Chávez y su intervencionismo estatal, Ortega garantiza la continuidad de las políticas económicas neoliberales que están respaldadas por el Fondo Monetario Internacional. De hecho, promueve una alianza con los grandes capitales al estilo fastuoso de Anastasio Somoza, el dictador que fue derrocado por los sandinistas de Ortega en el año 1979. Somoza fue quien dirigió esta famosa frase a los líderes empresariales: “Ustedes ganen dinero, y yo me encargaré de la política”.

Pero el factor clave que explica la fortaleza de Ortega no es una gestión económica prudente, sino más bien el impacto político que tiene el dinero venezolano, flujos del cual, al haber sido privatizados, no están sujetos a los mecanismos de responsabilidad pública regulares. Chávez disemina un estimado de $500 millones de dólares en Nicaragua cada año – esta cifra equivale al 7% del PIB. Se enviaron a Nicaragua cerca de $2 mil millones durante el anterior mandato de Ortega. Estos fondos se destinan a empresas privadas y campañas del partido, pero también se utilizan para financiar programas de asistencia social bajo un modelo de clientelismo político conocido como "Regalos del Comandante".

La reelección de Ortega, por lo tanto, representa un triunfo político para el ALBA, pero a su vez también demuestra que dicho régimen depende de la reelección de Chávez en el año 2012. Puede que este tercer mandato presidencial de Ortega no alarme de manera inmediata a los gobiernos vecinos de América Central, pero la forma en la que se vaya a desarrollar sí genera incertidumbre en el largo plazo.

Un posible escenario sería que el régimen se consolide y resuelva temporalmente su crisis de legitimidad con la ayuda económica de Chávez. Otro escenario, igualmente probable, sería que la presión popular y la protesta contra el fraude, la creciente corrupción y el autoritarismo conduzcan a un cambio radical.

En cualquier de los casos, la OEA no debe permanecer al margen. Permanecer en silencio acerca de Nicaragua establece un peligroso precedente para otros países de América Latina.  El artículo 20 de la Carta Democrática Interamericana permite que cualquier gobierno ponga al régimen de Ortega en la agenda para el debate, si argumenta que dicho régimen representa una amenaza para la democracia. Es sólo una cuestión de encontrar un gobierno con la voluntad política de hacerlo.

Por Carlos F. Chamorro, uno de los galardonados con el premio de periodismo María Moors Cabot de la Universidad de Columbia. Fue viceministro de Cultura y editor del diario sandinista Barricada desde 1979 a 1994, y ha sido director de los medios periodísticos independientes Esta Semana y Confidencial desde 1995. Traducido del ingles por Rocío L. Barrientos.

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