El nuevo orden postdemocrático

El sueño de trasplantar una cabeza es muy antiguo. Ya en Rabelais (Pantagruel, capítulo XXX), Panurgo logra recoser la de Epistemón. En Las manos de Orlac, de Maurice Renard, el célebre pianista Orlac pierde las suyas en un accidente, pero le trasplantan las de un asesino guillotinado. Cree que ha heredado las tendencias criminales de su donante y se desespera. La pareja de escritores franceses Boileau-Narcejac en Las víctimas, nos cuentan como el profesor Marek logra llevar a cabo un trasplante integral: corta en siete partes el cuerpo de un criminal condenado a muerte y lo traslada a siete accidentados. El experimento resulta un éxito, pero aquella cabeza guarda el alma del criminal y esta emprende la persecución del resto para recuperar su cuerpo original.

Lo mismo le sucede a este gobierno. El presidente ha pretendido trasplantar su cabeza a los cinco cuerpos incorruptos de sus socios, pero ellos, una y otra vez, se remueven contra él para no perder sus nefastas identidades. A estas alturas de la legislatura, ya ni Panurgo sería capaz de recoser estas disputas, ahora volcadas sobre Ucrania, creando una imagen sumamente desestabilizadora de España.

El nuevo orden postdemocráticoLa extrema derecha y la extrema izquierda, e incluso el independentismo catalán, han coqueteado sin cesar con Putin. Y no solo el extremismo español, sino también el europeo que, ahora, a la vista de los asesinatos en masa promovidos por el dictador ruso, se echa las manos a la cabeza. El actual PSOE podrá ser muchas cosas, pero no es un partido de la guerra como así lo han denominado malévolamente las lumbreras Belarra-Montero, con la aquiescencia enmascarada del resto de socios adjuntos. Ellos, como López Obrador, al que todos los días le asesinan a cientos de mexicanos, son pacifistas, del partido de la fraternidad universal. Es increíble ver y escuchar a la representante de Bildu en el Congreso lamentarse de los muertos civiles ucranianos, cuando jamás ha hecho la más mínima mención a los despiadados asesinatos que sus correligionarios de ETA llevaron a cabo. Pero también nuestras democracias occidentales rindieron pleitesía al tirano cuando, desde el primer momento, habría que haberle plantado cara. Esta actitud humillante será siempre para Europa una vergüenza. Una más: ver morir a estos europeos que muy bien podríamos ser nosotros mismos.

Hay que buscar hasta la extenuación la paz, pero cuando esta se basa en permitir la injusticia y perseguir la libertad, la paz no está por encima de la fuerza de la razón. Europa ya no se va a librar de la presencia de Putin, siempre amenazante. Le hemos entregado un buen bocado de pan para calmar a este Polifemo, pero el monstruo está allí sentado en su mesa de verdugo esperando el siguiente plato. Ya lo ha dicho la Premio Nobel de Literatura bielorrusa, exiliada en Alemania, Svetlana Aleksiévich. «Si Putin gana esta guerra, continuará». Putin siempre va a estar aquí, omnipresente, amenazando a su propio pueblo y a todos nosotros. Putin lucha contra Ucrania pero, en realidad, lucha contra nuestras democracias parlamentarias. Como escribió Romain Rolland, durante la Primera Guerra Mundial, «estamos ante un torrente de sangre que separa a los pueblos y que ya no es posible salvar con las palabras». El desastre humanitario, incluso muy superior al que nosotros sufrimos durante la Guerra Civil, nos trae a la mente los anteriores conflictos fratricidas europeos más cercanos. «Ningún europeo puede ser enteramente un exiliado en ninguna parte de Europa», decía el filósofo Burke. Nos hemos equivocado al pensar que tras la última Guerra Mundial no volveríamos a pasar jamás por lo mismo. En realidad solo hemos vivido una tregua, quizás la más larga en mucho tiempo. Europa nunca ha estado, definitivamente, en paz. Hoy más que nunca, cualquier guerra, como la calificó Thomas Hobbes, es «bellum omnium contra omnes». La guerra de todos contra todos. La destrucción de la propia humanidad.

Sartre comentó que la libertad no es sino la existencia de nuestra voluntad. Que no bastaba querer, pues había que querer querer. Pero en nuestra sociedad del bienestar, desactivamos el poder de esa voluntad a base de convertirnos en meros consumidores de felicidad controlada por los antidepresivos. A Putin no queda más remedio que hacerle frente. La amenaza nuclear o biológica siempre la tendrá presente en su perturbada mente. Nunca será suficiente la hecatombe para colmar sus delirios de grandeza. Él se justifica con ese nacionalismo populista y victimista tan conocido entre nosotros. Pero esa mentira esconde una artimaña para conseguir un bien propio. Putin es el padrino de un estado totalitario corrupto. Zelenski, ese actor-presidente, al que acusan de neonazi siendo él mismo de origen judío, ha encontrado el mejor papel de su vida. Y lo está llevando a cabo como De Sica en El General de la Rovere. Saber morir, en la vida real y en los escenarios es uno de los actos más difíciles. Aunque Montaigne opinaba todo lo contrario, pues decía que en la vida real solo se interpreta una vez y la propia muerte ayuda mucho. Saber morir es un deber cuando es la manera de representar a todo un pueblo inocente. Salvador Allende, por ejemplo, en La Casa de la Moneda, en Santiago de Chile. ¿Cuántos dirigentes europeos, incluyendo al propio Putin, estarían dispuestos a semejante representación? Que se lo pregunten a Gerhard Shröder, el ex canciller socialdemócrata alemán, amigo y empleado de Putin, presidente del consejo de administración del gaseoducto germano-ruso, a quien la Fiscalía alemana lo investiga por crímenes de guerra relacionados con la invasión rusa de Ucrania.

Zelenski es el General Gordon en Jartum. Putin es El Mahdi. Si muere el primero, al segundo le seguirá el maleficio. Putin es un europeo viejo, una excrecencia del homo sovieticus. Zelenski es un europeo nuevo. Putin, y no el gran y sufrido pueblo ruso, es un vulgar simio que lucha contra Platón. Hoy, el «No a la guerra!» es el «¡No a la democracia y a la libertad!». Un «¡Vivan las cadenas!». Es muy duro afirmar esto después de saber los millones de muertos que hubo en los campos de Europa. Pero a Putin hay que destruirlo porque el único fin de su vida es el intentarlo con nosotros.

¿Quién está más loco, Putin o Trump? Este último declaró a la UE como enemiga, e incluso a Canadá. Y ayudó a la rehabilitación de su homólogo ruso. A la OTAN también la puso en entredicho. Maquiavelo escribió que, a veces, era muy sabio fingir locura. Como cuenta Christopher Clark en Las trampas de la historia, este dueto tiene semejanzas con la «teoría del loco» de Nixon. Durante la Guerra de Vietnam hicieron creer a los comunistas que este presidente era un ser irracional e imprevisible y que, cuando les hablaba sobre los asuntos de la contienda, tenía siempr e a mano el botón nuclear. ¿Hubiera Putin invadido Ucrania si hubiera estado Trump en el poder? George Friedman calificó este tiempo de dos maneras. La post-Guerra Fría (1990-2007), con todo el poder en manos de los EEUU tras el desplome de la URSS; y la era de la post-post-Guerra Fría (2007 en adelante). Es en este período donde crece el rechazo de Putin a la era Gorbachov-Yeltsin, y surge su nacionalismo populista culpando de todos los males a las democracias occidentales. El inmortal ministro de Exteriores, Lavrov, califica estos años como los de la realización de un Nuevo Orden post-Occidental o post-Liberal. Los chinos hablan de La Época de las Oportunidades Estratégicas. Es decir, unos y otros, dan entrada a la multipolaridad.

LA UE, que debería acceder de inmediato a la entrada de Ucrania, ha reaccionado porque no le quedaba más remedio para mantener su propia existencia. Pero lo ha hecho como la abadesa del convento de Sonrisas y lágrimas. Las democracias blandas no resisten los envites y fallecen como los propios seres humanos. Dan paso a gentes desalmadas como Putin. La UE debe ser una democracia fuerte y ejemplar para el resto de los países que quieran construir un mundo mejor. Europa debe hacerse presente con toda la fuerza de la razón y no buscar esconderse en un destino diferido, ese tiempo que se prolonga entre la agonía y el fin definitivo de la existencia. Kierkegaard escribió que, ante el sufrimiento, hay dos caminos: uno, el sufrir, y el otro, convertirse en profesor del sufrimiento ajeno. Este sufrimiento no nos es ajeno. No podemos seguir en la ciceroniana «exquisita supplicia». En la Dialéctica negativa, Adorno escribió que la necesidad de prestar voz al sufrimiento era la condición esencial de toda verdad. Este Tirano Banderas valleinclanesco no duda incluso en martirizar a sus propios conciudadanos. Zygmunt Bauman tenía razón, estamos en la Retrotopía, hemos regresado a los años 30 del pasado siglo XX.

Qué triste es volver a escuchar por la radio los violines de Verlaine «que hieren mi corazón con monótona languidez».

César Antonio Molina es exministro de Cultura. Escritor. Sus dos últimos libros publicados son Las democracias suicidas (Fórcola) y ¡Qué bello será vivir sin cultura! (Destino).

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