El nuevo Oriente Próximo de Bush

La proclamación de "misión cumplida" que hizo el presidente George W. Bush hace cinco años respecto a Irak fue tan soberbia como ilusa es su afirmación actual de que el "refuerzo" ha "proporcionado una gran victoria estratégica en la guerra contra el terror". La aventura de Irak no sólo es la guerra más larga y más cara de la historia de Estados Unidos -el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz ha calculado un abrumador coste de tres billones de dólares-, sino además la de resultados menos claros.

La guerra ha pulverizado la sociedad iraquí y la ha disuelto en un mosaico de etnias y sectas. El "refuerzo" terminará tarde o temprano, y los iraquíes, paralizados por la violencia y la corrupción, seguirán siendo incapaces de unirse políticamente; dado que su ejército todavía no está en condiciones de tomar el relevo de los estadounidenses, es inevitable que vuelva a estallar la violencia yihadista e inter-étnica. Como dijo hace poco el coronel Omar Ali, responsable del batallón iraquí en Mosul -hoy el principal blanco de los insurgentes-, "sin los americanos, nos sería imposible controlar Irak".

Desde el punto de vista estratégico, la guerra ha sido un fracaso absoluto. Ha sido un caso claro de desmesura imperial que ha forzado los recursos del ejército estadounidense, ha menoscabado la posición moral de Estados Unidos en todo el mundo y su reputación en Oriente Próximo, ha representado una grave amenaza para su economía y ha demostrado a amigos y enemigos las limitaciones del poder norteamericano.

La consecuencia involuntaria más grave de la guerra ha sido la aparición de un poder chií que desafía a los aliados suníes de Occidente en Oriente Próximo. La destrucción de Irak como potencia regional ha situado la hegemonía en el golfo Pérsico -cuya importancia fundamental para los intereses occidentales no puede olvidarse- en manos del régimen islamista chií de Irán.

Sobre los escombros de la dictadura de Sadam Husein, los estadounidenses han ayudado a crear en Irak el primer Estado árabe dominado por los chiíes, que muy bien podría ponerse al servicio de las ambiciones regionales de Irán; una calamidad de proporciones históricas para los aliados suníes de Estados Unidos. La reciente visita oficial del presidente Mahmud Ahmadineyad a Irak transmitió a los norteamericanos un mensaje inequívoco: las perspectivas de alcanzar un mínimo de estabilidad en Irak dependen ya de las fuerzas alineadas con Irán.

Las dificultades de Estados Unidos en Irak y otros lugares han contribuido de manera decisiva a las ambiciones nucleares de Irán. Los iraníes se consideran inmunes a un ataque estadounidense contra sus instalaciones porque piensan que las penalidades vividas en Irak y la creciente oposición a la guerra en Estados Unidos son una señal de que la estrategia de guerras preventivas de Bush ha fracasado.

Ahora bien, por muy radical que sea el régimen iraní, no es suicida. Por consiguiente, la amenaza que representa un Irán nuclear consiste, no tanto en su inclinación a iniciar una guerra nuclear con Israel, como en la posibilidad de proyectar su poder regional con eficacia. Un Irán nuclear podría incluso poner en peligro la capacidad de Estados Unidos de desplegar una fuerza militar convencional en el Golfo en momentos de crisis. Además, Irán podría verse tentado de respaldar sus ambiciones regionales con el abastecimiento de material nuclear a grupos terroristas afines.

La debacle estadounidense en Irak ha servido para envalentonar a quienes desafían el statu quo en la región, igual que la mal concebida cruzada democrática de Bush en el mundo árabe. Bush ha descubierto, para su desolación, que cualquier ejercicio de democracia en el mundo árabe está abocado a abrir la puerta a los islamistas antioccidentales, ya sean los Hermanos Musulmanes en Egipto, los partidos chiíes en Irak o Hamás en Palestina.

Lo irónico es que, cuando Estados Unidos ha tenido que acabar abandonando sus fantasías sobre una democracia árabe de estilo occidental, ha dejado la antorcha de la democracia en la región en manos de los iraníes, que han comprendido enseguida que las elecciones libres son la mejor forma de minar el poder de los regímenes proamericanos en Oriente Próximo.

La guerra de Irak ha hecho también que Estados Unidos ignorase el proceso de paz entre Israel y Palestina. Hoy en día, las posibilidades de que el Gobierno de Bush pueda reunir a sus aliados suníes "moderados" en la región para que ayuden a rescatar el proceso de paz están en manos de un eje regional encabezado por Irán, que incluye a Hamás, Hezbolá y Siria. Todos ellos están unidos en su rechazo a una Pax Americana en Oriente Próximo y, hasta ahora, han mostrado una resistencia extraordinaria a cumplir las condiciones previas que exige Estados Unidos para el diálogo.

Que Estados Unidos es incapaz de inspirar a los pueblos de Oriente Próximo, todos gobernados por autocracias que los norteamericanos apoyan, no es precisamente una novedad. Lo que es una novedad es que quizá esté perdiendo también la capacidad de intimidarlos con su poder.

Shlomo Ben-Ami, antiguo ministro de Exteriores de Israel, es en la actualidad vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia © Project Syndicate, 2007.

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