El oasis desecado

En el Madrid anterior a la muerte del Dictador era un lugar común hablar con envidia de la política catalana que, con su Asamblea y su Mesa de Fuerzas Políticas, había creado un área de libertad. Cataluña era un oasis, se decía. En realidad, como recordaba recientemente Jordi Amat (Cultura|s La Vanguardia, 8 de octubre de 2016), la noción de oasis fue creada en la década de los treinta del siglo XX por el periodista Manuel Brunet para reprochar a Esquerra no haber creado un territorio pacificado. El término hizo fortuna y fue utilizado por autores de toda la procedencia como, por ejemplo, Pere Culler y Andreu Farràs (L'oasi català, Barcelona, 2001). En los últimos tiempos se emplea para destacar la alta “calidad” de la democracia catalana frente a la deficiente “calidad” de la democracia española que persigue a quienes en Cataluña quieren ejercer esa misma democracia. El último que lo ha dicho fue el expresidente Mas en septiembre en un diario de Barcelona. Por eso resulta pertinente valorar la calidad de la democracia catalana.

El oasis desecadoLa política catalana del siglo XX no tuvo un elevado nivel de calidad ni de respeto al principio democrático. A comienzos del siglo pasado Barcelona conoció constantes episodios de pistolerismo que mostraban el poco aprecio que las élites empresariales y el movimiento obrero (anarquista) tenían por a la negociación como cauce de entendimiento laboral. En los años treinta la rebelión preventiva de Companys tampoco evidenció aprecio por la democracia. Vemos el mismo desprecio a la democracia al comienzo de la Guerra Civil cuando, tras el fracaso del golpe de Estado, la CNT se hizo con el poder en Cataluña y, en el lado opuesto, Cambó financió el primer servicio de espionaje de los rebeldes.

Hasta la operación Tarradellas se diseñó para impedir que la presidencia del órgano preautonómico correspondiera a un socialista. Con la mera legitimidad histórica, PSC y PSUC aceptaron sin rechistar un presidente provisional que no saldría de la distribución de escaños de las Cortes de 1977, como pasó en los demás territorios. No es de extrañar que el historiador Albert Manent hablara de la “imprevista i rocambolesca tornada” de Tarradellas.

En la actual situación catalana hay bastantes signos de degradación de la democracia:

a) Fractura de la sociedad en dos partes enfrentadas. En las sociedades posindustriales el cleavage derecha/izquierda ha sido sustituido por nuevos cleavages, políticos, sociales y culturales cuya proliferación provoca, paradójicamente, más cohesión social porque tanta segmentación quita fuerza al enfrentamiento de clase. Pero en Cataluña ocurre lo contrario. El cleavage nacionalismo/españolismo atraviesa las familias, los centros de trabajo y hasta los espacios de ocio. Salvo situaciones de gran conflictividad social, la sociedad no suele dividirse en dos semiesferas irreconciliables sin el consenso propio del sistema democrático.

b) El poder en Cataluña radica en un partido minoritario y en dos organizaciones que no han concurrido a las elecciones. Aunque Omnium Cultural y la Assemblea Nacional Catalana son dos asociaciones que nunca han concurrido a las elecciones y aunque la CUP es el partido menos votado y con menos escaños del Parlamento (diez escaños sobre 135 y 8'21 % de los votos), el poder de Cataluña está secuestrado por ambas asociaciones y por ese partido minoritario. Las dos organizaciones impusieron a sus máximas dirigentes para encabezar la candidatura de Junts pel Si por Barcelona en las últimas elecciones autonómicas, la CUP vetó con éxito a Mas y todas han marcado la agenda política desde la primera sesión de la legislatura, cuando, antes de someterse Mas a la investidura, la mayoría se vio obligada a aprobar la Resolución independentista de 9 de noviembre de 2015 (declarada inconstitucional). Puigdemont ha tenido que someterse a una cuestión de confianza para fortalecerse frente a la CUP que sigue extorsionándole sin que Junts pel Si pueda liberarse de su presión.

c) La política no se hace en las instituciones sino mediante la ocupación de la calle. Al no tener mayoría social suficiente, el independentismo ocupa los espacios públicos para que varias avenidas llenas de manifestantes hagan creer que representan a la mayoría. Movilizan cargos públicos cuando alguno de los suyos, como Mas o Homs, acude a una declaración judicial, como si unos cuantos manifestantes pudieran modificar una acusación penal. Ocupar la calle es fácil y aporta una ficción de legitimidad en detrimento de los resultados electorales.

d) Constante deslegitimación del Estado democrático. Si un juez cita como imputada por un delito electoral a una alcaldesa, ésta se niega a comparecer porque sólo se debe al pueblo. Si otro juez ordena cumplir una medida cautelar relativa a la celebración de la fiesta nacional, el concejal requerido por la orden judicial rompe ésta en presencia de la prensa. El lenguaje de la CUP es, además, de abierta rebeldía contra el Estado democrático, especialmente frente al Tribunal Constitucional. En ningún país democrático de Europa hay un proceso tan intenso de deslegitimación del Estado, a cargo, precisamente, de los titulares de instituciones del propio Estado. También el Presidente Montilla participó en ese proceso de deslegitimación cuando encabezó la manifestación contra la sentencia del Tribunal Constitucional en 2010 pero aquel gesto inaudito en un antiguo Ministro ahora es el gesto más repetido entre los independentistas.

e) Crecientes denuncias del Estado democrático ante los organismos internacionales. No es pensable que el Embajador español en Berlín reciba una carta del Presidente de Renania-Palatinado denunciando que se siente perseguido por las autoridades federales y que espera ser independiente en poco tiempo. Eso ocurre continuamente cuando las autoridades catalanas denuncian ante otros Estados, ante la Unión Europea y ante la ONU la persecución que sufren. Esos mensajes no constituyen libertad de expresión sino que responden a un propósito de desprestigio de la democracia española cuya legitimidad y cobertura jurídica se pone en duda como si se tratara de un régimen autoritario.

¿Qué pensaríamos de un país donde el cleavage étnico rompe a la sociedad en dos partes y ha desaparecido el consenso social, donde el partido menos numeroso del Parlamento tiene acogotado al Gobierno y a la mayoría de la Cámara en colaboración con dos asociaciones privadas, donde la política no se hace en las instituciones sino en la calle, donde se deslegitima al Estado que garantiza la democracia hasta denunciarlo ante la sociedad internacional? ¿Lo consideraríamos un oasis de democracia o creeríamos que, si fue oasis alguna vez, hace tiempo que se ha desecado y está recubierto de arena?

Javier García Fernández es Catedrático de Derecho constitucional Universidad Complutense de Madrid

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