El Obama invisible

En las primeras líneas de su ya clásica novela de iniciación y protesta social 'El hombre invisible' ('Invisible Man', 1952), el narrador de la obra de Ralph Ellison explicaba: «Esa invisibilidad de la que hablo tiene su origen en una curiosa disposición de los ojos de la gente con la que me relaciono. Se trata de un problema en la configuración de sus ojos interiores, esos ojos con los que perciben la realidad más allá de lo que captan sus ojos físicos. No me quejo, ni estoy lanzando una protesta. En ocasiones el ser invisible tiene sus ventajas, aunque a menudo resulta agotador». Con el tiempo, el protagonista de color de Ellison se enfrenta a lo largo de la obra con estructuras y comportamientos racistas difícilmente concebibles en los EE UU del siglo XXI. Sin embargo, sería un tanto ingenuo pensar que el color de la piel de la gente ha dejado de tener una notable incidencia sobre su identidad, sus proyectos personales, su forma de pensar y relacionarse o de ser percibido por los demás. Probablemente muy a su pesar, el líder demócrata Barack Obama ha tenido que llevar a sus espaldas el pesado lastre histórico-cultural que el color de su piel implica en la esfera política de su país. Como Shelby Steele mantenía acertadamente, «por alguna extraña razón, cada vez que se intentan explicar sus ideas políticas siempre se acaba haciendo referencia a su 'pedigrí racial' -como si ese 'pedigrí' explicase inevitablemente sus ideas-».

Parece incuestionable que el devenir de cualquier figura política en la nación más poderosa de la Tierra está íntimamente ligado a su capacidad de atraer la atención y recabar el apoyo de un número sustancial de compatriotas -a ser posible, de aquéllos con más recursos-. De ahí la gran importancia que habitualmente se otorga tanto a la recaudación de fondos de apoyo a la campaña como a la prolongada exposición de la persona elegida ante las masas durante la misma. Aún sin negar la efectividad que estos esfuerzos por elevar el 'nivel de visibilidad' del candidato o candidata puedan tener en los resultados finales, parece también evidente que esa exposición pública conlleva un precio considerable en lo que respecta a responder a las expectativas y explotar aquellos aspectos de la propia imagen a los que se puede sacar mayores réditos electorales.

Stuart Hall ha escrito con profusión sobre la tendencia de los seres humanos a cimentar la producción de significados sociales y culturales en la 'difference', ya sea de raza, género, clase, edad, religión. Esta última campaña electoral norteamericana resulta un botón de muestra ideal del carácter relacional de la generación de significados, ya que nuestra percepción de los contendientes se ha visto totalmente mediatizada por la posición que ocupan en el imaginario de aquella sociedad. Hall también advierte de que uno de los efectos más perniciosos de interpretar la realidad de acuerdo a esas oposiciones binarias (blanco/negro, hombre/mujer, rico/pobre y demás) es un excesivo reduccionismo y simplificación que «se traga», cual agujero negro, todos esos otros rasgos distintivos que realmente definen la identidad propia.

Una de las grandes paradojas con las que ha tenido que aprender a convivir el candidato Obama ha sido precisamente la de que el rasgo identitario que en teoría le hace más visible -y diferente- ha sumido todas sus otras facetas y dimensiones en la más profunda de las tinieblas. Al principio mostró una notable resistencia a la idea de que se le identificase como el candidato de un grupo humano concreto y en su libro 'Los sueños de mi padre' ('Dreams from my Father', 1995) reflexiona, de hecho, sobre la clase de vulnerabilidad que su ascendencia interracial -madre blanca y padre negro- le ha ocasionado a lo largo de su vida. Sin embargo, debido probablemente a las presiones y expectativas a las que me refería anteriormente, Obama dio un discurso el 18 de marzo en Filadelfia en el que se lanzó a definir su posición frente a las relaciones y los conflictos interraciales en su país. En la frase más memorable afirmaba que le era imposible repudiar ni a su 'pastor negro' (el reverendo Jeremiah Wright) ni a su 'abuela materna blanca', a los que en diferentes fases de su vida había oído expresar miedos, fobias e incluso odio hacia la otra raza.

Como varios periodistas explicaron tras el evento, el tratamiento que Obama dio al espinoso tema fue a la vez inequívoco y terapéutico ya que admitía los errores de ambos grupos humanos en el pasado y abogaba por la creación de un nuevo sentimiento de unión entre los dos en el futuro. Pero quizás, más que como muestra de su elocuencia e inteligencia política, este discurso sirvió al candidato demócrata para pasar página y eludir el peligro de ver su proyecto 'atrapado' bajo una única etiqueta. K. Anthony Appiah ha indicado sobre este tema que «una vez que se impone una etiqueta a un grupo humano, las ideas acerca de la gente que encaja bajo esa etiqueta comienzan a tener consecuencias psicológicas y sociales. Sobre todo, esas ideas van a condicionar la manera en que se conciben a sí mismos y sus proyectos».

Si todo lo que Barack Obama pudiera ofrecer a su país fuese la visibilidad y la representación simbólica de un grupo humano hasta ahora casi totalmente excluido del ámbito político, esto ya sería un paso adelante. Sin embargo, sus escritos, conferencias, entrevistas y discursos más recientes sugieren que, lejos de priorizar el tema de ser un mulato en una sociedad que sólo hace cincuenta años seguía poniendo trabas legales a los matrimonios interraciales, sus intereses están centrados en problemas más urgentes para el conjunto de la ciudadanía de su país: su endeble economía, su desastrosa política exterior -en especial en Oriente Medio-, el costoso sistema de seguros médicos o el cambio climático. No es de extrañar que los bloques demográficos que le han dado una cómoda ventaja en los 'caucus' decisivos hayan sido los norteamericanos con un más alto nivel educativo, los más jóvenes y los de color. Joe Klein escribía hace unas semanas en la revista 'Time' que muchos estadounidenses están ya hartos del «populismo carnavalero» y la «política a la vieja usanza» de algunos candidatos y candidatas.

La decisión de Obama de buscar respuestas a las preocupaciones del ciudadano medio y de hacerlo sin dar la espalda los principios básicos de la democracia parece lógica y natural, pero no ha debido de ser fácil cuando buena parte de los dardos de sus rivales políticos buscaban el sensacionalismo de titulares relacionados con antiguas amistades y creencias religiosas o con su supuesta falta de experiencia y conocimiento en algunos ámbitos. El mayor de sus éxitos ha sido retroceder ante esta carnaza mediática que en varios casos no buscaba sino hacer más aparente su ya perfectamente visible 'difference'.

Uno tiene la impresión de que el Barack Obama que realmente podría aportar toda esa «audacia y esperanza» a la que él a menudo se refiere ('The Audacity of Hope', 2006) sería precisamente ese 'Obama invisible' que recurre a la variedad y riqueza de sus experiencias en Hawai e Indonesia, en Nueva York y Chicago y, por supuesto, en la Facultad de Derecho de Harvard, para dar rigor y consistencia a sus propuestas. Sería ilógico pensar que su vida no se ha visto influida por la temprana ausencia de su padre, su breve estancia en una escuela católica, sus vivencias en una nación mayoritariamente musulmana, una adolescencia compartida con sus abuelos maternos o los años que pasó trabajando en los barrios negros más marginales de Chicago. Incluso su dolorosa derrota del año 2000 en su carrera hacia el Congreso norteamericano, representando a Illinois, debiera considerarse una de las lecciones necesarias para su posterior crecimiento como figura política a nivel nacional.

Desde su brillante conferencia durante la Convención Nacional Demócrata de 2004, la principal estrategia de Obama ha sido ir acumulando nuevos apoyos a partir de una gestión inteligente de las múltiples facetas de su identidad y su proyecto político, más que reafirmar la más visible de ellas. En este sentido, su percepción de su país y de sí mismo no difiere en lo fundamental de la que el narrador-protagonista de la novela de Ellison expresa en el epílogo de la misma: «Nuestro destino es convertirnos en uno, y a la vez seguir siendo diferentes -esto no es una profecía, sino una mera constatación-. Por ello uno de los espectáculos más ridículos es ver a los blancos intentando huir de la negritud y volviéndose cada día más negros, y a los negros esforzándose por ser más blancos y tornándose más grises y aburridos». El personaje ellisoniano confiesa que ese objetivo de unidad en la diversidad no resulta para nada sencillo y de ahí que «nadie parezca saber quién es o hacia dónde se dirige». Por fortuna, éste no parece ser el caso del candidato Barack Obama, cada vez más cerca de la Casa Blanca -pero que pronto lo será menos; blanca, se entiende-.

Aitor Ibarrola, profesor de Estudios Norteamericanos, Universidad de Deusto.