El ocaso de una dinastía europea

En nuestra monarquía en el fondo no hay nada extraño. (…) Sin embargo debo decir también que, en esta Europa insensata de los estados nación y los nacionalismos, las cosas más naturales aparecen como extravagantes. Por ejemplo, en el hecho de que los eslovacos, los polacos y rutenos de Galitzia, los judíos encaftanados del Borislan, los tratantes de la Backa, los musulmanes de Sarajevo, los vendedores de castañas asadas del Mostar se pongan a cantar al unísono el Gott erhalte (himno del imperio compuesto por Haydn) el 18 de agosto, día del aniversario de Francisco-José, no hay nada de singular”. Esto escribió Joseph Roth en La cripta de los capuchinos. Y en este texto está implícito el reconocimiento de la grandeza y la fuerza de una dinastía europea -la casa de Habsburgo- en una época en la que el patriotismo no había degenerado en nacionalismo exacerbado. Pero también se anuncia la que sería causa de su debilidad, cuando el Estado nación se convirtió en la fórmula mágica de la ciencia política y de la propaganda. “Los Habsburgo -escribe Jean Bérenger- jamás se identificaron con una nación y en muy raras ocasiones una nación se identificó con ellos”. Quizá -añade- haya dos excepciones: los castellanos hicieron de la “casa de Austria” una dinastía nacional; y, a fines del siglo XIX, Francisco-José insistió en el centralismo y en la alianza alemana, enturbiando su imagen de soberano por encima de los conflictos nacionales.

El emperador Francisco-José, anciano y débil, cometió el grave error de declarar la guerra a Serbia en julio de 1914, tras el asesinato de Francisco-Fernando, en la convicción de que una guerra limitada cohesionaría a la monarquía. Pero no fue así. El inaceptable ultimátum de Austria-Hungría a Serbia provocó una reacción en cadena y originó una guerra que fue letal para el imperio de los Habsburgo. La monarquía de Viena no pudo resistir una guerra larga, que arruinó la economía y agudizó el antagonismo entre las distintas nacionalidades. Al firmarse el armisticio aún existía el ejército austro-húngaro -fueron contadas las deserciones-, pero el imperio había desaparecido, ocupando su lugar una serie de estados divididos en buenos y malos. Malos fueron Austria y Hungría, a los que se impusieron condiciones de paz durísimas; y buenos, Checoslovaquia -cuya existencia nadie imaginaba cuatro años antes- y Yugoslavia -de hecho, la Gran Serbia-. Pero hay que tener muy claro que la desmembración del imperio austro-húngaro no se hubiese producido sólo por causas endógenas, y de no ser por la acción deliberada de las potencias de la Tripe Entente -especialmente de Francia-, que no dudaron en crear un vacío en Centroeuropa que aún dista hoy de haberse llenado. El imperio de los Habsburgo murió en noviembre de 1918.

Ha sido François Fejtö -en su libro Réquiem por un imperio difunto- quien ha inculpado a los políticos franceses de desencadenar este proceso, aceptado por las otras potencias de la Triple Entente, con la esperanza de que un rosario de pequeños estados sucesores del imperio eliminase el peligro de una Mitteleuropa sometida a Alemania y, además, formase un cordón sanitario frente a la revolución bolchevique. La disolución de Austria-Hungría no se explica únicamente por la cuestión de las nacionalidades. Los conflictos nacionales no hubieran bastado para destruir Austria-Hungría. Es hoy opinión común que el triunfo del sufragio universal, la acción positiva de la socialdemocracia y la voluntad de reformas del nuevo emperador Carlos habrían hecho posible la transformación del viejo imperio en un Estado federal. Pero los aliados, en particular la izquierda francesa, que no sentía ninguna simpatía por los Habsburgo, prestaron oídos a los proyectos del checo Masaryk y aceptaron una reorganización completa del mapa de Europa, creyendo barrar el paso al imperialismo alemán.

La pregunta es si valió la pena destruir Austria-Hungría. Hoy predomina la opinión de que sus pueblos eran más libres en 1914 que lo fueron luego, especialmente después de 1938. Una conclusión que se torna más lacerante si se piensa que Austria-Hungría no estalló sino que la hicieron estallar, razón por la que vale la pena recordar la frase de Gide según la cual “se puede hacer una mala política con las mejores intenciones”. Pero de nada sirve lamentar que la historia no siguiese, en aquel momento y en aquel lugar, un curso federalista y no nacionalista. Los hechos fueron los que fueron, y sus consecuencias también. Mitteleuropa -escribe Fejtö- “es hoy el símbolo de una ocasión perdida: la federación en lugar del divorcio y del abandono fatal de lo más intenso de sí”. Y destaca que también contribuyó a este fracaso “el rechazo o la tardanza de las clases dirigentes en revisar el sistema político del imperio, lo que acabó por llevar a las fuerzas autonomistas moderadas a incorporarse al campo de los separatistas”. ¿Les suena?

Juan-José López Burniol

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