El ocaso del catalanismo

Por Jorge Trias Sagnier (ABC, 02/11/03):

En el siglo XVIII, con la dinastía borbónica, Cataluña emerge de la postración económica y decadencia política, social y cultural que se inició con la desaparición de la Casa de Barcelona tras la épica muerte de su último vástago Martí «el Jove», hijo sobreviviente que tuvo Martín I «el Humano», quien después de conquistar Cerdeña sucumbió víctima de los excesos en la celebración de la victoria. Solé-Tura, en su obra «Catalanisme y revolució burguesa» recuerda cómo Soldevila, Vilar y Vicens Vives coinciden al afirmar que es en el Siglo de las Luces cuando Cataluña queda plenamente integrada en la Corona española. Desde el matrimonio de Fernando e Isabel, o incluso desde el Compromiso de Caspe -donde se fragua y ejecuta el cambio de dinastía- es cuando se hace un verdadero esfuerzo colectivo por integrar las estructuras sociales -incluida la lengua-, jurídicas, económicas y políticas en un proyecto común. El Decreto de Nueva Planta no significó, como tantas veces se dice, el fin de las denominadas libertades catalanas, sino el comienzo de una nueva era que fue saludada con sincero entusiasmo por toda la intelectualidad de la época: Dou, Finestres o Campmany dedicaron encendidos elogios a los Borbones, llegando Campmany a afirmar que España era, hasta la llegada de estos, «un cuerpo cadavérico, sin espíritu ni fuerzas para sentir su misma debilidad». La Corona atravesaba tiempos idílicos de unidad y concordia, probablemente debidos a la prosperidad derivada, entre otros factores, del comercio que Carlos III abrió a los catalanes en América.

Algunos escritores e historiadores modernos, atacados de un romanticismo casi enfermizo, se han referido a estos hechos con verdadera congoja y dolor unos y con encendida indignación los otros. Todos ellos como si de una traición a Cataluña se tratase. Incluso ahora es posible leer artículos y libros en los que se trata el Compromiso de Caspe como si fuese un acontecimiento acaecido anteayer. Pero la realidad y la verdad histórica es tozuda: nadie había traicionado a nadie en Cataluña y los catalanes seguían siendo tan catalanes como antes, igual que los castellanos seguían, paralelamente, su propio destino. Unas ciudades se hacían grandes en habitantes y en riqueza y otras, como Medina del Campo, languidecían lentamente. Y entre todos se iba forjando, impulsado desde la Corte de Madrid, un proyecto universal que se llamaba España.

¿Qué ocurrió ya en el siglo XIX tras el afianzamiento del nuevo modelo de Estado que, iniciado en El Escorial de Felipe II, se había consolidado en la Francia de la Revolución? Pues sencillamente que en esa incipiente España, arrasada primero por la brutalidad napoleónica y luego por tres guerras civiles sucesivas, los españoles dejaron de creer en ese proyecto español y universal. Para cuando se intentó ofrecer nuevamente una visión común, las clases dirigentes catalanas ya habían sufrido un proceso de interiorización que desembocó en primer lugar en el denominado movimiento catalanista y, luego, en el nacionalismo catalán. Cataluña, con un despegue económico en el siglo XIX que no tiene parangón en el resto de España, no quiso entonces saber nada de solidaridad y se rebeló contra esa incipiente concepción nacionalista española que tuvo en Cánovas y el canovismo su máxima expresión y en la cuestión arancelaria y la propuesta de redacción del Código Civil dos motivos de lucha para cohesionar el movimiento catalanista. Sus hombres más sobresalientes se rebelan, en suma, contra esa España moderna que comenzaba a despuntar -la España de la Restauración- pero que se debate en su propia contradicción y decadencia, refocilándose en su «desgraciada historia». Historia que, según Ortega y todos los escritores de la generación del 98, no servía de espejo para mirarse.

De esa frustración española nace el discurso catalanista, que tiene como homólogo en España al regeneracionismo: el deseo de cambio, el poder como motor de progreso, la revolución desde arriba. En suma, el «maurismo» como expresión política. Ambos movimientos -catalanismo y regeneracionismo- tuvieron en común algo que va a tener gran trascendencia: a ninguno de esos discursos políticos les gustaba España. En realidad había dos Españas distintas y perfectamente diferenciadas, pero no las dos Españas poéticas, las machadianas «que han de helarte el corazón», sino una rica y emergente en el norte y en Cataluña y otra, cuya capital era Madrid, pobre, desgraciada, heredera de una Castilla alicaída, despreciativa e ignorante. De por sí no muy solidarios con el resto de sus compatriotas ¿qué podían esperar los catalanes de ese proyecto «madrileño» sino incomprensión y trabas a sus ideas expansionistas? En Barcelona se habla de fletes, textiles, acciones, patrón-oro, industria, barcos, comercio, también proteccionismo... y en Madrid se envía a la flota para ser hundida frente a la bahía de Santiago en Cuba, mientras la valiente marinería era devorada físicamente por los tiburones.

Fue Cambó quién, recogiendo lo cosechado por Prat de la Riba mejor sintetizó el pensamiento catalanista que, partiendo de fuentes tan divergentes, trazó sin embargo una línea que arrancaba en Balmes, transcurría por Almirall, y llegaba a su cúspide con Joan Maragall. Una síntesis política alejada todavía del nacionalismo, que pretendía una redefinición económica y política sincera de España, cuya existencia como nación no se ponía en duda. Paradójicamente -o quizá desde la más estricta lógica- esa línea de pensamiento catalanista tuvo su culminación en el franquismo. Son catalanes procedentes de la Lliga o de la Falange quienes después de la guerra, asumiendo el keynesianismo, ordenaron la economía y el desarrollo español acabando, de una vez por todas, con el pacatismo de Madrid. Fueron los gobiernos «desarrollistas» de los sesenta quienes hicieron posible aquello que había soñado Cambó: que España se pareciese a Cataluña económicamente. Esos gobiernos del franquismo, profundamente descentralizadores, rompieron con la idea primorriverista y centralista de las comunicaciones; recuérdese, por ejemplo, el eje de autopistas Barcelona-Bilbao para unir ambos puertos, o la autopista que, enlazando con Francia, unió Barcelona con Andalucía. Y catalanes fueron, también, los artífices de todos esos programas económicos y de desarrollo que cambiaron la piel de España y que posibilitaron luego, con un país económicamente fuerte, una transición pacífica a la democracia.

Ahora hablar de «catalanismo» es como hablar de nada. ¿Qué quiere decirse con eso de que «somos catalanistas»? ¿Queremos afirmar que tienen un sello especial que distingue a estos ciudadanos del resto de los españoles? ¿Que quienes así se denominan aman profundamente sus costumbres y tradiciones? ¿Que no son nacionalistas, pero que quizá lo sean tan sólo un poco? Personalmente creo que se trata de un discurso estéril pues hoy sólo hay dos concepciones con contenido si hablamos con un cierto rigor, rigor necesario para articular un discurso político con credibilidad. La concepción nacionalista, de la que comulgan la Esquerra Republicana, los convergentes de Pujol y los demócrata cristianos de Unió, cuya finalidad última sería una independencia similar a la preconizada por los nacionalistas vascos con eso del «Estado Libre Asociado»; y la concepción constitucionalista que estaría apoyada por socialistas y populares, con la particularidad de que los primeros, además, serían federalistas lo cual, para hacerlo posible, supondría modificaciones en la Constitución de 1978. En todo ese complejo entramado creo que los populares podrían equivocarse si enarbolaran una bandera -la del catalanismo- que ni es la suya y ni siquiera ya significa nada. Hoy España es una realidad constitucional en la que ser catalán no requiere de mayores atributos. He aquí, tras el ocaso del catalanismo, un programa atractivo que ofrecer al pueblo de Cataluña: la consolidación de la Constitución y el desarrollo del Estatuto de autonomía sin otras aventuras políticas que tan sólo traerían desconcierto e incertidumbre.