El odio a Ciudadanos

A Mourinho se le criticaba cada vez que daba una rueda de prensa. Así que empezó a enviar a Karanka en su lugar, y entonces se le criticó cada vez que no daba una rueda de prensa. Ya por entonces escribió Jabois que “a Mourinho se le odia porque habla, porque calla y generalmente porque sí, ya que es una tradición más antigua que la Semana Santa”.

Mourinho y Albert Rivera no parecen tener más aspectos en común que su condición de bípedos; y la tradición de odiar a Ciudadanos manque pierda es bastante más reciente, al menos a escala nacional, que la de denostar al Antiguardiola. Sin embargo, el pacto entre PSOE y Ciudadanos de estos días ha servido para disparar los tics del odio a la formación naranja (instrumentalizados también como armas contra el PSOE) que se han acumulado a lo largo de los últimos meses. Tics que, como en el caso del Gran Odiado, crecen como hongos a izquierda y derecha, por tierra, mar y aire, motivados por razones absolutamente incompatibles entre sí.

A Ciudadanos lo critican los de izquierdas por ser de derechas y los de derechas por ser socialistas, se les critica porque no son verdaderamente de centro y se les critica porque verdaderamente el centro no existe. Se les critica por ser una escisión del PP y por ser una escisión del PSC, por ser un producto de Libertad Digital y por ser una invención de El País, por ser neoliberales y por ser socialdemócratas, porque nos quieren asemejar a Estados Unidos y porque nos quieren arrimar a Dinamarca, por ser al mismo tiempo la marca blanca del PP, la del PSOE y hasta la del Partido Humanista dependiendo de cómo se levante Twitter esa mañana.

También se les critica por pactar con Susana Díaz y por pactar con Cristina Cifuentes, por cerrar un acuerdo con Sánchez y por intentar que Rajoy se sume al pacto, por intentar que se forme gobierno en un país que de pronto, por lo que parece, no quiere que haya gobierno (entonces, ¿para qué votamos el 20-D?). Se les critica por no tener los suficientes principios como para rechazar un pacto con el PSOE, y por tener los suficientes principios como para rechazar los referéndums de autodeterminación.

Se les critica por llamarse Ciutadans y se les critica por llamarse Ciudadanos, por ser catalanes y por no ser todo lo catalanes que debieran. Se les critica por no haber pasado de los cuarenta diputados y por tener la osadía de ocupar cuarenta escaños que pertenecen a otras formaciones; ellas los vieron primero. Se les critica por unas encuestas presuntamente trucadas a su favor durante la campaña electoral, cuando fueron precisamente esas encuestas las que hicieron que los otros tres partidos dirigieran toda su artillería contra los naranjitos durante las semanas previas al 20-D. ¿Alguien se acuerda del lema del PSOE durante la campaña? Porque yo sólo les recuerdo un eslogan: “Ciudadanos es de derechas”.

A Ciudadanos se le critica, con fruición y deleite, por ser el partido del Ibex, esa sala con las luces apagadas donde turbias siluetas urden turbios planes, esa sinagoga donde los sabios de Sion deciden a cuántos niños sacrificar en el altar de Merkel. Qué más dan los largos años partiéndose la cara con el establishment catalán, con el Ibex del 3%, con la jauría del procés (Smithers, suelte a los de TV3). Oportunismo, bien lo sabemos, es ser un chaval perfectamente bilingüe de buena familia que trabaja en La Caixa y que decide plantar cara al rebaño pujolista. Ser españolista en la Cataluña del tripartito y en la de Artur Mas, eso es ser el recambio del Poder.

Los ataques multiformes a Ciudadanos no tienen mucho misterio. Los de Albert Rivera son los únicos que en principio pueden atraer a votantes de todos los demás partidos; los que pueden ser a la vez nuevos y creíbles, indignados y formalitos. Los tres grandes partidos se sienten vulnerables ante ellos y saben, a la vez, que Ciudadanos es vulnerable a sus ataques, puesto que estructuralmente siempre tendrá el hándicap de lo difícil que resulta fidelizar a un electorado de centro, lo arduo que es mantener un atractivo transversal que vaya más allá del voto de castigo.

Nunca dejará de llover sobre ellos la acusación de oportunismo y de ser una mera fabricación de los poderes fácticos (da igual cuáles, eso ya lo decidiremos más adelante), como por otra parte nunca cesará la de criptofranquismo sobre el PP, la de hipocresía progre sobre el PSOE, la de perroflautismo cumbayero sobre Podemos. El problema que tienen frente a los otros tres es que no disponen de un electorado natural y mínimamente adiestrado que sepa hacer oídos sordos a las críticas más absurdas lanzadas por el enemigo.

Ante esta situación, no creo que a Albert Rivera le baste con hacer lo correcto, con jugar sus cartas de la mejor forma posible para que en España haya un cambio que resulte a la vez decente, cabal y más o menos consensuado. El ejemplo de los lib dems británicos está demasiado reciente, y Rivera tiene demasiada cara de alguien que pediría a los votantes que le quisieran menos y que le votasen más.

Su capacidad de hacerse fuerte a escala nacional y de mejorar sus resultados ante las más que probables nuevas elecciones dependerá de una combinación de aciertos estratégicos propios y de errores del adversario. Es verdad que no escasean estos últimos entre el harakiri gurtelpunitáulico del PP, el maximalismo de Podemos y el magma interior en el PSOE. Y entre los aciertos propios habría que destacar la reivindicación frecuente (y hábilmente escenificada) de la figura de Suárez y de la mitología de la Transición como fuente de la legitimidad propia. Ése debe ser el camino: cuidar los símbolos tanto como las acciones, y esperar que los primeros sirvan de escudo a los segundos ante una lluvia de flechas que ya nunca amainará.

David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.

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