El odio anda suelto

Se muestra asombrado y dolido Felipe González del odio que destilan las palabras y los gestos de Pablo Iglesias, muy en especial con su persona. No debería mostrarse. Fue él quien envió a Marx a las bibliotecas en aquel famoso congreso donde puso a sus correligionarios en la tesitura de elegir entre Marx y él. Tras muchas vacilaciones, le eligieron a él, que convirtió al PSOE –uno de los socialismos más radicales que hayan existido– en una socialdemocracia. Eso es algo que un verdadero comunista no perdonará nunca. La socialdemocracia representa para ellos más incluso que una herejía. Representa una traición. «Vendidos al capitalismo», «lacayos del mercado», llamaban a los socialdemócratas los comunistas de antaño, que, por cierto, es lo que llama hoy Errejón –«vendidos al Ibex 35», «copiadores del programa de la FAES»– a Ciudadanos e, indirectamente, a quienes pactan con ellos, Sánchez incluido. Así que Felipe González, y tantos otros socialistas de la vieja guardia, no tienen por qué extrañarse de la saña con que les atacan desde este nuevo comunismo con ribetes populistas, que llega causando destrozos en todas las formaciones de izquierda, incluida Izquierda Unida o comunismo tradicional. Aunque su objetivo más inmediato es engullir al PSOE, al que ataca con rencor y odio indisimulados. Sobre todo después de que se tornara socialdemocracia. Una rabia y un odio en los que veo, aparte de la animosidad del cruzado de la causa hacia el hereje, envidia. Pues la socialdemocracia ha triunfado en una serie de países punteros e incluso se ha hecho un hueco en la cultura occidental. Mientras que el comunismo puro y duro no ha triunfado en ninguno. Su más firme baluarte, la Unión Soviética, pese a su formidable fuerza militar, se vino abajo como un castillo de naipes. El otro gigante comunista, China, ha adoptado un capitalismo de Estado para sobrevivir, no sabiéndose bien cómo clasificarlo. Comunista, lo que se dice comunista de verdad, es hoy tan sólo Corea del Norte. Y no creo que sea ningún modelo para nadie.

El odio anda sueltoAunque en el odio de Iglesias creo detectar, más allá de envidia hacia el que triunfa y saña del creyente hacia el hereje, un rasgo tan característico del carácter español que parece impreso en nuestros código genético. Me refiero a ese cabreo tan típico, a esa mala leche tan especial que, con la envidia, aparece en todas las capas sociales, en todos los periodos de nuestra historia y en todo tipo de situaciones, sobre todo las difíciles, siendo, por tanto, tan popular y la principal razón de que el líder de Podemos lo haya incluido en su programa político. Experto como es en medios de comunicación audiovisuales, está usando esa rabia como ariete y publicidad de su doctrina. No se corta un pelo en insultar ni en denigrar en busca del aplauso y aquiescencia del gran público. No por nada, Podemos nació de los Indignados, aquel movimiento que acampó en la Puerta del Sol madrileña durante meses en 2014, con amplio apoyo, o por lo menos curiosidad, general. Y ahí siguen, desplegándolo ya en el Congreso, con un sólido bloque de diputados tras ellos. Lo que ilustra de los avances que han hecho. Y es que en España el insulto, el desafío, la ofensa, si es personal, mejor, tendrá siempre más aceptación que la palabra medida y razonada.

Pero no es ese el único odio que anda suelto por España. Hay otro, más sutil, más soterrado, más amplio también, pero no menos fuerte, dirigido hacia el hombre que viene gobernando desde hace cuatro años y pico, un odio que requiere un psiquiatra y un analista político para entenderlo.

Cuando leo un artículo que empieza o escucho a un tertuliano que inicia su parrafada con algo así como: «Nos hallamos en un momento crítico para el país. No podemos seguir en la precaria situación en que estamos. Podemos perder la confianza dentro y fuera. Es el momento de sacrificar los intereses personales y partidistas a los generales, etc.», ya sé cómo va a terminar: «Esto sólo puede arreglarse con que Rajoy dimita», si bien algunos son tan pulidos que usan la expresión «se eche a un lado». Pero ninguno nos explica bien por qué, ni dice que el que se eche a un lado sea Pedro Sánchez, que ha perdido las elecciones, ni Iglesias, con su extremismo, ni, menos aún, Rivera, el lie-bling de todos ellos. Cuando se les apura, a lo más que llegan es a decir «porque Rajoy no ha sabido limpiar la corrupción en su casa». Teniendo a Sánchez con el mayor caso de corrupción en Andalucía y al secretario general del PSOE en Galicia con diez cargos encima. Eso sí, dirán que, como persona, no creen que sea corrupto, aunque Sánchez le soltó a la cara, ante millones de televidentes, que no era decente. Pero esa es la lógica de nuestra izquierda y, en este caso, de nuestro centro e incluso de parte de nuestra derecha. Y ya lo que nadie citará ni de lejos es que Rajoy salvó a España de la quiebra a la que estaba abocada. He llegado a leer un artículo a toda página en el que se enumeran hasta doce de sus errores y no dedica ni una palabra a este tema. Firmado por un profesor de universidad.

¿A qué viene este odio, esta saña, este sectarismo? Lo atribuyo a dos causas, política la una, instintiva la otra. La política es fácil de adivinar: Rajoy ha demostrado que se puede sacar a un país de las garras de la quiebra con las fórmulas tradicionales de frenar el gasto y apretarse el cinturón, contrarias a las de la izquierda de aumentar el gasto y la deuda. O sea, que lo del austericidio es un invento del progresismo, lo que ya sabíamos por Grecia, pero no se atreven a decirlo porque se les viene abajo el sombrajo, pues en su programa figura el acabar con las reformas económicas de Rajoy.

La segunda causa es más profunda, más personal: Rajoy cae mal a muchos españoles, no importa su filiación política, por ser muy distinto a ellos. Es tranquilo, sosegado, paciente, educado, cachazudo incluso, y cuando le dan una bofetada no la devuelve. Esto, que en los países más desarrollados se toma como signo de cortesía y madera de buen gobernante, sulfura al español medio. De ahí que le achaquen gandulería, dontancredismo, indiferencia y epítetos por el estilo que encontrarán en artículos, viñetas cómicas y ruedas de prensa, a falta de argumentos de peso. Toleramos todo menos eso, posiblemente por ser incapaces de tal dominio de nosotros mismos.

La consecuencia es que podemos aguantarlo cuatro años, para salir de un apuro. Pero ni un día más. En España, para ser algo hay que saber insultar tanto o mejor que los demás.

José María Carrascal, periodista.

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