El odio. Conversaciones en Lyon (2)

¿Era una anécdota o una categoría? El hecho de que aquella misma mañana en Lyon llegara al edificio de Correos un “disminuido físico” y enseñara su carnet para permitirle saltarse la cola, lo que provocó la indignación de un musulmán. Eso, ¿se podía considerar una anécdota que tenía por protagonista a un creyente mal educado o iba más allá? Aún no se habían producido las matanzas de Charlie Hebdo y la tienda kosher. Aquella manera de gritar insultando a los que permitían que alguien –evidente francés de cuna y tradición, por más discapacitado que fuera– se saltara la cola tenía mucho de resentimiento, incluso de odio.

A partir de tan simple anécdota se llegaba por la vía más directa a los dos temas que comportan en este momento mayor inquietud, y no sólo en Francia. La integración y la identidad. O la identidad y la integración. No es banal el orden de los factores por más que sean difícilmente separables. Cuando un ciudadano francés de procedencia magrebí o subsahariano se integra, en qué se integra realmente. En primer lugar, ¿es un ciudadano francés como cualquier otro? Por supuesto que no, porque de ser así no necesitaría integrarse. Un ciudadano que ejerce de tal, con sus derechos y sus deberes, no necesita plantearse si se integra o no.

El odio. Conversaciones en Lyon Confieso que cada vez que escucho decir que tal o cual persona “se ha integrado en la sociedad catalana” (hace años me ocurría otro tanto con “la integración en la sociedad vasca”) soy consciente de que estoy escuchando a alguien de clase social respetada, que sin ser consciente adopta una actitud de superioridad. Para qué carajo habré de integrarme yo en la sociedad catalana, vasca o española. Durante muchos años de nuestra vida soñamos con no integrarnos en nada que no fuera defender nuestros derechos de ciudadanía. Porque no teníamos ni derecho a la protesta. Bastaba considerar la dignidad humana y la lucha contra las desigualdades flagrantes como una tarea de cualquier persona digna; aunque aún no fuéramos ciudadanos porque vivíamos en una dictadura.

Sólo cuando hay una situación de superioridad, oculta o patente, se le plantea a alguien la necesidad de que su entorno esté integrado, es decir que comparta la identidad de quien se considera ciudadano de pleno derecho. Ya nadie se acuerda de los Panteras Negras, aquel grupo de negros radicales. Ni de su precursor Malcolm X, un musulmán converso, asesinado a los 40 años tras una trayectoria espectacular que pasa por el linchamiento de su padre a manos de sicarios blancos, el trapicheo del hampa, la cárcel, el descubrimiento de la cultura y la lucha contra la desigualdad racial. Un líder. El orgullo de ser negro. Hoy apenas nadie recuerda aquella escena, inolvidable para quienes la vivimos, de los dos negros en el podio de las medallas olímpicas de México (octubre del 68) con el puño negro enguantado y los pies descalzos. Pagaron por ello un precio digno de la venganza implacable del odio blanco.

¿A qué llamamos en Catalunya “emigrantes integrados”? A los que aceptan las pautas que marca la sociedad dominante y se niegan a cuestionarlas para ser admitidos en el Olimpo de la Integración. El caso de Pepe Montilla, que llegó a presidente de la Generalitat y que ante mis oídos estupefactos fue definido por uno de los dirigentes de Unió Democràtica, de misa y comunión diaria, como un baldón para la histórica institución. Del Barça se hace, pero de Òmnium se nace.

¿Qué es la identidad de los pueblos? Disculpen la vulgaridad pero no conozco otra identidad que vaya más allá del carnet. Ahora que los viejos estalinianos salen del armario para confirmar rasgos identitarios en el siglo XXI, como si emularan la polémica del 48 entre Sánchez Albornoz y Américo Castro, afrontar “la identidad” de un país como Francia se le debe hacer muy cuesta arriba a un beur –joven francés marginal, de procedencia magrebí–. Porque al margen de la historiografía académica que nace y se consume a partir de una violación colectiva llamada “oposiciones a cátedra”, la historia viva que desean los pueblos se forma con prejuicios y leyendas. El mundo galo de la identidad universal sufrió un auténtico espasmo el día que masas de jóvenes aficionados al fútbol despreciaron La Marsellesa. Los campos de fútbol son el retrato más fidedigno de la sociedad en que vivimos.

El odio nace del desprecio y resulta una penosa paradoja que aquella Francia que marcó con un tiralíneas la división del denominado Oriente Medio, una superficie con toda seguridad superior a esta parangonada Europa de los pueblos, se encuentre ahora con todos los demonios que creía haber exorcizado. Porque ese país de acogida también lo fue de rechazos, tan institucionales como sociales. Bastaría decir que vivió de manera muy peculiar, por no entrar en mayores detalles, la derrota republicana en nuestra guerra civil y la victoria del Reich y el colaboracionismo fascista y antisemita. Entiendo y suscribo las palabras del primer ministro Valls: “Una Francia sin judíos no sería Francia”, o al menos dejaría de ser esa Francia que nació con la Revolución Francesa. Un lujo civilizatorio que en España nos fue arrancado por la Iglesia y el Poder. Ahora bien, me pregunto, si el primer ministro hubiera osado añadir que una Francia sin árabes –laicos o musulmanes– no sería Francia. No sólo por lo que significó Argelia en su historia contemporánea sino por el peso de una ciudadanía trascendental en la cultura francesa. Bastaría citar a Albert Camus. La capacidad de asimilación, que no de integración, de la cultura francesa, singularmente parisina, no tiene parangón con ninguna otra hasta la deslumbrante aparición de Nueva York, con características muy diferentes. Porque en esa diferencia está un factor fundamental que es la economía. No fue el factor económico el dominante de la asimilación de culturas que hizo a París la capital del mundo. Fueron otras cosas… y la economía. Pero cuando se afirma que sin la crisis económica actual la ruptura y la violencia de los “marginales” no se hubieran producido, creo que estamos abrillantando una falacia.

En las conversaciones de Lyon entre gente asentada, liberal y nada proclive a la radicalidad, había un rasgo llamativo que dado mi deleznable francés no osé explicar, y es que tenía la impresión de que la pequeña burguesía francesa, tan orgullosa de sí misma y con motivos, se había vuelto marxista sin saberlo, como al personaje de Molière le ocurría con la prosa. Ahora, tras años de encandilamiento idealista –mucho Mounier, Alain y tradición espiritual jansenista– todos consideraban el factor económico como definitivo, cual marxistas vulgares. Si no hubiera crisis económica nada de esto existiría.

Y eso no es cierto. La crisis dispara los problemas que había ocultado una sociedad complaciente. Los barrios abandonados de todas las ciudades del mundo, no sólo esa banlieue parisina generadora de yihadistas y reyezuelos del menudeo, no son una deriva de la crisis. Al contrario, son un producto de las épocas de expansión, de las burbujas y del abandono del Estado hacia sus responsabilidades con la ciudadanía. Porque la corrupción no nace de la crisis sino que crece en la abundancia de la desigualdad.

La destrucción del mundo antiguo, tan corrupto él y tan aparentemente equilibrado, no se hizo para salir de ninguna crisis sino para fortalecer el poder de esos mismos que ahora ponen el grito en el cielo por la inseguridad de su vida y de sus negocios. Crearon con alharacas una piñata que llevaba explosivo dentro. Bastaría ir a ver las fotos de Gervasio Sánchez en Mujeres en Afganistán –Palau Robert de Barcelona, hasta mediados de febrero– para entender que la extraña mezcla de belleza y horror saca a flote una responsabilidad que enmascaramos tras nuestra integración y nuestra identidad, después de haber destrozado las que debían ser suyas. Nada hay justificable, sólo comprensible. Lo de comprender es perdonar siempre me pareció una patraña.

Gregorio Morán

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