El ogro vive entre nosotros

Austria es un país católico y apacible, silencioso y ordenado, en el que aparentemente una cálida concordia reina en sus confortables hogares, sobre los que se proyecta la alargada e impalpable sombra de Sigmund Freud. Con el caso de Natasha Kampush descubrimos hace dos años que esta apacible apariencia podía esconder en algún rincón ciertas lacras inconfesables, que demostraban la pervivencia en la sociedad posmoderna del mito del dragón y de la princesa cautiva en su cueva. Con el caso del electricista Josef Fritzl se ha producido un salto cualitativo, pues el dragón ya no es sólo un carcelero de la princesa humillada y violada, sino su padre. Y con ello irrumpe el fantasma nefando del incesto y de la procreación de hijos que a la vez son nietos del monstruo, algo que ni siquiera contempló el propio Freud.

En una carta a Wilhelm Flies, de octubre de 1897, propuso Freud por vez primera la universalidad del complejo de Edipo, es decir, del deseo incestuoso del hijo hacia la madre. Y esta ha sido la columna vertebral de la ortodoxia psicoanalítica freudiana. Pero los sociólogos y los antropólogos nos han venido explicando desde hace años, en sus trabajos de campo, que lo que realmente ocurre en los hacinamientos familiares en chabolas de suburbios degradados no es el coito entre madres e hijos varones, sino -con permiso de Electra- la violación de las hijas adolescentes por sus padres. En los textos sagrados el incesto no aparece como una figura original. Si nos atenemos a la literalidad del Génesis, los hijos e hijas de Adán y Eva tuvieron que copular entre sí para tener descendencia, sin descartar que el padre copulara con sus hijas, pues hay que suponer que para entonces la madre era ya infértil. Y las dos hijas de Lot copularon con su padre, emborrachándole previamente, para tener descendencia. De modo que la originalidad del incesto de Fritzl residiría en la dominación sexual coactiva de su hija, ante la singular pasividad o inhibición de su esposa, probablemente aterrorizada por el despotismo del marido.

La figura mítica con la que mejor encaja Fritzl es con la del ogro, una categoría legendaria introducida por Charles Perrault en sus cuentos, derivada del temible Orcus latino, oscuro dios del submundo. Según la leyenda, los ogros se alimentaban con la carne de personas, especialmente de niños y niñas. Y Saturno, retratado por Goya, nos dio una buena imagen de filicidio caníbal. Nos parece que se trata del sujeto mítico más próximo al monstruo de Amstetten.

Pero este terrible episodio nos invita, además, a una reflexión de mayor calado. Las democracias modernas han consagrado la soberanía del individuo ciudadano en su esfera íntima y su derecho a la privacidad. Nuestras ciudades están formadas por miles de cubículos adyacentes, más o menos herméticos, en cuyo interior sus habitantes ejercen su derecho a la conducta privada en esferas que van desde lo alimenticio a lo sexual. Y es inevitable la impresión de que esta estructura territorial ha ido exterminando lo que Ferdinand Tönnies designó en 1887 como "comunidad" (Gemeinschaft), un tejido humano solidario de origen clánico que brota de la propia naturaleza humana y que es fuente de toda moralidad. Tönnies contrastó esta comunidad primigenia y emocional con el concepto de "sociedad" (Gesellschaft), basada en un vínculo racional y convencional entre los individuos. Parece evidente que en nuestra era posmoderna la sociedad se ha ido desarrollando hipertróficamente a expensas de la comunidad. Los casos de Natasha Kampush y de Josef Fritzl han tenido lugar en poblaciones pequeñas, en zonas de apretadas casas unifamiliares en las que, como suele decirse, "todo el mundo se conoce". Y que esta proximidad física no haya permitido que los vecinos detectaran las monstruosidades que tenían lugar en algunos de sus cubículos situados a pocos metros es algo que invita a reflexionar.

Ante este caso uno no puede dejar de pensar en la brillante metáfora anticipadora de Stevenson al urdir la desventura del doctor Jekyll y Mr. Hyde, como una contradicción moral entre una fachada respetable y su trastienda inconfesable. Fritzl es un sofisticado electricista, un técnico emblemático de la civilización del progreso. Nada parecía delatar su estatuto de monstruo protegido por una fachada de respetabilidad social. Pero aparentemente, incluso los vecindarios más provincianos y compactos, que hace tiempo dejaron de ser comunidad humana para ser sólo organización social, ya todo es fachada respetable, aunque alguna de ellas albergue un sótano siniestro convertido en cámara de torturas.

Román Gubern es catedrático emérito de Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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