El ojo del caballo

Lo más probable es que no se me hubiera ocurrido leer a una poeta sueca de la que no había oído hablar en mi vida, Sonja Akesson (1926-1977). Pero cometí la indiscreción de echarle una ojeada al libro –Vivo en Suecia. Antología (Editorial Vaso Roto)– y encontrar que sus últimos versos póstumos estaban recogidos bajo un lema irresistible: El ojo del caballo.

El ojo del caballo es el título más hermoso e inquietante que un escritor pueda imaginar. Incluso es posible que ya exista otro autor que se le haya adelantado y que mi ignorancia no haya detectado a ese genio consagrado con tan sólo un verso, un poema, una imagen. El ojo del caballo. Es la metáfora de todo, contemplado desde el lado brutal de la vida. Como la autora Sonja Akesson. Se dejó morir con 51, de alcohol, droga y dosis de ansiedad.

Su padre. Un jefe de estación en un pequeño pueblo. Siete años de escuela primaria, con notas excepcionales, y lanzarse a vivir su vida; camarera, telefonista… Luego la capital, Estocolmo, y un par de cursos de poesía moderna y escritura libre. “La chica del guardavías no tenía alma, sólo tenía corazón, hiel, nervios y un morrito pecoso”, escribirá en Autorretrato.

Su vida personal, un desastre, incluido un hijo que muere de leucemia a los dos años. Fue el resultado de la pérdida de su virginidad a los once años con un paleto del pueblo que ella tuvo el valor de relatar en uno de esos versos de fácil apariencia y que sólo el talento y la sensibilidad de un traductor como Francisco Uriz consigue transmitirnos. Una carta “¡Hasse! ¡Hans Evert! ¿Te acuerdas de mí?

No fui tu primera chica, claro, pero tú fuiste mi primer chico Ibas siempre en bici, una Rambler Y llevabas la gorra en la nuca, Y yo iba en la barra con mi abrigo rojo…” Hay en sus versos esa ingenuidad sarcástica tan querida por Bertolt Brecht.

“El alma, ¿y eso qué es? Decidme, ¿sabéis vosotros, dioses blancos, qué es?

¿Dónde está la miseria? ¿En el cuerpo o en el cuerpo de nuestra sociedad?

Decidme, ¿sería un apaga y vámonos si se averiguase dónde está la raíz del mal? ¡No me digáis una vez más que es culpa de la fría y seca primavera o del otoño!”

¿Acaso, digo yo, no la poeta, que cuatro descerebrados apaleen a un trabajador que vuelve en metro a su casa y le dejen vecino a la tetraplejia no tiene algo que ver con eso? Y se les pixela para que nadie pueda reconocerles, pero ocupa una página la pobre víctima en silla de ruedas y más destrozado que un mapa sirio. Cuando, si pensáramos por un momento en la raíz del mal, lo primero sería retratarlos, saber quiénes son realmente, dónde viven, qué responsabilidad tienen sus padres, si la tienen, ¿o acaso basta decir no tienen trabajo, no estudian, viven a su aire, para justificar ese crimen social?

Y lo más sangrante son los medios de comunicación. ¡El vagón iba lleno y nadie hizo nada, ni siquiera tirar de la llave de seguridad! ¡Qué desvergüenza! Ni siquiera se atreven a mencionarles por sus nombres, que le dedican el reportaje a la víctima porque les falta redaños para algo tan obvio como denunciar un atentado. Y se enfadan ante una sociedad insolidaria. ¿Por qué nadie va a entrevistar a sus padres y familiares? Antes de la hegemonía de la delincuencia, se hacía. Estos tigres de la desvergüenza dan lecciones a la ciudadanía y reproches. Ellos, modelos de una situación que va a más y que se convertirá en insostenible. La información de los delincuentes se prepara para que no haya problemas; la de las víctimas da lo mismo, con la manada de hostias que les han dado ya tienen bastante. Tenemos unos medios de incomunicación tan cobardes y tartufos que deberían redactar los textos en los despachos de los abogados o bajo su supervisión. Yo conozco casos. Ése también es el ojo del caballo. “¡Los hombres son un horror! ¡Los niños mimados son un horror! ¡Los gandules egoístas, las niñitas en pubertad, las viejas que miran con la boca abierta los idiotas en general son un horror!” (Del poema Síono) Si pienso que hay vida es porque de pronto uno se entera de que un deportista olímpico polaco, o bielorruso, ha subastado su medalla para una operación de un niño con cáncer de ojo. ¡Propóngalo aquí a los divos! Eso también forma parte del ojo del caballo, esa imagen entre la muerte y la vida, entre el canalla y el tipo decente, entre el desvergonzado que le pide a la gente cosas que jamás haría él ni en sueños.

En Oviedo, el otro día, un chaval ya maduro ha ido pegando un papelito en los árboles del parque. Le dejó su chica de muchos años y por primera vez no tiene con quién ir a la fiesta a bailar. Tendrá éxito porque hay gente para todo, pero lo que más me conmueve es el ojo del caballo, el valor dicho en palabras muy sencillas para necesidades muy simples.

¿Por qué el verano es tiempo de muertos? Quizá lo sea todo el año, porque el ojo del caballo no descansa, pero el estío es como un flagelo. Porque se mueren los amigos, así, sin enterarte y además con una velocidad de ola. Ocurrió con Oriol Gaspar, un amigo, más que un médico. La gracia y la ironía reunidas en una sola persona. Una caída, la costilla afecta a la carótida, luego viene el ictus y por fin el trombo. Todo en cuatro días ante la perplejidad de amigos y parientes en un hombre lleno de vida que parecía haber nacido para ser feliz y hacer menos tristes a quienes le rodeaban.

Por eso me conmueve la imagen del ojo del caballo. Los holandeses, que son gente muy especial y utilitaria, tienen un refrán que viene a expresar lo contrario de lo que estamos contando: “El ojo del amo engorda al caballo”. La vida de Sonja Akesson sería la demostración de que el ojo del caballo no engorda al amo. Al contrario le hace preguntarse cosas, fijarse en lo que le rodea, pero siempre sin interés especial de beneficio o negocio.

Sonja Akesson se casó, o tuvo compañeros de vida, cuatro, entre ellos un par de figuras intelectuales notables del mundo sueco. Además dos hijos. Pero el alcohol, las drogas y una evidente irregularidad mental que fue en aumento, la llevó a escribir poemas que constituyeron auténticos referentes del movimiento feminista, o de las amas de casa en general. Me pregunto siempre cómo la poesía ha casi desaparecido de nuestra escrofulosa vida cultural. La gente no lee poesía y sin embargo considera poesía esas deleznables letras de los grupos musicales, o de los cantautores que asumen el papel de vates modernos. Siempre recordaré un libro de Sabina, con las letras de sus canciones, que tienen su gracia y su sensibilidad, y que trasladadas al seco papel de un libro resultaban patéticas. Se le notaba tanto que le faltaba la tortuosa inclinación del ojo del caballo...

Son capaces de ver todos los partidos de futbol del mundo, de escuchar discursos de Rajoy superiores a una hora –que son lo más parecido a una muñeira repetida hasta el agotamiento de los oyentes–, pero la poesía, el libro de poesía, y no digamos moderna, les traspone. Consideran que poemas sin música corresponden a otra época. Porque fabricamos caballos de un solo ojo, que un día no sabrán leer sino contemplar imágenes, porque piensan que tienen dos y no ven.

Todo está en ese ojo de caballo. Es el concentrado de una época, la nuestra. Antes a nadie se le hubiera ocurrido mirar el mundo con un solo ojo de caballo. Entonces se cabalgaba aunque fuera en un rucio, como cualquier Quijote.

Gregorio Morán

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *