El olor a azufre

En septiembre del año pasado, en los días en que tenía lugar en Nueva York la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, dijo que George W. Bush había dejado olor a azufre en la tribuna después de pronunciar su discurso. En otras palabras, Bush, para Hugo Chávez, sería la encarnación del demonio, Mefistófeles, en la Casa Blanca. Ahora, en su reciente encuentro con el presidente Kirchner, el tema del azufre ha vuelto a salir a flote. Es un chiste, claro está, y nadie, ni Chávez, ni Kirchner, pretende que sea más que eso. Pero no es, la verdad, un chiste demasiado gracioso. Bush es un presidente empecinado, limitado, que procede a base de errores de información bastante serios y de errores de cálculo francamente peligrosos. Además, suele introducir en la política de su país elementos que son en parte religiosos, en parte mesiánicos, y que suponen una visión fanatizada, de fondo irracional, de muchos de los grandes problemas. En resumen, siento escasa simpatía por el señor George W. Bush, pero me parece que retratarlo como si fuera el diablo en persona es un exceso.

El diablo es un ángel perverso, caído en desgracia, expulsado de las jerarquías celestiales. Sancho Panza sostiene en el Quijote, después del episodio de las bodas de Camacho, que es el primer sujeto que se volteó en la historia de la humanidad. ¿Por qué? Porque al ser expulsado desde los cielos hasta lo más profundo de los infiernos, lo más seguro es que haya caído dándose vueltas.

Bush, a diferencia de Mefistófeles, tiene rasgos de vaquero testarudo, de ilustración escasa. Los tiene en su manera de hablar y hasta en su manera de caminar y de saludar. Pero está muy lejos de alcanzar las dimensiones legendarias, míticas, del demonio del Antiguo Testamento. Hugo Chávez, a lo mejor, tuvo en mente a diablillos menores, que no salen de las páginas bíblicas sino de los cuentos modernos para niños. Ahora bien, el problema de fondo es otro: Bush, en el mejor de los casos, es un diablo menor, de poca monta, pero tiene a su disposición poderes mayores. Lo demoníaco, entonces, lo que hay que controlar con sumo cuidado, son los poderes, la fuerza, los billones de dólares, el armamento sofisticado de que dispone el presidente Bush, ya que todo eso, mal utilizado, es capaz de provocar una tragedia a escala mundial.

Y el balance de la guerra de Irak, hasta ahora, es trágico: para el propio Irak, para el Medio Oriente en su conjunto, para la lucha contra el terrorismo, para todos nosotros. No podemos negar, eso sí, que con Sadam Husein en el poder, la situación también era trágica. Pero hubo cálculos que avalaron la decisión de intervenir, de entrar en la guerra, y ahora se demuestra que fueron cálculos mal delineados. Después de la intervención bélica de los Estados Unidos, nadie en su sano juicio puede sostener que el Medio Oriente está mejor que antes. ¿Qué hacer, entonces, cómo salir del enredo, de la encrucijada?

No soy un optimista exagerado, pero creo que la democracia de estilo anglosajón, la que se originó en Inglaterra y se desarrolló después con la revolución norteamericana, anterior incluso a la francesa, tiene posibilidades de corrección interna, de revisión, de enmendar el rumbo en noventa grados, que son verdaderamente sorprendentes. Es por eso que el descontento creciente con la política republicana, la noción generalizada del fracaso de la guerra de Irak, se tradujo en un aplastante triunfo de los demócratas en las últimas elecciones parlamentarias. Y el primer ministro Tony Blair, que actuaba hasta ahora como aliado incondicional de los Estados Unidos, decide, presionado por su Parlamento y por la oposición dentro de su propio partido, iniciar el retiro de tropas británicas de la región de Basora. Lo hace con vacilaciones, anuncia que podría volver a mandarlas, pero la fuerza del sistema democrático lo obliga a hacerlo. Para explicar la maniobra, se nos dice que en el sur de Irak, controlado por los ingleses, la situación es más estable, más segura, que en Bagdad y los territorios de control norteamericano. ¿Será, se pregunta uno, que los ingleses son más cautelosos, más diplomáticos, más hábiles para conectarse con las poblaciones nativas, o que las tropas de EE UU han tenido que asumir las tareas más difíciles? Puede haber fenómenos internos endiabladamente complicados, que sólo es posible conocer en el terreno mismo, pero aquí surge otra observación: los Estados Unidos, a diferencia de algunos imperialismos anteriores, parecen sufrir de una extraña dificultad para ubicarse, para entender las cosas, cuando actúan fuera de sus límites nacionales. Da la impresión de que

Condoleezza Rice actúa con más sutileza que sus colegas del Gobierno, pero ni siquiera esto último es claro.

Uno tiende a pensar que los republicanos, por lo menos a lo largo del siglo XX y en estos comienzos del XXI, han sido localistas, volcados hacia el interior, y que cuando intervienen en el mundo internacional lo hacen como un elefante (símbolo de su partido) en una cristalería. Es notoria la diferencia de sensibilidad con regímenes demócratas como el de F. D. Roosevelt, John F. Kennedy, James Carter o Bill Clinton.

Me puedo imaginar cómo habrá sido la conversación por teléfono en la que Tony Blair le contó a su amigo George Bush que había decidido retirar parte de las tropas inglesas. Según he sabido, es más fácil hablar con Bush por teléfono que de cuerpo presente. Cosas, me imagino, del universo tecnológico de los Estados Unidos. Y supongo que Blair habrá hablado de su oposición interna, que lo colocaba en un brete. El caso es que Bush, con ayuda de sus asesores y de la hábil Condoleezza, inventó una explicación elegante: la retirada de los ingleses indicaba que habían cumplido sus objetivos, que el proceso de pacificación de Irak, al menos en el sur del país, estaba bien encauzado.

No creo en la explicación y no veo por ningún lado progresos en la situación de Irak y del Medio Oriente. Veo, por el contrario, que el Gobierno de Irán, que sigue con sus planes nucleares, a pesar de haber hecho concesiones parciales, se entiende con la Venezuela de Chávez y asoma su nariz en América Latina. Mientras Bin Laden consolida sus posiciones en las fronteras de Afganistán y mientras el conflicto de Israel y Palestina no parece encontrar salida por ningún lado. Es decir, las democracias anglosajonas son capaces de rectificar y echar pie atrás, pero lo hacen con enervante lentitud, de manera parcial, sin tomar las decisiones radicales que parecerían necesarias.

En estos días, mientras contemplo sin el menor entusiasmo, con aprensiones diversas, con pronósticos más bien negativos, el panorama contemporáneo, me he dedicado a leer un interesante trabajo histórico sobre los hispanistas norteamericanos del siglo XIX. Este trabajo, todavía inédito, nos cuenta las vidas sorprendentes, llenas de vigor, de curiosidad intelectual, de espíritu de aventura, de gente como Washington Irving, George Ticknor, Henry Wadsworth Longfellow, William H. Prescott. Eran estudiantes de las viejas universidades de la costa del Este que tropezaron en algún momento de su juventud con relatos de la conquista de Granada, con el Poema del Cid, con el Quijote, con obras de teatro de Calderón o de Lope de Vega. Tropezaron con estas cosas, con estos fenómenos literarios e históricos que provenían de universos tan lejanos, tan remotos, y el encuentro les cambió la vida para siempre. Irving se extravió en Granada y terminó por vivir en un rincón de la Alhambra. George Ticknor, destinado por su influyente familia a otras tareas, dedicó su vida a escribir una completa y apasionada historia de la literatura española. Prescott, desde su encierro universitario, desde el laberinto de una biblioteca, escribió versiones insuperables de las conquistas del Perú y de México. Uno se pregunta si el Estados Unidos de hoy tiene algo en común todavía con el extraordinario ambiente intelectual de toda esa gente. Por mi parte, puedo plantear una conjetura inicial. Ellos, los Irving, los Ticknor, los Prescott, seguidos por gente como el poeta Longfellow, como la ensayista y estudiosa Mary Peabody Mann, se propusieron conocer las causas reales de la decadencia de un viejo imperio, imperio cuya cultura los llenaba de asombro, y lo hicieron porque deseaban evitar que la nueva nación americana siguiera la misma curva de ascenso y de inevitable caída. Según el diagnóstico de Ticknor, la rigidez de la Inquisición, la imposibilidad de pensar con libertad dentro del mundo hispánico, fue una de las causas esenciales de su difícil adaptación a las ideas modernas. Pero Ticknor, que viajaba por Europa con cartas de presentación del presidente Thomas Jefferson, que tenía largas reuniones con Goethe, con Chateaubriand, con grandes intelectuales y políticos de ese tiempo, venía de una potencia joven y se encontraba, entre fascinado y disgustado, con una España caduca.

¿Es posible que los caducos de ahora sean los norteamericanos, que el Santo Oficio haya cambiado de nombre y se haya instalado en el interior de los Estados Unidos? Es una pregunta difícil. En cualquier caso, la España del siglo XIX, a diferencia de la actual, estaba anquilosada. Y tenemos que confiar, contra viento y marea, porque es esencial para todos, en la capacidad de cambio, de revisiones dramáticas, de renovación, de los anglosajones del siglo XXI, los de uno y otro lado del Atlántico.

Jorge Edwards, escritor chileno.