El olor del dinero

Todos los cínicos que se han paseado por este pobre mundo, singularmente los que han cultivado con pasión el aura de triunfadores, han alardeado de que «el dinero no huele». Acostumbrados a que el abuso, del poder o de la influencia, les sea rentable, han hecho suyo, casi como primera afirmación de un credo diabólico, el viejo adagio romano pecunia non olet, que al parecer puso en circulación el emperador Vespasiano en el siglo I de nuestra era. Este príncipe llegó a ser la máxima expresión del pragmatismo político y financiero. Ante la necesidad de nutrir holgadamente las arcas del Imperio, impuso una tasa a la orina que vertían las letrinas romanas a la Cloaca Máxima, la red pública de alcantarillado de Roma. La razón del gravamen era que el alto contenido en amoníaco de la orina convertía a ésta en un bien muy apreciado por los curtidores de pieles y por los negocios de lavandería, sobre todo en la limpieza y blanqueo de las togas. Estos dos grupos de artesanos tuvieron que cargar con el tributo.

El historiador Suetonio, en su fascinante Vida de los Césares, relata que Tito, hijo de Vespasiano, recriminó a éste por atreverse a gravar ese vil producto fecal. El padre, acercándole a la nariz una moneda de oro, le preguntó si olía. Tito lo negó y Vespasiano le informó que procedía de su discutida tasa.

El dinero, ese valor en cambio que, como decían los clásicos, ordena los flujos económicos en la casa y en la república, no es prescindible. Ni en la Utopía de Tomás Moro, por mucho que éste ironizara sobre el menosprecio de los metales preciosos, ni en la más oscura pesadilla comunista, el dinero tiene una alternativa real. Como reconoce Richard Marius, biógrafo del gran humanista inglés, éste consideraba el dinero como «la única garantía de ocupar un lugar en la sociedad».

Sin embargo, no todo el dinero vale, moral y socialmente, lo mismo. Recordemos con Antonio Machado la necedad de confundir valor y precio. No tiene, por tanto, igual legitimidad social el dinero mal ganado, en atajos indignos o en usuras leoninas, que el dinero honradamente obtenido, el que no es fruto de agiotajes o abusos inconfesables, sino del empleo inteligente del propio esfuerzo o de la libre asunción de riesgos.

Por ello, en una crisis como la que atravesamos, con su dimensión y grado de pobreza e incertidumbre, es ineludible la pregunta: ¿se puede permanecer indiferente ante la evidencia de enriquecimientos escandalosos, que no guardan relación con un mérito y un esfuerzo acreditados? En una sociedad lúcida y decente no huele el metal que circula, pero sí los bienes en que se convierte, o incluso aquellos que se pretenden y, por ser ajenos al comercio, no pueden adquirirse. Así les ocurre a quienes, sabiendo que la amistad o el amor no se compran, intentan alquilarlos y acaban desprendiendo, en sus personas y en sus actos, un tufillo a local cerrado, como el de las viejas Casas de Banca en los folletines por entregas de hace un siglo. En ocasiones, apestan, como letrinas en las que se amontona el «estiércol de Satanás», en limpia expresión moral que rechaza el culto a Amón o al becerro de oro; dioses falsos, que no pasan de ser ídolos abominables.

Esa idolatría contamina todo dinero mal ganado que, aun cumpliendo su función convencional, se ve reducido a un poder gestual que envilece, un maquillaje de falsa dignidad que la vergüenza derrite, descubriendo el rostro verdadero de quien lo usa. Una impostación fingida, que la inteligencia acaba denunciando. Una máscara que huele a mentira y a corrupción, mejor o peor disimuladas. Una mueca intercambiable a la entrada de un prostíbulo o de un baile de carnaval para advenedizos.

Al final, como si de una grave halitosis se tratara, queda el mal olor que desprende, de un modo difuso, ese insaciable furor del beneficio denunciado por Rafael Sánchez Ferlosio en su ensayo Nonolet; una voracidad inmoral que prende en el paradigma publicitario, limitado a «la autocomplacencia narcisista de la mera posesión». Una satisfacción primaria de consumidor de apariencias que, ajeno a la cultura de la austeridad, hace ostentación zafia de la mercancía adquirida; actitud incompatible con la verdadera calidad personal, que nunca se pavonea ni se exhibe.

Por esa diferencia de estilo y huella, resulta fácil seguir la traza del dinero mal juntado. Un dinero que, como si llevara impreso su origen espurio, nunca llega a blanquearse del todo y, al cabo, al emplearse, se degrada y huele.

Claro José Fernández-Carnicero González, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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