El ominoso silencio de AMLO ante Biden

A la izquierda, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump; a la derecha, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Credit Jim Watson/Agence France-Presse — Getty Images
A la izquierda, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump; a la derecha, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Credit Jim Watson/Agence France-Presse — Getty Images

El fin de semana, el mandatario Andrés Manuel López Obrador declaró en una rueda de prensa que no era prudente felicitar a Joe Biden, el presidente electo de Estados Unidos. “Vamos nosotros a esperar a que se terminen de resolver todos los asuntos legales. No queremos ser imprudentes, no queremos actuar a la ligera y queremos ser respetuosos de la autodeterminación de los pueblos y respetuosos del derecho ajeno”.

Conforme han pasado las horas, el silencio de México se ha vuelto cada vez más incómodo. Todo indica que las elecciones en Estados Unidos no se resolverán del todo en las próximas semanas (el presidente Trump no ha concedido la derrota, ha dicho sin evidencia que ganó la contienda y ha dado la instrucción a su campaña de disputar los resultados en algunos estados clave); quizás hasta principios de enero de 2021, cuando oficialmente inicia el nuevo mandato. Mientras tanto, el mutismo de López Obrador se puede descomponer e interpretar como un apoyo a Donald Trump, lo que enrarecerá innecesariamente la nueva etapa de la que probablemente es la relación bilateral más importante para México.

Sería una lástima: la llegada de un nuevo ocupante de la Casa Blanca podría ser una buena noticia para el país. En esto, López Obrador está actuando más como candidato que como estadista.

Después de su declaración inicial, López Obrador regresó al tema de manera desafortunada el lunes. “No estoy diciendo que hubo fraude, eso lo tienen que decidir las autoridades en ese país”, dijo deslizando la idea de una elección irregular. Comparó la situación con Bolivia, donde se celebraron elecciones recientemente, y destacó que Trump ha sido muy respetuoso con México, sin considerar que ha llenado al país de epítetos racistas.

No sería el final de esta historia. La Secretaría de Relaciones Exteriores de México hizo oficial el martes que el reconocimiento de AMLO a Biden, a quien se refiere como “presunto presidente electo”, será hasta terminadas las “presuntas” disputas del presidente estadounidense (que, según todos los informes autorizados, son infundadas).

Las declaraciones de AMLO y su cancillería contrastan, por ejemplo, con la respuesta casi inmediata de Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá, el otro socio del nuevo tratado comercial entre los tres países de Norteamérica. El sábado mismo se mostró jubiloso luego de que los medios dieron a Biden como ganador. Lo mismo ha ocurrido con casi todos los líderes del mundo, incluso los cercanos a Trump: de Boris Johnson, el primer ministro del Reino Unido, a Iván Duque, presidente de Colombia.

Con esto, México queda en compañía dudosa. En el grupo que no ha reconocido la victoria de Biden están países que de plano tienen mala relación con Estados Unidos y no abrigan ninguna esperanza de que el cambio de gobierno vaya a mejorar su situación, como China e Irán; están las naciones que tenían buena relación con Trump o les funciona bien cuestionar la transparencia de la democracia estadounidense, como Rusia, Hungría, Brasil o Eslovenia, la patria de la primera dama, Melania Trump.

Si López Obrador no se apura a enmendar este silencio, le será muy difícil remontar la relación con una presidencia de Biden, que trae bajo el brazo un replanteamiento, a veces radical, de la política medioambiental, energética, migratoria, laboral y de drogas.

La falta de respuesta mexicana desentona con el pragmatismo que López Obrador ha mostrado en su trato con Trump.

Aunque Trump repitió que México pagaría por el muro fronterizo, al final tal vez solo logró una de sus promesas de campaña: la cancelación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la renegociación de un nuevo acuerdo, el T-MEC. En ese momento, para México era crucial asegurar la continuación de la relación comercial con su vecino del norte. Las conversaciones comenzaron durante el sexenio anterior, el del expresidente Enrique Peña Nieto, y López Obrador debía llevarlas a buen puerto. En medio de las negociaciones, Trump amenazó con subir los aranceles a las importaciones desde México mientras continuó con una retórica antimexicana y antiinmigrante.

La diplomacia mexicana desplegó sus habilidades y logró disipar la amenaza de los aranceles a cambio de que México mostrara una actitud más agresiva en el control de su frontera sur. El gobierno mexicano mandó su recién creada Guardia Nacional para tomar las riendas, levantando el aplauso de los republicanos mientras detenía a cientos de personas que querían migrar a Estados Unidos desde Centroamérica. Las negociaciones del nuevo tratado concluyeron sin catástrofes. Y luego, en medio de severas críticas, el presidente López Obrador viajó a Estados Unidos a principios de julio de este año, la primera y única gira del mandatario mexicano al exterior, para ratificar el tratado.

Los expertos señalaron el doble riesgo de que Trump utilizara la presencia de AMLO en Estados Unidos con motivos electorales y de que tensaría las relaciones con el Partido Demócrata. (A esa reunión no asistió, por cierto, Trudeau).

A diferencia de sus críticos, a mí me parecía que López Obrador había manejado la situación con cordura y que logró neutralizar al bully estadounidense. Pero su falta de respuesta frente al proceso electoral en Estados Unidos me ha hecho pensar como sus detractores: que detrás del buen entendimiento con Trump hay más bien una cercanía de temperamento.

Después de todo, ambos presidentes son aislacionistas, se ven a sí mismos como víctimas de los medios (para AMLO, la “prensa conservadora”; para Trump, “el enemigo del pueblo”) y mantienen la misma postura sobre una política energética que privilegia el uso de los combustibles fósiles. Son solo tres coincidencias, pero se podrían mencionar más.

Al revisar la biografía política de López Obrador, no es difícil entender su postura respecto al proceso electoral en Estados Unidos. Después de todo, él construyó buena parte de su carrera como víctima de fraudes electorales: desde su lejana candidatura como aspirante a la gubernatura de Tabasco en 1988, hasta la elección presidencial de 2012, en la que resultó victorioso Peña Nieto. (Los únicos eventos donde no ha alegado trampa son en la elección de 2000, que lo llevó a la jefatura de gobierno de la capital del país y la elección de 2018, en la que ganó la presidencia).

Pero ahora es un error escatimar el reconocimiento a Biden.

Junto con Vladimir Putin, presidente de Rusia, y Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, y unos cuantos jefes de Estado más (como el líder de Corea del Norte), solo un grupo de republicanos que temen ser castigados por los más de 71 millones de electores que votaron por Trump, defienden la idea de que el proceso electoral de Estados Unidos está en duda.

En cambio, México debería de comenzar a tender puentes con un presidente electo que conoce bien al país —como exvicepresidente de Barack Obama, visitó México y América Latina y ha mostrado interés por atender la raíz de la crisis migratoria al invertir en programas en Centroamérica—. Si se lee el programa de gobierno de Biden parece claro que está dispuesto a revertir las políticas de separación de las familias de migrantes sin documentos, que apoyará a las organizaciones laborales en Estados Unidos para revisar con mucha atención la agenda de los derechos de los trabajadores en México y que tendrá un enfoque menos punitivo en la política de drogas, que tantos estragos ha generado en mi país. También ha anunciado una agenda en política energética y ambiental que será difícil conciliar con la de México (centrada en el petróleo). Todo esto implica muchas oportunidades prometedoras pero también en desafíos arduos.

México es el principal socio comercial de Estados Unidos en el mundo. Me parece que hay que comportarse a la altura de las circunstancias y asegurar a los mexicanos una buena relación con el vecino del norte: digna, respetuosa y puesta al día, acorde con la historia y culturas compartidas. Esconderse detrás de una vieja doctrina aislacionista, como lo indica el comunicado del martes de la cancillería —que cita el principio histórico de no intervención— suena retórico e incongruente.

¿Por qué AMLO no usó el mismo principio para defenderse de los dichos racistas y vergonzosos de Trump o de sus amenazas para descarrilar las negociaciones del tratado comercial? Así como entonces prevaleció la cordura, ahora es necesario señalarle a López Obrador que actúe de manera responsable, que se coloque ya del lado de las naciones democráticas, que reconozca a Biden de una buena vez.

Hacerlo sería congruente con una política que defiende el interés nacional y la dignidad de México.

Guillermo Osorno es periodista y editor. En 2018, publicó un perfil sobre Andrés Manuel López Obrador cuando era candidato a la presidencia.

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