El orden y la fiesta

Por Xavier Arbós, catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat de Girona (EL PERIÓDICO, 21/05/06):

Tenemos pasiones compartidas, que nos impulsan a celebrar en común las alegrías que de vez en cuando nos deparan. Tras la fiesta de los barcelonistas, con su Copa de Europa bien ganada, puede parecer inoportuno evocar los actos de vandalismo. No hay conexión ninguna entre ellos y la alegría que animaba a decenas de miles de personas. Entre ellas había un puñado de gamberros y ladrones, que por desgracia demostraron saber manejarse entre las masas. Protegidos por ese escudo humano, saquearon comercios y destrozaron lo que pudieron. No era la primera vez, pero para que la siguiente no nos pille resignados, quizá valga la pena abordar el problema de fondo.
Hemos visto comportamientos vandálicos con ocasión de manifestaciones políticas, y tendemos a interpretarlos considerando los perjuicios que reportan a sus convocantes. La foto de las pancartas tendrá la desagradable compañía de la imagen de un contenedor ardiendo, o de un escaparate roto. Donde unos perciban el sabotaje de su manifestación, otros verán un gesto de protesta radical. Pero, en todo caso, podemos encontrarle un sentido.
Ahora bien, empezamos a vislumbrar algo que muchos sociólogos vienen apuntando: que los vándalos no necesitan una razón, sino que les basta con una oportunidad. La encuentran en las concentraciones de gente dispuesta a pasarlo bien, que busca espontáneamente los lugares concurridos para vivir allí su fiesta. Es en ese contexto donde se produce la transgresión del orden elemental de convivencia y, tras hacer el balance de lesiones, robos y daños, se impone revisar los medios de los que disponemos para evitar que se reproduzcan.
Los instrumentos legales represivos se encuentran en las ordenanzas municipales y el Código Penal. Cuando sepamos qué les va a ocurrir a quienes fueron detenidos con las manos en la masa, nos podremos hacer una idea de su utilidad disuasoria. En cuanto a la prevención, el despliegue policial sobre el terreno es indispensable, aunque es insuficiente. Resulta muy complicado contener a los vándalos en espacios urbanos reducidos, en los que se acumula mucha gente.
En realidad, ese gamberrismo extremo es el síntoma de un problema de sociedad. El diagnóstico preciso corresponde a los sociólogos, aunque también desde el derecho pueda aportarse algún elemento de interés. Al fin y al cabo, si se requiere su aplicación concreta, vale la pena considerar el sentido general del régimen de libertades. En ese plano, algo abstracto, coexisten las normas jurídicas y los valores sociales que están en juego.

EL DERECHO DE reunión se recoge en el artículo 21 de la Constitución. Precisa que cuando se ejercite "en lugares de tránsito público, se dará comunicación previa a la autoridad", que puede impedir las reuniones si existe peligro para las personas y los bienes. No consta que las concentraciones de miles de barcelonistas hubieran seguido algún trámite previo, pero es claro que el problema no se genera por una fiesta masiva. Desde sus inicios, el constitucionalismo ha acompañado las declaraciones de derechos con la fijación de algunos límites.
En el artículo 4 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, los revolucionarios franceses quisieron que quedara claro que el ejercicio de los derechos de cada uno quedaba limitado por los derechos de los demás, y la Constitución española de 1978 recoge ese principio en su artículo 10.
Ese recordatorio es necesario para aclarar un malentendido en el que pueden caer quienes crean que sus derechos fundamentales pueden ser ejercidos de cualquier modo y en cualquier lugar. Y, a continuación, hay que añadir inmediatamente que eso se menciona solo en relación con las concentraciones festivas, y las molestias que puedan causar a quienes se vean afectados en su tránsito por las calles o en el descanso nocturno.
Aclaremos desde el principio que no existe ningún derecho a la destrucción o al robo, como parece obvio. Aunque exista un principio general de libertad, el derecho puede prohibir. A veces lo hace de modo directo y explícito, como vemos en la Constitución cuando, en su artículo 11.2, nos dice que "ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad".

EN OTRAS ocasiones, como encontramos en el Código Penal, no se prohíbe directamente una conducta; el artículo 138 dice: "El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de 10 a 15 años". Puede suponerse que no es necesario explicitar en el derecho positivo una prohibición que está en la moral dominante de todas las sociedades. Lo que hay que fijar es la pena que conlleva su infracción, y así las reglas jurídicas parecen acompañar armónicamente a normas sociales de amplísimo consenso.
Sin embargo, a veces parece que se relaja la función reguladora que la cultura desempeña. En el transporte público encontramos un ejemplo práctico de lo que pretendo decir. Si hay carteles que obligan a ceder algunos asientos a ancianos y embarazadas, eso significa que en algún momento fallaron las reglas de urbanidad, que eran efectivas sin que ninguna autoridad pública tuviera que recordarlas.
Hay casos en los que las familias renuncian a imponer reglas de comportamiento, y las escuelas, que no deben sustituir a los padres, tampoco son siempre capaces de imponer las que son de su competencia. Entonces se reclama una respuesta a la pesada máquina del ordenamiento jurídico y a las instituciones, pero nunca habrá policías suficientes para paliar las consecuencias de las omisiones de otros.