El origen del populismo no es económico sino político

Donald Trump gobierna a casi 330 millones de estadounidenses. Brasil, con una población de 210 millones de personas, acaba de elegir a un presidente populista. Alrededor de 170 millones de europeos viven bajo gobiernos que tienen por lo menos a un populista en el gabinete. Sumemos a Filipinas, con más de 100 millones de habitantes, y a Turquía, con casi 80 millones. En total, hoy día populistas de un tipo u otro gobiernan, como mínimo, a mil millones de personas.

El nuevo populismo se suele achacar a una generación o más de salarios medios estancados. En países como Estados Unidos y el Reino Unido, la distribución de ingresos ha empeorado, y el 1% más rico cosecha la gran parte de los beneficios del crecimiento económico. La crisis financiera global de 2008 no solo causó mucho dolor, sino que también reforzó la convicción de que Wall Street es enemigo del ciudadano común y corriente. No es sorprendente entonces que la política se haya vuelto tan conflictiva.

Si esta historia resultara correcta, la conclusión en cuanto a políticas sería simple: echar a los políticos que se vendieron a la banca, subir impuestos a los ricos y redistribuir los ingresos de manera más vigorosa. Con esto, el populismo desaparecería más temprano que tarde.

Pero por muy políticamente atractiva que sea esta versión –llamémosla la hipótesis de la inseguridad económica– no es una buena descripción de la realidad. No se ajusta a los hechos en los mercados emergentes, y es posible que ni siquiera se aplique a Estados Unidos y al Reino Unido.

Poco después de la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos, el experto en estadística Nate Silver señaló que Hillary Clinton obtuvo mejores resultados que Barack Obama en 2012 en 48 de los 50 condados con mayor nivel educacional del país. Y Clinton perdió terreno en relación a Obama –un promedio de 11 puntos porcentuales– en 47 de los 50 condados con la escolaridad más baja. "La Educación, No El Ingreso, Predijo Quién Votaría Por Trump", fue la conclusión de Silver.

Desde entonces, se han realizado cientos de regresiones que intentan aclarar qué tipos de personas votaron por Trump o por el Brexit. El título de un importante estudio reciente resume el debate: "La amenaza al estatus, en lugar de las dificultades económicas, explica la votación en la elección presidencial de 2016". He aquí el título de otro estudio: "Cambio de votación en la elección de 2016: cómo las actitudes raciales y hacia la inmigración, no la economía, explican los cambios en la votación de los blancos".

Y ¿qué pasa en el Reino Unido? Una investigación realizada en la London School of Economics, que examina a 380 autoridades locales, concluye que si bien el nivel educacional y la demografía son predictores confiables de quiénes votaron en junio de 2016 por abandonar la Unión Europea, la exposición al comercio y la profundidad de los recortes presupuestarios no lo son.

Es decir, la hipótesis de la "reacción cultural" parece más convincente que la de la "inseguridad económica". Y esta conclusión no se limita a Estados Unidos y al Reino Unido. Pippa Norris y Ronald Inglehart, quienes han analizado el desempeño de los partidos políticos en 31 países europeos, concluyen: "En general, encontramos que los indicios más coherentes respaldan la tesis de la reacción cultural".

Ahora bien, no se necesita la sofisticación de la econometría para notar que más allá de los cómodos confines de América del Norte y Europa Occidental, el populismo de derecha está afectando precisamente a los países cuyo desempeño económico es fuerte –y esto es justo lo opuesto de lo que predeciría la hipótesis de la "inseguridad económica"–. La economía de Turquía ha crecido a una tasa anual del 6,9% desde 2010, y la de Filipinas lo ha hecho al 6,4% en el mismo período. Allí no hay estancamiento económico.

Polonia y Hungría son economías más ricas, de modo que en esos países se esperarían tasas de crecimiento más bajas; así y todo, desde 2010 su PIB anual se ha elevado a aceptables tasas promedio de 3,3% y 2,1%, respectivamente. O, consideremos a la vecina República Checa, donde el desempleo apenas alcanza el 2,3% ­–el nivel más bajo de la Unión Europea– y cuya economía creció el 4,3% en 2017. El país tiene pocos inmigrantes y no ha sufrido crisis alguna de refugiados. Sin embargo, los partidos populistas obtuvieron el voto de cuatro de cada diez electores en las últimas elecciones generales, un incremento de diez veces en apenas dos décadas.

Más allá de los datos sobre el crecimiento económico, no se puede negar que en estos países la mayor parte de la ciudadanía vive mucho mejor que la generación anterior. En 1995, el salario anual promedio en Polonia era de US$15.800, y hoy es de US$27.000. El aumento en Hungría es similar.

El caso de Brasil es diferente: el país pasó por una enorme recesión en 2025 y 2016, durante el segundo mandato de la presidenta Dilma Rousseff. Sin embargo, anteriormente tuvo políticas fuertemente redistributivas, iniciadas por el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso y continuadas por Luiz Inácio Lula da Silva. De acuerdo al diario The New York Times, Lula benefició a "decenas de millones de brasileños" con "los programas sociales de su administración". Hace una década, Obama se refirió a él como "el político más popular de la Tierra".

La conclusión parece inevitable: lo que da origen a los populistas no son los problemas sino los logros económicos.

Hay un último hecho espinudo que considerar: si la causa estuviera en un aumento de las demandas de redistribución, entonces estaríamos presenciando un incremento en el populismo de izquierda, no de derecha. En efecto, Andrés Manuel López Obrador acaba de lograr una rotunda victoria en México, Syriza todavía gobierna en Grecia, Podemos ha adquirido peso en España, y Nicolás Maduro continúa haciéndole la guerra a su propio pueblo en Venezuela. Pero lo extraordinario es el éxito de populistas de derecha, desde Trump en Estados Unidos hasta Viktor Orbán in Hungría, desde Matteo Salvini en Italia hasta Jair Bolsonaro en Brasil, y desde Jarosław Kaczyński en Polonia hasta Rodrigo Duterte en Filipinas. Y a pesar de que sus políticas probablemente no mejoren sino que empeoren la distribución de ingresos, estos políticos siguen recibiendo aplausos de parte de los votantes.

No se trata de negar la intensidad de las quejas económicas, ya sea en el norte de Inglaterra, el oeste medio de Estados Unidos, el este de Turquía, o las favelas de Brasil. El punto es que la política dicta la forma en que procesamos la experiencia del éxito o del fracaso económico. Un giro hacia el populismo y el autoritarismo sugiere que la política ha fracasado a la hora de abordar dichas quejas.

Más aún, centrarse exclusivamente en la economía puede conducir a la complacencia: bastaría con sentarse a esperar que la economía se recupere. E intentar combatir el populismo y el iliberalismo alrededor del mundo a través de una mera manipulación de la distribución de ingresos podría constituir solo un nuevo ejemplo de la arrogancia tecnocrática. Estas son tentaciones peligrosas que se debe evitar.

Las elites políticas tradicionales parecen estar cada vez más desconectadas. Su arrogancia –recordemos que Clinton llamó a los partidarios de Trump "un conjunto de deplorables"– no ha ayudado. Tal vez los votantes detestan el establishment político porque es corrupto (como en Brasil y México), o porque llegó al poder a través de un financiamiento turbio de las campañas (como en Estados Unidos), o porque lleva demasiado tiempo en el poder (como los socialdemócratas en gran parte de Europa y el Partido Popular en España). Los detalles varían, pero el mensaje está claro: los múltiples errores de las elites políticas tradicionales las convierten en el sustento ideal para los populistas antiestablishment.

Por lo tanto, aunque necesitamos cambios económicos, necesitamos cambios políticos aún más. De otro modo, seguirá aumentando el número de votantes que se inclinan por los populistas.

Andrés Velasco, a former presidential candidate and finance minister of Chile, is Dean of the School of Public Policy at the London School of Economics and Political Science. He is the author of numerous books and papers on international economics and development, and has served on the faculty at Harvard, Columbia, and New York Universities. Traducción de Ana María Velasco.

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