El Oscar de Leo, el Goya de Mario

El Oscar de Leo, el Goya de Mario

Poco importa que The Revenant no haya ganado el Oscar. La 88ª edición de los premios más importantes de la industria cinematográfica siempre será recordada por la sonrisa del chico de Titanic. Leonardo DiCaprio subió al escenario y sin titubear, contento pero no engallado, agradeció a sus compañeros el trabajo bien hecho. Y reivindicó la lucha contra el cambio climático.

Con su Oscar, DiCaprio se confirma como el nuevo Brando, heredero de Paul Newman para una generación que hoy tiene veinte años. Sorprendente. Parecía que nunca lo conseguiría, llevaba tatuado en la frente "yo fui un niño prodigio". De sus comienzos le ha redimido una filmografía asombrosa en la última década, a lo largo de la cual ha encarnado a una serie de personajes (Hoover, Gatsby, Howard Hughes) claves para la historia de EEUU. Si bien el reconocimiento a su valor artístico se le había resistido hasta hoy, el económico ha sido un fiel compañero de viaje.

Los Oscar de Hollywood han establecido un estándar de calidad para el cine norteamericano. La historia de los premios es la historia de una sublimación; el dificilísimo arte de entretener ofreciendo al público relatos más grandes que la vida. Forrest Gump, El apartamento, Eva al desnudo son parte del imaginario colectivo, películas que explican América.

Miles de españoles se quedaron el domingo sin pegar ojo para seguir la gala. Y claro, se hace inevitable la comparación con los Goya. Para algunos no hay color. Sin embargo los números musicales son igual de exasperantes, algunos agradecimientos son igual de cursis y a veces el espectáculo brilla por su ausencia a ambos lados del Atlántico.

Pese a todo, ¿por qué los Oscar son magnéticos? La razón hay que buscarla en el verdadero protagonista de la ceremonia. No es DiCaprio. El auténtico eje de la fiesta angelina son las películas. El actor ahora premiado es quien es porque ha encarnado a Danny Archer, Frank Abagnale o Jordan Belfort, los personajes de sus mejores filmes. DiCaprio es una ficción que sirve para explicarnos y, por tanto, nos pertenece a todos. Su Oscar es un relato cinematográfico más. Hollywood tiene su épica y la lleva hasta sus últimas consecuencias.

Los Goya ofrecían también este año un puñado de buenas películas capaces de explicar nuestro presente. Pero no sólo de mensaje vive el público. Desgraciadamente los votos de los miembros de la Academia se centraron en la profundidad, desdeñando la posibilidad del espectáculo. Las cintas más populares del curso -Palmeras en la nieve, Ocho apellidos catalanes y El desconocido- desaparecieron de las candidatas. Quizás los Goya son así de honestos… y aburridos, porque la industria del cine español todavía no ha alcanzado su mayoría de edad. Aunque siendo justos es cierto que poco a poco va creando un star system ajeno a banderías. Nuestros intérpretes manejan cada vez mejor la relación con los medios y cuidan su imagen.

¿Y la política? Los Oscar tampoco son ajenos a la cuestión, allí tienen a Sean Penn como Pepito Grillo particular, pero consiguen que la píldora pase como un caramelo. Este año, por ejemplo, el boicot de los actores de color se ha colado en la ceremonia como el año pasado lo hizo la cuestión de la desigualdad salarial entre sexos. Se trataba de una causa lo suficientemente generalista como para atraer la simpatía de todos. Y el tema de los abusos sexuales en los campus universitarios ha llevado al mismísimo vicepresidente Joe Biden a presentar una canción -¿haría lo mismo Soraya Sáenz de Santamaría?-. Finalmente el galardón para Spotlight ha cerrado el círculo de una gala ciertamente reivindicativa.

La diferencia es que en Hollywood la política está presente, no así los partidos políticos. El cine es una cuestión de Estado. Este es año de elecciones en Estados Unidos y por supuesto los galardonados han ido dejando recados a Donald Trump. Pese a ello, por encima de todo, las películas son las protagonistas; no se permite que la realidad las empañe. En los Goya, los candidatos electorales estuvieron en el patio de butacas. Eso no habría sido un problema si los presentadores no se hubiesen dirigido a ellos continuamente, lo cual rompía el ritmo y distraía al espectador: las películas perdían protagonismo.

Hace cinco años los Oscar pasaron de cinco a nueve candidaturas a mejor película, quizás los Goya podrían ampliar el plantel de nominadas. Así habría representadas propuestas más comerciales que darían más visibilidad a la gala. ¿Por qué una película como Palmeras en la nieve, de indiscutible calidad, que trata un oscuro episodio de nuestra reciente historia como es el ocaso de la colonia española de Guinea, que ha sido vista por tres millones de espectadores y ha dejado en taquilla 17 millones de euros no fue nominada a los Goya importantes?

Quizás la respuesta haya que buscarla en que la Academia del Cine Español se hizo eco de las críticas al intérprete principal, Mario Casas, al que se ha tachado de mal actor. La cuestión de la calidad interpretativa de Casas es discutible, aunque ser actor de cine no es lo mismo que ser intérprete teatral. Su poder de convicción resulta innegable. Es fotogénico, es magnético. Los dos atributos más importantes para un actor cinematográfico. Que se lo pregunten a John Wayne.

La Academia no eligió a Mario por un prejuicio malentendido, la maldita qualité. Un actor es un símbolo. Si el cine español construye símbolos aumentará su influencia y conseguirá mayor empatía con el público. Pero los símbolos no están fuera. Leo ya tiene su Oscar, ¿tendrá que pasar mucho tiempo para que se reconozca a Mario?

Fernando Hernández Barral es guionista y doctor en Comunicación audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid.

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