El oso y el Papa

Han pasado más de siete años pero aún debo de guardar, fosilizada en algún sitio, la mueca de estupor que se me dibujó en el rostro cuando la primera vez que me invitó a La Moncloa, justo antes de sentarnos a cenar, Zapatero me hizo la última pregunta que podía esperar escuchar en aquel sitio: «¿Oye, tú crees en Dios?».

No sé cómo hubieran reaccionado ustedes. Mi primera tentación fue darle un corte en clave ácida, rígida o irónica. Pero mientras dudaba entre el «¿y a ti qué te importa?», el «eso forma parte de mi intimidad» o el «no hablaré si no es en presencia de mi abogado», él aprovechó mis dos segundos de sorpresa para contextualizar su interrogante: «Es que yo no creo… ¿sabes?».

Aún me dejó más estupefacto. La estancia aneja a la sala del Consejo de Ministros, habilitada por entonces como comedor de invitados, se había transformado de repente en una habitación de colegio mayor en la que, con una guitarra en el rincón, un póster del Che o cualquier otro icono pop y un cenicero repleto de colillas, las confidencias y debates no giraban sobre peripecias amorosas, académicas o deportivas sino nada menos que sobre la existencia de Dios.

Claro que, bien pensado, aquello podía parecer frívolo pero no era banal en absoluto. De hecho estaba ante el primer jefe de gobierno de la democracia que, emulando a Azaña, se declaraba cabalmente ateo ante un interlocutor que no podía dejar de tomar nota para, permítaseme el sarcasmo, terminar dando fe de ello.

Por eso, confianza por confianza, me sentí obligado a entrar al trapo, aunque pareciera que lo hacía con una evasiva: «Si no tuviera más remedio que responder a esa pregunta, te diría que no lo sé». Probablemente, el que yo diera esa sensación de nadar entre dos aguas terminó de darle alas y fue entonces cuando me explicó que la hoja de ruta de su «democracia bonita» incluía ayudar a la sociedad española a «liberarse» de la dependencia de la Iglesia católica, fruto de tantos años de «atraso».

Desde ese momento tuve muy claro que para Zapatero no podía haber ni progreso ni modernización sin beligerancia laica y que uno de los raseros por los que iba a medir su propia satisfacción política iba a ser el nivel de confrontación con la jerarquía católica. Cuando algo después me explicó que para él hubiera sido aceptable utilizar la expresión «unión conyugal» en lugar de la de «matrimonio» para regular los derechos civiles de los homosexuales, «pero el problema es que Zerolo no quiere», me di cuenta de que, en su obsesión por restringir un poder fáctico, estaba cayendo en manos de otro. Es decir, que combatía lo que él veía como dogmas y supersticiones de una Iglesia desde el código rígido de otra a cuya prelatura añadiría pronto a feministas y ecologistas.

No faltarán quienes vean tanta inmadurez en mi respuesta como en su pregunta, pero durante estos días en los que con motivo de la visita del Papa muchos colegas se han declarado creyentes, agnósticos o ateos en estas u otras páginas también puede tener algún valor que alguien diga que pertenece al segmento del «no sabe, pero sí contesta».

Puesto que para los bautizados en la Iglesia católica creer en Dios significa creer en la Santísima Trinidad, en la concepción de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, en la transubstanciación del Verbo, en la resurrección de Cristo, en su ascensión a los cielos, en la vida eterna, en los goces del Paraíso y en las calderas del Infierno -tengo entendido que últimamente nos han perdonado lo del Purgatorio- debo confesar que no se me ocurre cómo nada de eso haya podido llegar a suceder de forma material. Pero si a continuación alguien me cataloga, en consecuencia y en pura lógica, como no creyente, algo se revuelve en mí pues considero que se me está expropiando de un derecho que me pertenece, de una parte del legado emocional y cultural que me transmitieron mis padres.

Suele decirse que la fe es una gracia del cielo pero esa misma circunstancia la vuelve imposible de valorar por parte de quienes no la tienen o tenemos. No vean, pues, en esta reflexión ningún tipo de ansiedad o sensación de merma. Tan sólo la serena constatación de que muchos agnósticos e incluso ateos se han vuelto creyentes y, por difícil que parezca, eso puede terminar sucediéndole a cualquiera. Tal vez sea una actitud egoísta e incluso arrogante, pero admito, como lo hice al despedir con admiración a Juan Pablo II, aquel gran Papa carismático que «nos cubría las espaldas», que si escucho siempre con interés y respeto al pensador profundo que hay en Benedicto XVI es «por si acaso» tiene razón.

O, para ser más exactos, porque hay una parte de lo que dice -todo lo relacionado con la dignidad de la persona y de la vida humanas- que resulta muy certero y razonable, al margen de cuáles sean las convicciones religiosas de cada cual. Incluso si no fuera verdad ninguno de los hechos extraordinarios descritos en el Catecismo y en el Credo, el aporte a la convivencia y la civilización humanas de una organización que difunde el amor, predica la paz y atiende a los más necesitados continuaría siendo tan digno de encomio como impagable.

No se puede negar que en esta Jornada Mundial de la Juventud que culminará hoy, las calles de Madrid se han llenado de idealismo, de generosidad contagiosa y energía positiva. El «siempre alegres para hacer felices a los demás» que pregonaban Escrivá de Balaguer y el padre Urteaga se ha plasmado a escala multitudinaria y, a pesar de las ofensas y provocaciones de la marcha anticlerical del miércoles, no hemos visto gestos agresivos, no hemos escuchado insultos, gritos o consignas contra nadie; sólo reivindicaciones positivas de una forma de entender la vida más exigente con uno mismo que con los otros.

A pesar de haber estudiado en la Universidad de Navarra y, a diferencia de algunos colegas que ahora ejercen de lobos feroces, nunca fui del Opus -ni se me pasó por la cabeza, era metafísicamente imposible- y todavía sigo mirando a amigos y conocidos que sí lo son como una especie de bichos raros. Pero mi perplejidad se cimienta -y esto es extensivo a todos los activistas católicos- en la percepción de que la mayoría de ellos desarrollan mejor sus capacidades intelectuales y transmiten más a menudo buenas vibraciones que la media de los mortales. No es casual que se resalte como contradictorio el que un hombre de religiosidad acreditada resulte ser un malvado.

Si me fijo en el otro plato de la balanza no tengo duda de que hay áreas claves para el desarrollo y bienestar social en las que el magisterio de la Iglesia cumple hoy un papel claramente reaccionario. Sobre todo en lo relativo a la sexualidad, la contracepción y la bioética. De hecho sólo una minoría de los propios católicos practicantes aplican a su vida diaria esas estrictas normas que te obligan hasta a apartar la vista de cualquier manzana reluciente.

Pero esto sería un problema si viviéramos en un Estado confesional, no digamos en una teocracia, en el que los principios religiosos impregnaran las normas positivas. En la España actual la Iglesia a lo más que puede llegar, cuando se pone antipática, es a amenazarte con las penas del infierno, y al no creyente eso debería darle igual. «Tant se val si és pecat», cantaba el mejor Serrat hace ya más de 40 años. ¿A qué viene entonces que la práctica del sacramento de la confesión irrite tanto a quien se burla del propio concepto de pecado?

No discuto que en el pasado la intransigencia religiosa ha podido arruinarle la vida a mucha gente, pero tras el viaje pendular que hemos vivido en el último medio siglo, la Iglesia cumple hoy en España un saludable papel de contrapeso crítico frente a una legislación desequilibrada que desparrama derechos y omite deberes. A eso se refirió el Papa con su alusión a quienes «creyéndose dioses» pretenden «decidir quién es digno de vivir». Es el caso de la reforma del aborto que relega de manera injusta la protección del nasciturus, encomendada en su día por el Tribunal Constitucional al legislador, lo que hace ineludible su enmienda por un futuro gobierno del PP. No para asumir las tesis de la Iglesia sino para volver a ponderarlas de forma más ecuánime en un contexto de despenalización parcial.

En cambio, puesto que no pretendemos construir una sociedad cartesiana y es lógico que el pragmatismo impere en la acción política, nada me sorprendería que Rajoy no cambiara ni una coma en la Ley del Matrimonio Homosexual, habida cuenta su nula conflictividad práctica. La denominación de «unión conyugal» hubiera sido idónea en términos biológicos y jurídicos, pero no hay situación límite alguna que imponga ahora la marcha atrás.

El Roma locuta, causa finita ya no rige en la sociedad española. Pero precisamente por eso tiene más sentido escuchar con atención a una institución como la Iglesia que forma parte de la médula de nuestra historia y que encima se expresa a través de un portavoz tan articulado y profundo como ese cardenal Rouco que admira a Edith Stein y, muy en sintonía con el propio Ratzinger, cita a los más variados filósofos en sus homilías.

De hecho el tono intelectual que caracteriza el papado de Benedicto XVI no sólo supone una inyección de consistencia para la Iglesia sino que también implica el lanzamiento de un guante que el racionalismo laico no tiene más remedio que recoger. De ahí la puerilidad de quienes han centrado sus críticas contra la JMJ en la cesión de espacios públicos con sus correspondientes dispositivos de seguridad o en la rebaja del transporte público a los asistentes. Al margen de que ya me gustaría a mí tener cientos de miles de usuarios adicionales de un servicio sin coste marginal, aun pagando el 20% de la tarifa, esto sí que es tomar el rábano por las hojas.

«Lo que nadie pone en duda es que la religión interesa cada día menos», escribía el pasado domingo un sedicente teólogo sin darse cuenta de que tal proposición quedaba desmentida por su propia presencia, hay que suponer que remunerada, en la página 3 de un diario de difusión nacional. Ocurre lo contrario: cuanto más hondas son nuestras crisis mayor es la búsqueda de respuestas trascendentes, y la espectacular capacidad de convocatoria de la JMJ lo demuestra.

Sobre todo cuando quien la ha protagonizado no ha sido ni una estrella de rock ni un futbolista con crestas en el pelo sino un anciano de maneras suaves y sonrisa tímida que cuando fue promovido a la silla de Pedro arrastró hasta su escudo papal, junto a la concha del peregrino y al llamado moro de Freising -símbolo de la universalidad de la Iglesia-, la figura de aquel ursus horribilis que hace 13 siglos atacó a un virtuoso clérigo cuando acudía a Roma para ser ungido obispo.

Los más fieles a estas Cartas recordarán mi fascinación por el oso de San Corbiniano -remoto antecesor de Ratzinger en la diócesis de Baviera- cuando Benedicto XVI comenzó a citarlo en sus homilías. Para el Papa la transformación de aquella fiera corrupia que había devorado a la mula del santo en un dócil animal de carga es la imagen del poder de la gracia divina y el recordatorio permanente de que todos, empezando por él mismo, podemos ser llamados a tirar de un carro al que no esperábamos ser uncidos.

Lo que a mí me inspira el episodio es la capacidad de la civilización humana para transformar los antagonismos fatales en relaciones de colaboración en pos de objetivos compatibles. Nunca ha quedado claro qué es lo que el santo le dijo al oso cuando lo doblegó con su voz suave y firme, pero para mí que le habló de los confortables lechos de paja de ciertos establos de Roma. Por eso me alegro de que el mismo jefe de gobierno que hace siete años me dijo que no creía en Dios acudiera el viernes a la nunciatura a cumplimentar respetuosamente a su representante en la tierra después de una etapa de saludable rebaja de la tensión con la jerarquía católica. Y por eso me alegro, sobre todo, de que en la ciudad que también lo tiene incorporado a su escudo, el oso del Estado no sólo no haya devorado a los cientos de miles de peregrinos sino que haya contribuido a sujetar el madroño frondoso de la fe bajo el que se han cobijado.

Al oso lo que es del oso y a la JMJ lo que es de la JMJ, pero todos saldríamos ganando si esta colaboración volviera a ser la regla y no una excepción, dentro del paréntesis de un vibrante macroevento, bajo la canícula agosteña.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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